Col recalentada (9 page)

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Authors: Irvine Welsh

Tags: #Humor

Puede que los
travellers
hubieran acertado, pensó Jimmy. Quizá la clave estuviera en estar en movimiento. Pero ¿por qué cojones tenían que venir aquellos tristes cabrones aquí? Las extensiones de tierra baldía, entre las urbanizaciones de Barratt, los polígonos y los pasos elevados, se habían convertido en el hogar de gente de todas partes de las Islas e incluso más allá. Todos aquellos cabrones hechos polvo que hablaban de una «fuerza» que les había traído hasta allí. ¡Aquí! Hostia puta. De todos modos, que les dieran por culo a todos esos capullos, Clint saldría del hospital mañana. Presentarían la denuncia ante Drysdale y luego dejarían en pelotas a los mamones del seguro. Fácil.

Jimmy se echó al coleto media botella de limonada Hooch. Se habían pasado a la cerveza y los licores, pero ahora mismo su bebida favorita eran unas cuantas Hooch, superláger y vinos abocados con pastillas de temazepan, si las había. Su amigo Carl casi se había ahogado la semana pasada, al quedarse dormido junto a la presa una tarde, cuando el agua comenzó a subir de nivel. Cuando los demás, que llegaron tambaleándose a la ciudad, se dieron cuenta de que no estaba y volvieron a buscarle, casi le cubría la boca y la nariz.

Levantando la vista hacia el cielo, feo y vacío, Jimmy se preguntó si ahí fuera habría algo. Aquél era uno de los principales emplazamientos del Reino Unido para avistamientos de ovnis, y cada seis meses o así los científicos, los periodistas y los buscadores de ovnis venían a la ciudad. La gente siempre veía aquellas cosas en sitios mierderos y reaccionarios como aquél en los que no había una puta mierda que hacer, meditó con amargura, mientras arrojaba una botella vacía a la presa. ¿Por qué cojones iban a venir aquí los alienígenas? Últimamente había estado hablando demasiado con la tonta de Shelley, la que se follaba el cabrón de Alan Devlin, el tío de la capital que curraba en el garaje. Le tenía manía, no sólo por follarse a una chica a la que le tenía ganas (a fin de cuentas, les tenía ganas a casi todas), sino porque cuando le pilló robando unas patatas fritas Devlin había amenazado con sacudirle con un bate de béisbol.

Había que reconocer, no obstante, que Shelley tenía mucha clase. Jimmy lo sabía de la vez que en el
chippy
[11]
se ofreció a invitarla a unas patatas fritas y ella las pidió con salsa de curry. Eran esos pequeños toques los que diferenciaban a las hembras de categoría de la brigada de las de aparca y métela. Pero el vacile este de los alienígenas le ponía de los nervios. Así fue como acabó cepillándosela Alan Devlin, liándole la cabeza con toda aquella mierda.

El pegamento siempre había sido la droga favorita de Jimmy. Le encantaba el contundente subidón de los vapores, y la forma en que se quedaba pegado en los pulmones y le obligaba a recobrar el aliento. Sabía que eso significaba que quizá no viviera demasiado tiempo, pero todos los viejos cabrones de aquel pueblo parecían de lo más infelices, así que él no veía grandes virtudes en la longevidad. Lo importante era la calidad de vida, y opinaba que más valía estar hecho polvo de bajón que en un puto cursillo de formación aguantando los gritos de algún gilipollas de cara colorada a cambio de una miseria para que luego te dé el finiquito al cabo de dos años para dar paso al siguiente pringao. Si alguien no lograba entenderlo, en lo que a Jimmy se refería, no tenía putos sesos. Es de una lógica perfecta, se rió para sus adentros.

«¿Qué estás diciendo, tonto del culo?», preguntó Semo, riéndose.

«Nada», dijo Jimmy con una sonrisa, echándose unas gotas de pegamento Airfix en la lengua, disfrutando del picor y la sensación de asfixia. Acto seguido, cuando se llenó los pulmones de aire, saboreó la sensación de mareo. Cuando el dolor de las sienes disminuyó, echó lo que quedaba en una bolsa de patatas fritas vacía y empezó a inhalarlo.

