Horror 2 (50 page)

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Authors: Stephen King y otros

Tags: #Terror

Él podría haber obtenido el divorcio con facilidad, pero en los ocho años que llevaba casado con Carol se había aficionado cada vez más a las cosas que uno puede hacer con dinero.

Por lo tanto, la única respuesta posible era asesinarla.

Le había planteado el tema a Susan con delicadeza, y se sintió aliviado al descubrir que ella lo consideraba como una opción válida. La idea de hacerlo aparecer como un suicidio fue de ella, y Harold la aceptó de inmediato. Entre su círculo de amigos, Carol tenía la reputación de ser una neurótica, de personalidad variable, de modo que un suicidio no sorprendería a nadie. Y su relación con Susan daría a Carol una fuerte motivación.

Era perfecto. «Adiós, Carol. Vete al infierno y llévate contigo tus lloriqueos amorosos.»

—Me alegro.

Las palabras de Susan le obligaron a volver de su ensoñación.

—¿Qué?

—Me alegro de que no sufriera.

Entonces, la abrazó y la besó con fuerza. Pocos minutos después ambos estaban en la cama, y la relación amorosa fue buena, mejor que nunca, como si el peligro al que estaban a punto de enfrentarse hiciera que sus vidas fueran mucho más reales, sus sentimientos mucho más intensos. Se apretaron el uno contra el otro, en un deseo de absorberlo todo. En realidad, pensó él extrañamente, no fue tanto un acto de amor como de odio.

Después, no pudieron dormir, de modo que se levantaron y se vistieron, tiraron la pizza fría por el triturador de basuras, y arrojaron la caja vacía, y unas servilletas sucias a un cubo, donde pudieran ser encontrados si alguien quería echar un vistazo. A continuación, Harold llamó a un garaje situado a pocas manzanas de distancia, y les dijo que se le había agotado la batería del coche y necesitaba que se lo pusieran en marcha. Prometieron estar allí en quince minutos. Besó a Susan, despidiéndose de ella y bajó al aparcamiento para encender las luces antes de que llegaran los del garaje.

—Sí, supongo que tiene que haber sido hacia las seis y media. No, la batería se ha agotado, no vale la pena intentarlo. Sólo necesito conectarlo y podré ponerlo en marcha.

Perfecto. Y si le decían que antes lo intentara, siempre podía aparentar que no se ponía en marcha.

Sólo cuando salió del ascensor observó que las luces de su coche estaban realmente encendidas. Se detuvo en seco y pensó por un momento. ¿Podía haberlas dejado encendidas inconscientemente, para proporcionarse a sí mismo una coartada más fuerte?

En ese momento, un Volkswagen oxidado dobló la esquina, con un hombre con una sucia barba tras el volante. Cuando vio a Harold aminoró la marcha y abrió la ventanilla.

—¿Es suyo? —preguntó.

Harold pudo oler a cerveza procedente del interior del escarabajo.

—Sí, es mío.

—Se le habrán agotado las baterías —dijo el hombre sacudiendo la cabeza—. Pasé por aquí alrededor de las siete, y las luces ya estaban encendidas. ¿Quiere que le eche una mano?

«¿Alrededor de las siete?»

—Oh, no, no, gracias. Van a venir los del servicio de un garaje… ¿Cuándo dijo usted que vio mis luces encendidas?

—Más o menos hacia las siete.

—¿Está seguro? Yo…

«No hables demasiado. Él tiene razón. Recuérdalo. Él tiene razón.»

—¡Pues claro que estoy seguro! —dijo el hombre de malhumor—. Fue entonces cuando me marché a ver el partido.

Harold asintió con un gesto. El corazón la saltaba en el pecho y sentía el rostro como si toda la sangre hubiera desaparecido de él.

El hombre gruñó, y el coche continuó su marcha y desapareció por la otra esquina. «Está borracho», pensó Harold. Debían de haber sido por lo menos las diez cuando el hombre vio su coche. «Borracho, eso es todo.»

