Read Cometas en el cielo Online
Authors: Khaled Hosseini
Más tarde, en la penumbra del cine, escuché a Hassan, que mascullaba. Las lágrimas le rodaban por las mejillas. Me removí en mi asiento, lo rodeé con el brazo y lo empujé hacia mí. Él descansó la cabeza en mi hombro.
—Te ha confundido con otro —susurré—. Te ha confundido con otro.
Por lo que yo había oído decir, la huida de Sanaubar no había cogido a nadie por sorpresa. Cuando Alí, un hombre que se sabía el Corán de memoria, se casó con Sanaubar, diecinueve años más joven que él, una muchacha hermosa y sin escrúpulos que vivía en consonancia con su deshonrosa reputación, todo el mundo puso el grito en el cielo. Igual que Alí, Sanaubar era musulmana chiíta de la etnia de los hazaras y, además, prima hermana suya; por tanto, una elección de esposa muy normal. Pero más allá de esas similitudes, Alí y Sanaubar no tenían nada en común, sobre todo en lo que al aspecto se refería. Mientras que los deslumbrantes ojos verdes y el pícaro rostro de Sanaubar habían tentado a incontables hombres hasta hacerlos caer en el pecado, Alí sufría una parálisis congénita de los músculos faciales inferiores, una enfermedad que le impedía sonreír y le confería una expresión eternamente sombría. Era muy raro ver en la cara de piedra de Alí algún matiz de felicidad o tristeza; sólo sus oscuros ojos rasgados centelleaban con una sonrisa o se llenaban de dolor. Dicen que los ojos son las ventanas del alma. Pues bien, nunca esta afirmación fue tan cierta como en el caso de Alí, a quien únicamente se le podía ver a través de los ojos.
La gente decía que los andares sugerentes y el contoneo de caderas de Sanaubar provocaban en los hombres sueños de infidelidad. Por el contrario, a Alí la polio lo había dejado con la pierna derecha torcida y atrofiada, y una piel cetrina sobre el hueso que cubría una capa de músculo fina como el papel. Recuerdo un día —yo tenía entonces ocho años— que Alí me llevó al bazar a comprar
naan
. Yo caminaba detrás de él, canturreando e intentando imitar sus andares. Su pierna esquelética describía un amplio arco y todo su cuerpo se ladeaba de forma imposible hacia la derecha cuando apoyaba el pie de ese lado. Era un milagro que no se cayera a cada paso que daba. Cada vez que yo lo intentaba estaba a punto de caerme en la cuneta. No podía parar de reír. De pronto, Alí se volvió y me pescó imitándolo. No dijo nada. Ni en aquel momento ni en ningún otro. Se limitó a seguir caminando.
La cara de Alí y sus andares asustaban a los niños pequeños del vecindario.
Pero el auténtico problema eran los niños mayores. Éstos lo perseguían por la calle y se burlaban de él cuando pasaba cojeando a su lado. Lo llamaban Babalu, el coco.
—Hola, Babalu, ¿a quién te has comido hoy? —le espetaban entre un coro de carcajadas—. ¿A quién te has comido, Babalu, nariz chata?
Lo llamaban «nariz chata» porque tenía las típicas facciones mongolas de los hazaras, lo mismo que Hassan. Durante años, eso fue lo único que supe de los hazaras, que eran descendientes de los mongoles y que se parecían mucho a los chinos. Los libros de texto apenas hablaban de ellos y sólo de forma muy superficial hacían referencia a sus antepasados. Un día estaba yo en el despacho de Baba hurgando en sus cosas, cuando encontré un viejo libro de historia de mi madre. Estaba escrito por un iraní llamado Korami. Soplé para quitarle el polvo y esa noche me lo llevé furtivamente a la cama. Me quedé asombrado cuando descubrí que había un capítulo entero dedicado a la historia de los hazaras. ¡Un capítulo entero dedicado al pueblo de Hassan! Allí leí que mi pueblo, los pastunes, había perseguido y oprimido a los hazaras, que éstos habían intentado liberarse una y otra vez a lo largo de los siglos, pero que los pastunes habían «sofocado sus intentos de rebelión con una violencia indescriptible». El libro decía que mi pueblo había matado a los hazaras, los había torturado, prendido fuego a sus hogares y vendido a sus mujeres; que la razón por la que los pastunes habían masacrado a los hazaras era, en parte, porque aquéllos eran musulmanes sunnitas, mientras que éstos eran chiítas. El libro decía muchas cosas que yo no sabía, cosas que mis profesores jamás habían mencionado, y Baba tampoco. Decía también algunas cosas que yo sí sabía, como que la gente llamaba a los hazaras «comedores de ratas, narices chatas, burros de carga». Había oído a algunos niños del vecindario llamarle todo eso a Hassan.