«Pásamela, Jimmy, cabrón», protestó Semo, trasegando cerveza de una lata de superláger y haciendo una mueca. Estaba asquerosa. Decidió que era mejor empezar por el hooch hasta que acabaras lo bastante destrozado como para no notar el sabor de la birra. Fría no estaba demasiado mal, pero caliente… que le den.

Jimmy le pasó la bolsa a regañadientes. Durante un instante fugaz, tuvo la sensación de que el suelo iba a levantarse y sacudirle en el mentón, pero capeó el temporal y se frotó los ojos en un intento de recobrar un poco de vista.

Dunky mordisqueaba algo. «¿Os acordáis de cuando pescábamos aquí? Qué buenos tiempos», reflexionó en voz alta.

«Pero era aburrido de cojones, ¿eh?», dijo Semo, y entonces, con una brusquedad que sobresaltó a Jimmy, le preguntó: «Eh, Jimmy, ¿ya te has tirado a la Shelley? Porque llevas tiempo dando vueltas a su alrededor…»

«Puede que sí y puede que no», dijo Jimmy sonriendo. Fantaseaba con que salían juntos. Le gustaba la forma en que la gente empezaba a asociarlos. Apostaba sobre su deseo como si fuera una mano de póquer, flirteando con sus amigos acerca de sus sentimientos al respecto, de un modo que curiosamente era más profundo de lo que nunca se había mostrado con ella.

«Algún capullo comentó que le habían hecho un bombo», dijo Dunky.

«Vete a la mierda», saltó Jimmy.

«Yo sólo me atengo a lo que me han contado», replicó Dunky con indiferencia. Se dio la vuelta, porque el sol empezaba a picarle en la cara.

«No vayas contando putas películas por ahí, ¿vale?», conotraatacó Jimmy. Sabía que había sido el bocazas de Clint. Era como si viera su enorme buzón, charlatán y baboso, justo antes de que Semo lo cerrara de aquella forma tan deliciosa con el martillo. Era como si viera a Alan Devlin gritándole para que dejase las putas patatas en su sitio. Era como si viera, en su imaginación, las sonrisas con las que las chicas gratificaban a Devlin, Shelley incluida, y lo impotentes que parecían para hacer otra cosa que no fuera reírse con nerviosismo sexy ante su labia. Jimmy había probado el estilo de Devlin, pero nunca daba en el clavo, no de la misma forma. Se sentía como una niña pequeña probándose en secreto los vestidos de su madre.

«Sí, ya», se burló Dunky.

En realidad Dunky no pretendía darle importancia al asunto, pero Jimmy sí. Se levantó y saltó sobre su amigo, inmovilizándole contra el suelo. Le agarró de la cabellera pelirroja y se la retorció.

«¡He dicho que no vayas por ahí contando películas! ¿Vale?»

Al fondo, Jimmy podía oír el incitante resuello de Semo riéndose en un tono grave y sin alegría. Jimmy y Semo, siempre Jimmy y Semo. Igual que siempre eran Dunky y Clint. El martillo de Semo había sido simbólico; había cambiado el equilibrio de poder entre los cuatro. Aquello era por si Dunks había olvidado exactamente lo que había significado aquel golpe.

«¡He dicho vale!», rugió Jimmy.

«¡Vale! ¡Vale!», gritó Dunky mientras Jimmy aflojaba su presa y se quitaba de encima. «Puto zumbao», protestó mientras se sacudía el polvo.

Semo se rió convulsivamente. «Yo me la tiraría», dijo. «También me tiraría a su amiga, a la Sarah esa. Estaría bien, ¿no, Jimmy? Tú con la Shelley y yo con la Sarah.»

A Jimmy se le escapó una sonrisa. Semo era su mejor amigo. La idea tenía su atractivo.