Pocos minutos después llegó el camión de servicio del garaje. Ahora, sin embargo, no hubo razón alguna para fingir… La batería del jaguar se había agotado realmente. El mecánico la sometió a una carga rápida y Harold le extendió un cheque personal. Después, regresó a Manhattan.

Su reloj señalaba las 12'14 cuando apagó el motor en el aparcamiento del edificio en que vivía. Se dirigió hacia la puerta principal, intercambió amables saludos con Sam, el portero (incluyendo un chiste verde que estaba seguro de que Sam recordaría), y subió a su apartamento.

Carol todavía estaba allí. La poca sangre caída sobre la alfombra estaba seca, y su piel había adquirido una palidez cerúlea. Los ojos, parcialmente abiertos, ya habían empezado a hundirse en sí mismos. Harold se estremeció y llamó a la policía.

Veinte minutos más tarde, un pequeño ejército de policías entró en la estancia, y un detective llamado Tompkins empezó a interrogar a Harold. Mientras los demás sacaban fotografías, tomaban muestras en la sala y hacían mediciones, Tompkins se dedicó a hacer lo mismo con el cerebro de Harold.

Harold lo explicó todo tal y como lo habían planeado… No, se había marchado varias horas antes. ¿Dónde estaba? Bueno, eso no podía decirlo. No se guarde nada, señor Dodge, no trate de proteger a nadie. Eso podría ser malo para usted. ¿Debe usted saberlo realmente, teniente? ¿Una mujer, señor Dodge? (Un gesto de asentimiento de Harold, y una evidente sonrisa de comprensión por parte de Tompkins.) Tenemos que saber de quién se trata, señor. Lo comprendo. Lo comprendo.

Y luego vinieron los detalles… el lugar, el nombre, lo que se había hecho, lo que se había dicho, a quién se había visto, y la pregunta clásica: ¿Podremos mantener esto en privado, verdad, teniente? Desde luego, pero, como usted comprenderá, tenemos que comprobarlo. Sólo es una cuestión de rutina. Claro, teniente, lo comprendo. ¿Puede entregarnos una fotografía suya reciente, señor? Se la devolveremos. («Comprueba todo lo que quieras, idiota, y si me coges será porque soy lo bastante estúpido como para merecerlo.»)

Después se llevaron a Carol y Harold se acostó. Se sentía ligeramente mal, a causa sobre todo del estrecho interrogatorio a que le había sometido Tompkins, y no a causa de la culpabilidad. Pero también estaba agotado, por lo que se quedó profundamente dormido.

Le despertó el teléfono a las diez de la mañana. Los recuerdos de la noche anterior se agolparon en su mente, despertándole de golpe, y su voz sonó crispada cuando contestó.

—¿Harry? —Era la voz de Susan—. Acabo de enterarme. La policía ha estado aquí. ¡Oh, Harry, qué terrible!

Al principio, se preguntó a qué se refería ella, pero entonces se dio cuenta de que, probablemente, sospechaba de la existencia de una escucha telefónica. «Chica lista», pensó. Valía la pena haber matado por ella.

—Lo sé —dijo él, siguiéndole el juego—. Sufrí tal conmoción… al encontrarla así. Ha sido horrible.

Su voz sonó con un tono dramático.

—Tengo que verte, Harry. Tengo que hablar contigo… de nosotros.

«Lleva cuidado, cariño. No te pases.»

—Muy bien. Necesito aire fresco. ¿Qué te parece si nos vemos en el parque? En la entrada de la Calle Cincuenta y nueve.

Allí no habría escarabajos.

—Estupendo. Dame una hora, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Hasta luego, cariño.

Colgó el teléfono y se duchó. El teléfono volvió a sonar cuando estaba terminando de secarse.

—Señor Dodge —dijo la voz—. Soy el teniente Tompkins. Comprobamos su historia, señor, y todo concuerda.

—¿Han hablado con la señorita Dentón?