Un día de la semana siguiente, después de clase, le enseñé el libro a mi maestro y llamé su atención sobre el capítulo dedicado a los hazaras. Hojeó un par de páginas, rió disimuladamente y me devolvió el libro.
—Es lo único que saben hacer los chiítas —dijo, recogiendo sus papeles—, hacerse los mártires. —Cuando pronunció la palabra «chiíta» arrugó la nariz, como si de una enfermedad se tratase.
A pesar de compartir la herencia étnica y la sangre de la familia, Sanaubar se unió a los niños del barrio en las burlas destinadas a Alí. En una ocasión oí decir que no era un secreto para nadie el desprecio que sentía por el aspecto de su marido.
—¿Es esto un esposo? —decía con sarcasmo—. He visto asnos viejos mejor dotados para eso.
Al final todo el mundo comentaba que el matrimonio había sido acordado entre Alí y su tío, el padre de Sanaubar. Decían que Alí se había casado con su prima para restaurar de algún modo el honor mancillado de su tío.
Alí nunca tomaba represalias contra sus acosadores, imagino que en parte porque sabía que jamás podría alcanzarlos con aquella pierna torcida que arrastraba tras él, pero sobre todo porque era inmune a los insultos: había descubierto su alegría, su antídoto, cuando Sanaubar dio a luz a Hassan. Había sido un parto sin complicaciones. Nada de ginecólogos, anestesistas o monitores sofisticados. Simplemente Sanaubar, acostada en un colchón sucio, con Alí y una matrona para ayudarla. Aunque la verdad es que no necesitó mucha ayuda, pues, incluso en el momento de nacer, Hassan se mostró conforme a su naturaleza: era incapaz de hacerle daño a nadie. Unos cuantos quejidos, un par de empujones y apareció Hassan, sonriendo.
Según la locuaz matrona confió al criado de un vecino, quien a su vez se lo contó a todo aquel que quiso escucharlo, Sanaubar se limitó a echarle una ojeada al bebé que Alí sujetaba en brazos, vio el labio hendido y explotó en una amarga carcajada.
—Ya está —dijo—. ¡Ya tienes un hijo idiota que sonría por ti! —No quiso ni coger a Hassan entre sus brazos, y, cinco días después, se marchó.
Baba contrató a la nodriza que me había criado a mí para que hiciera lo propio con Hassan. Alí nos explicó que era una mujer hazara de ojos azules procedente de Bamiyan, la ciudad donde estaban las estatuas gigantes de Buda.
—Tiene una voz dulce y cantarina —nos decía.
A pesar de saberlo de sobra, Hassan y yo le preguntábamos qué cantaba... Alí nos lo había contado centenares de veces. Pero queríamos oírlo cantar.
Entonces se aclaraba la garganta y entonaba:
Yo estaba en una alta montaña
y grité el nombre de Alí, León de Dios.
Oh, Alí, León de Dios, Rey de los Hombres
trae alegría a nuestros apenados corazones.
A continuación nos recordaba que entre las personas que se habían criado del mismo pecho existían unos lazos de hermandad que ni el tiempo podía romper.