7

Shelley leía
Smash Hits
mientras su madre hacía la cena. Liam, el de Oasis, estaba buenísimo. Abby Ford y sus amigas del cole siempre estaban hablando de Oasis. Abby Ford siempre tenía dinero para comprarse ropa y discos. Por eso todos los chavales del colegio iban detrás de ella. Shelley tenía que reconocer que le gustaba cómo llevaba el pelo. Se dejaría el pelo largo. Había sido una boba por rapárselo, pero a su madre le fastidió. Abby no era mala gente, pero a Sarah no le caía bien. Shelley y Abby habían charlado un poco. A lo mejor ella y Sarah se hacían amigas de Abby Ford, Louise Moncur, Shona Robertson y esa banda. No estaban tan mal. A Shelley le gustaría conseguir dinero para comprarse ropa de calidad.

Pero Liam, el de Oasis… Mmm… Mejor todavía que Damon o Robbie o Jarvis. Asomándose a los ojos de Liam, en esa foto, Shelley imaginó que podía ver en ellos un fragmento de su alma. Era como si la mirase fijamente sólo a ella. Shelley Thomson se estremeció de placer imaginando que sólo ella podía descifrar el código secreto de aquella mirada, y sentir el vínculo que había entre ellos. Sería estupendo si pudiera conocerle, por ejemplo cuando Oasis tocara en Loch Lomond. ¡Se daría cuenta de la pareja tan estupenda que hacían y de que estaban hechos el uno para el otro! ¡Amor a primera vista! No sabía si tener al bebé o deshacerse de él. Por supuesto, eso también dependería de Liam; habría que consultarle. Era lo justo. ¿Querría criar al hijo de otro como si fuera suyo, y encima alienígena? Si la quería, y por la forma en que la miraba ella se daba cuenta de que así era, entonces eso no supondría ningún problema. Sería superguay que Sarah se casara con Noel. Entonces serían cuñadas. ¿Se podía pedir algo más?

«Shelley, a cenar», dijo su madre con brusquedad. Shelley dejó la revista y acudió a la mesa. La imagen de los ojos de Liam, enternecedores y meditabundos, seguía ardiendo y se lo imaginó acariciándole el pecho; notó que una corriente eléctrica le sacudía el estómago. Se sentó ante las patatas fritas al horno, las salchichas y las judías, comiendo con movimientos bruscos y económicos. Shelley tenía un apetito de caballo, y a pesar de estar embarazada (no sabía de cuánto, porque apenas se había encontrado mal por las mañanas), estaba flaca como un palillo. Las patatas fritas la volvían loca, y le encantaban las del
chippy,
sobre todo con salsa de curry. Las de su madre —pequeñas, rugosas y escasas— nunca daban del todo la talla.

Ella era distinta de su madre, reflexionó Shelley con aire petulante. Su madre, a la que le bastaba con mirar una patata frita al horno McCain’s para que unas cuantas células más de grasa imperceptible se agrupasen en torno a su barriga y debajo de la barbilla. Shelley consideraba aquello como un defecto de carácter de su madre. Tenía aspecto demacrado y abotargado. ¿Eran posibles las dos cosas a la vez? Desde luego, pensó Shelley, levantando la vista y mirando a Lillian mientras se asomaba a la ventana desde detrás de los visillos con expresión temerosa. Siempre parecía andar pensando en algo ominoso. Pero tenía que mantener buenas relaciones con ella. A su madre también le gustaba Oasis. Existía la posibilidad, remota, pero no obstante real, de que fuesen juntas a Loch Lomond. Una vez su madre dijo en broma que le gustaba Noel. Había sido una broma, pero de mal gusto, y había herido a Shelley en lo más vivo. ¡Imagínate que su madre se enrollara con Noel o que se casara con él! ¡Qué asco! Si llegara a suceder eso, estropearía las cosas entre Liam y ella. Ni hablar. Seguro que Noel tenía mejor gusto que todo eso.