—Sí, señor, lo hicimos. No es que eso sea suficiente para establecer una coartada, considerando su relación con ella, pero el chico que entregó la pizza identificó su fotografía…

—¿Que él…?

—… Y una de los vecinas de la señorita Dentón le vio entrar en el edificio hacia las seis y media. Eso, junto con la declaración del mecánico que puso en marcha su coche, le deja a salvo de toda sospecha, puesto que el momento de la muerte ha sido establecido en las ocho y media.

—¿Una vecina…?

—Sí. Oh… —Se escuchó un ruido de papeles a través de la línea—. Se trata de la señora Staedelmeyer. Una viuda de sesenta años. Dijo que usted la ayudó a subir una caja de comestibles en el ascensor.

—Yo… —«¡Qué diablos!»—. ¡Oh, sí! Sí, ahora lo recuerdo…

«¿Está tratando de tenderme una trampa? ¿Estoy atrapado?»

—Sólo quería hacerle saber que todo está en orden. Estoy seguro de que ya tiene bastantes cosas de que preocuparse. Sin duda alguna habrá un procedimiento judicial por suicidio, pero como ella no dejó ninguna nota, tenemos que comprobar todas las posibilidades. ¿Lo comprende?

—Sí. Sí, gracias teniente.

—Gracias a usted, señor Dodge. Pronto volveremos a ponernos en contacto con usted.

Harold colgó el teléfono, con la cabeza dándole vueltas. «¡Dios! ¿El chico de la pizza…? ¿La señora…, cómo se llamaba, Staedelmeyer? ¿Qué está ocurriendo aquí?»

Tenía que ser una trampa, y había sido lo bastante estúpido como para haber caído en ella.

«No hay ninguna señora Staedelmeyer, señor Dodge. Y el chico que entregó la pizza nunca le vio a usted, ni escuchó su voz. Sólo oyó el sonido del agua en la ducha. Y ahora, ¿quiere decirnos algo al respecto?»

«¡Idiota!» Probablemente, ahora ya había un par de detectives que acudían a buscarle.

Harold se vistió frenéticamente y bajó a toda prisa por la escalera de incendios. Sólo podía pensar en encontrar a Susan, en descubrir qué había salido mal. Terminó de bajar por la escalera de incendio, con la respiración entrecortada, y empezó a recorrer las siete manzanas que le separaban de la Calle Cincuenta y nueve. Entró en el parque y esperó, observando la entrada desde detrás de unos gruesos árboles. Cuando llegó Susan, se apartó varios pasos de los árboles en dirección a donde Susan permanecía de pie, buscándole.

—¡Susan! —le siseó. Un autobús que pasaba ahogó su voz—. ¡Susan! —llamó más fuerte, y ella se volvió hacia él.

—¡Harry! —exclamó—. ¿Qué haces ahí?

Se dirigió hacia él, pero Harold la detuvo con un gesto.

—¿Te han seguido? —le preguntó.

—¿Seguido? No, ¿por qué?

—¿Por qué? —repitió él. Le hizo gestos impacientes para que se reuniera con él. Cuando estuvo a su lado, la cogió rudamente por un brazo y se la llevó detrás de los árboles—. ¿Qué te han preguntado? ¿Qué les has dicho?

Ella parecía confundida.

—¿Por qué estás tan excitado? Les dije que estabas conmigo. Eso fue lo que tú les dijiste, ¿no?

—¡Pues claro! Pero ¿qué significa eso de que el chico de la pizza me vio? ¿Y qué pasa con esa tal señora Staedelmeyer?

—Le hablé al teniente de ellos…

—¿Por qué? ¡Santo Dios! ¿Por qué has hecho eso?

—Harry, ¡me estás haciendo daño! ¡Suéltame!

Ella se apartó y él pudo ver las señales pálidas que sus dedos habían dejado sobre el brazo.

—¿Por qué has hecho eso? —rugió.

—Yo… pensé que ayudaría…

—¿Que ayudaría? Ese policía me ha cogido hoy a causa de tu maldita ayuda. ¿Cómo diablos puedes ser tan estúpida para decir una mentira tan evidente?