Hassan y yo nos amamantamos de los mismos pechos. Dimos nuestros primeros pasos en el mismo césped del mismo jardín. Y bajo el mismo techo articulamos nuestras primeras palabras.
La mía fue «Baba».
La suya fue «Amir». Mi nombre.
Al recordarlo ahora, creo que la base de lo que sucedió en aquel invierno de 1975, y de todo lo que siguió después, quedó establecido en aquellas primeras palabras.
La tradición local cuenta que, una vez, mi padre luchó en Baluchistán contra un oso negro sin la ayuda de ningún tipo de arma. De haber sido cualquier otro el protagonista de la historia, habría sido desestimada por
laaf
, la tendencia afgana a la exageración; por desgracia, una enfermedad nacional. Cuando alguien alardeaba de que su hijo era médico, lo más probable era que el muchacho se hubiese limitado a aprobar algún examen de biología en la escuela superior. Sin embargo, nadie ponía en duda la autenticidad de cualquier historia relacionada con Baba. Y si alguien la cuestionaba, bueno, Baba tenía aquellas tres cicatrices que descendían por su espalda en un sinuoso recorrido. Me he imaginado muchas veces a Baba librando esa batalla, incluso he soñado con ello. Y en esos sueños nunca soy capaz de distinguir a Baba del oso.
Fue Rahim Kan quien utilizó por vez primera el que finalmente acabaría convirtiéndose en el famoso apodo de Baba,
Toophan agha
, señor Huracán. Un apodo muy apropiado. Mi padre era la fuerza misma de la naturaleza, un imponente ejemplar de pastún; barba poblada, cabello de color castaño, rizado e ingobernable como él mismo; sus manos parecían poder arrancar un sauce de raíz. Tenía una mirada oscura, «capaz de hacer caer al diablo de rodillas suplicando piedad», como decía Rahim Kan. En las fiestas, cuando su metro noventa y cinco de altura irrumpía en la estancia, las miradas se volvían hacia él como girasoles hacia el sol.
Era imposible no sentir la presencia de Baba, ni siquiera cuando dormía. Yo me ponía bolitas de algodón en los oídos y me tapaba la cabeza con la manta, pero aun así sus ronquidos, un sonido semejante al retumbar del motor de un camión, seguían traspasando las paredes. Y eso que mi dormitorio estaba situado en el lado opuesto del pasillo. Para mí es un misterio que mi madre pudiera dormir en la misma habitación: es una más de la larga lista de preguntas que le habría formulado si la hubiera conocido.
A finales de los sesenta, tendría yo cinco años, Baba decidió construir un orfanato. Fue Rahim Kan quien me contó la historia. Me explicó que Baba había dibujado personalmente los planos, aun sin tener ningún tipo de experiencia en el campo de la arquitectura. Los más escépticos le aconsejaron que se dejara de locuras y que contratara a un arquitecto. Baba se negó, por supuesto, a pesar de que todos criticaban su obstinación. Sin embargo, salió airoso del proyecto y todo el mundo dio muestras de aprobación ante su triunfo. Baba pagó con su dinero la construcción del edificio de dos plantas que albergaba el orfanato, justo en el extremo de Jadeh Maywand, al sur del río Kabul. Rahim Kan me contó que Baba financió la totalidad del proyecto, desde ingenieros, electricistas, fontaneros y obreros, hasta los funcionarios del ayuntamiento, cuyos «bigotes necesitaban un engrase».
La construcción del orfanato se prolongó durante tres años. Cuando finalizó, yo tenía ocho. Recuerdo que el día anterior a la inauguración Baba me llevó al lago Ghargha, que estaba a unos pocos kilómetros al norte de Kabul. Me pidió que fuera a buscar a Hassan para que viniera con nosotros, pero le mentí y le dije que Hassan tenía cosas que hacer. Quería a Baba todo para mí. Además, en una ocasión que habíamos estado en el lago Ghargha, recuerdo que Hassan y yo jugamos a hacer cabrillas en el agua con piedras y Hassan consiguió que su piedra rebotara ocho veces. Lo máximo que yo logré fueron cinco. Baba, que nos miraba, le dio una palmadita en la espalda. Incluso le pasó el brazo por el hombro.