No había comida suficiente; pronto volvería a tener hambre. Aquella noche bajaría al
chippy.
Jimmy Mulgrew estaría allí. Era majo, pero no le atraía. Era demasiado real, demasiado de aquí. Demasiado Rosewell. Era torpe. Jimmy nunca sabía qué decir, a diferencia de Alan Devlin, el del garaje, o como Liam. Vale que Liam venía de un sitio que en realidad era igual que Rosewell, pero había evolucionado y demostrado que tenía lo que había que tener para convertirse en una estrella. Pero bajaría al
chippy
de todos modos, y luego volvería a casa para ver
Expediente X.

8

Jimmy y Semo estaban holgazaneando en la esquina del
chippy.
Los pubs iban a cerrar dentro de media hora. Jimmy quería unas patatas fritas pero Vicent, el propietario, les había prohibido la entrada a Semo y a él por actos anteriores de hurto y vandalismo. A Jimmy le dio un vuelco el corazón cuando vio a Shelley y a Sarah caminando hacia ellos. Shelley le dedicó una sonrisa coqueta y Jimmy notó que algo se revolvió en sus entrañas. Quería decirle cómo se sentía, pero ¿qué podía decir aquí, delante de Semo y de Sarah? ¿Qué podía decirle a aquella belleza espigada que le impedía dormir por las noches y que tenía la culpa de que sus sábanas estuvieran tiesas como tablas desde que en los últimos meses se hubiera convertido en una preciosidad y se había rapado la cabeza a lo Sinead O’Connor? Aquello exigía un noviazgo auténtico, no manoseos a oscuras en la cantera con tías como Abby Ford y Louise Moncur, a las que Semo y él habían bautizado con el apodo de
Reservoir Dogs.
[12]
Pero ¿cómo pedirle una cita? ¿Adónde podían ir? ¿Al cine? ¿Al jardín botánico? ¿Adónde llevaba uno a una chavala para una cita como es debido?

Inspirado por el resplandor de la luna, que iluminaba el obelisco del bloque de oficinas que había encima del garaje, Jimmy se acercó a ella. «Eh, Shelley, anda, sácanos unas patatas, que te doy el dinero y tal. Vincent nos ha prohibido la entrada, ¿sabes?»

«Vale», dijo Shelley, cogiendo el dinero.

«Acuérdate de pedirle que les eche salsa de curry, Shel», dijo con una sonrisa, contento de ver que no se tomaba a mal que se refiriera a ella de aquella forma más íntima e informal.

Se fijaron en las chicas mientras entraban en la tienda de
fish ‘n’ chips.
«Vaya par de polvos tienen, ¿eh?», comentó Semo, asomando la lengua entre unos labios resecos y acariciándose la mandíbula inflamada. «Me las follaba a las dos», espetó, agarrando a Jimmy y dándole un empujón teatral con la cadera.

Dentro de la tienda, Sarah se volvió hacia Shelley. «¡Son bobos a más no poder! ¡Se supone que tienen dieciséis años! ¡No sabrían qué hacer con una mujer de verdad!» Las chicas se rieron disimuladamente de los chicos a los que podían ver a través del escaparate zarandeándose y agarrándose el uno al otro, presas del nerviosismo y la emoción.

9

La nave se encontraba a muchos millones de años luz de la Tierra, y a muchos millones más de su sistema solar originario. Gracias a la tecnología con que la juventud cyrastoriana tanto decía disfrutar, sus ocupantes podían presenciar imágenes del planeta con gran claridad. Sabían que era casi tan efectiva como las imágenes que podían ver mediante la Voluntad, pero aquélla era más fácil y costaba menos esfuerzo. Le dejaba a la Juventud cyrastoriana y a su solitaria amiga la Tierra tiempo para disfrutar de un pitillo.

«Desde la última vez que estuve en la Tierra ha habido unos cuantos cambios entre los muchachos», le dijo el ex
casual
de los Hibs Mikey Devlin a Tazak, el líder de la Juventud cyrastoriana, mientras el monitor de la nave recorría la tribuna Este de Easter Road.

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