Ella sacudió lentamente la cabeza de un lado a otro, con una expresión de sorpresa en el rostro que a él le recordó el rictus mortal de Carol.

—¿Una mentira…?

—¡Sí! —espetó él—. ¡Sí! ¡Una mentira! ¿No lo sabes? ¿No sabes que a uno le cogen a causa de esas cosas?

Ella seguía pareciendo confundida, pero la decidida independencia que le había atraído a él desde el principio, volvía a resurgir ahora

—¿De qué estás hablando, Harry? ¿A qué mentira te refieres?

El lanzó un suspiro de exasperación.

—El chico de la pizza no me pudo ver, por el amor de Dios y m siquiera sé quién demonios es la señora Staedelmeyer. Tompkins me ha cogido… ¡Maldición! ¡Me ha cogido!

Ahora la expresión de Susan era de preocupación, y había un mutis de simpatía en sus ojos que Harold no pudo comprendo

—Harry —dijo tranquilamente—, ahora escúchame. Sé que debes de estar muy excitado por todo esto, y quizás hasta te sientas culpable después de todo lo que hablamos e… incluso planeamos. Pero ahora no hay razón alguna para que sea así. Ella estaba desequilibrada, eso lo sabes muy bien. Como también sabes que ese chico te vio cuando saliste del cuarto de baño.

—¿Qué estás…?

—Y sabes que ayudaste a esa mujer con sus paquetes, Harry… Te vi con ella cuando te abrí la puerta.

—No, tú… —Harold se detuvo en seco y miró a su alrededor, con una repentina sospecha que le hizo palidecer—, ¿Dónde? —susurró, haciendo girar los ojos—. ¿Dónde se esconden ellos?

—¿Quiénes?

—Los policías, o quien sea, la gente que te seguía…

—Harry. —La voz le temblaba, como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Harry, aquí no hay nadie más.

—Entonces, ¿por qué dices esas cosas?

Se cogió entonces la cabeza con las manos, tratando de reprimir las náuseas junto con el miedo que le impregnaba como un sudor seco. Cuando Susan le tocó, lanzó un gruñido al contacto y ella retrocedió rápidamente. El permaneció allí durante dos minutos, temblando, boqueando en busca de la cordura, hasta que cayó de rodillas y rodó lentamente sobre la hierba. El débil sol iluminó su rostro enrojecido a través de las ramas llenas de hojas de los árboles.

Cuando abrió los ojos, Susan estaba de pie ante él, mirándole. Una lágrima asustada rodaba por su mejilla izquierda.

—¿A qué hora? —preguntó él con un tono de voz ahora más sereno—. ¿A qué hora llegué a tu casa anoche?

—A las seis y media —contestó ella después de haber tragado saliva.

—¿Y a qué hora llegó el chico de la pizza?

—A las ocho… y cuarto.

Y cuando miró su rostro, se dio cuenta de que ella no mentía.

Permaneció allí durante un largo rato antes de volver a hablar. Cuando lo hizo fue en voz tan baja, que Susan tuvo que arrodillarse para oírle.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

—Yo la asesiné —repitió él.

—No. No ha sido culpa tuya.

—Yo estaba allí. Yo le disparé. Lo sabes muy bien.

—Estabas conmigo.

—Estaba con ella.

Susan se incorporó. Tenía los hombros hundidos y se cogía las manos con fuerza.

—Llámame —le dijo—. Regreso a casa. Llámame hoy a última hora. —El no dijo nada—. ¿Lo harás?

Esperó un momento más y, al no obtener respuesta, se volvió y se alejó hacia el rugido del tráfico en la Calle Cincuenta y nueve.

Al cabo de un rato, él se levantó y también se dirigió hacia la calle. Recorrió las siete manzanas como en una ensoñación, y estuvo a punto de ser atropellado por un taxi cuando cruzó la Calle Sesenta y cinco con el semáforo en rojo. No miró para ver si alguien le seguía. Temía que no fuera así.

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