Nos sentamos en una mesa de picnic a orillas del lago, solos Baba y yo, y comimos huevos cocidos con bocadillos de
kofta
, albóndigas de carne y encurtidos enrollados en
naan
. El agua era de un color azul intenso y la luz del sol se reflejaba sobre su superficie transparente. Los viernes el lago se llenaba de familias bulliciosas que salían para disfrutar del sol. Sin embargo, aquél era un día de entre semana y estábamos sólo Baba y yo y una pareja de turistas barbudos y de pelo largo... Hippies, había oído que los llamaban. Estaban sentados en el muelle, chapoteando con los pies en el agua y con cañas de pescar en la mano. Le pregunté a Baba por qué se dejaban el pelo largo, pero Baba se limitó a gruñir y no me respondió. Estaba concentrado en la preparación del discurso que debía pronunciar al día siguiente. Hojeaba un montón de folios escritos a mano y escribía notas aquí y allá con un lápiz. Le di un mordisco al huevo y le pregunté si era cierto lo que me había contado un niño del colegio, que si te comías un trozo de cáscara de huevo lo expulsabas por la orina. Baba volvió a gruñir.
Le di otro mordisco al bocadillo. Uno de los turistas rubios se echó a reír y le dio un golpe al otro en la espalda. A lo lejos, en el lado opuesto del lago, un camión ascendía pesadamente montaña arriba. La luz del sol parpadeó en el retrovisor lateral.
—Creo que tengo
saratan
—dije. Cáncer. Baba levantó la vista de las hojas de papel que la brisa agitaba. Me dijo que yo mismo podía servirme el refresco, bastaba con que fuese a buscarlo al maletero del coche.
Al día siguiente, en el patio del orfanato, no hubo sillas suficientes para todos. Mucha gente se vio obligada a presenciar de pie la ceremonia inaugural. Era un día ventoso. Yo tomé asiento en el pequeño podio que habían colocado junto a la entrada principal del nuevo edificio. Baba iba vestido con un traje de color verde y un sombrero de piel de cordero caracul. A mitad del discurso, el viento se lo arrancó y todo el mundo se echó a reír. Me indicó con un gesto que le guardara el sombrero y me sentí feliz por ello, pues así todos comprobarían que era mi padre, mi Baba. Regresó al micrófono y dijo que esperaba que el edificio fuera más sólido que su sombrero, y todos se echaron a reír de nuevo. Cuando Baba finalizó su discurso, la gente se puso en pie y lo vitoreó. Estuvieron aplaudiéndolo mucho rato. Después, muchos se acercaron a estrecharle la mano. Algunos me alborotaban el pelo y me la estrechaban también a mí. Me sentía muy orgulloso de Baba, de nosotros.
Pero, a pesar de los éxitos de Baba, la gente siempre lo cuestionaba. Le decían que lo de dirigir negocios no lo llevaba en la sangre y que debía estudiar leyes como su padre. Así que Baba les demostró a todos lo equivocados que estaban al dirigir no sólo su propio negocio, sino al convertirse además en uno de los comerciantes más ricos de Kabul. Baba y Rahim Kan establecieron un negocio de exportación de alfombras tremendamente exitoso y eran propietarios de dos farmacias y un restaurante.
La gente se mofaba de Baba y le decía que nunca haría un buen matrimonio (al fin y al cabo, no era de sangre real), pero acabó casándose con mi madre, Sofia Akrami, una mujer muy culta y considerada por todo el mundo como una de las damas más respetadas, bellas y virtuosas de Kabul. No sólo daba clases de literatura farsi en la universidad, sino que además era descendiente de la familia real, un hecho que mi padre restregaba alegremente por la cara a los escépticos refiriéndose a ella como «mi princesa».