Cometas en el cielo (44 page)

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Authors: Khaled Hosseini

La nueva habitación de Sohrab tenía las paredes de color crema descascarilladas, molduras gris oscuro y baldosas vidriadas que en su día debieron de ser blancas. Compartía la habitación con un adolescente del Punjab que, según me enteré posteriormente por las enfermeras, se había roto una pierna al caerse del techo del autobús en el que viajaba. Tenía la pierna escayolada, colocada en alto y sujeta por pinzas unidas mediante correas a diversos pesos.

La cama de Sohrab estaba junto a la ventana; su mitad inferior quedaba iluminada por la luz del sol de última hora de la mañana que entraba a través de los cristales rectangulares. Junto a la ventana había un guardia de seguridad uniformado mascando pipas de sandía tostadas... Sohrab se encontraba bajo vigilancia las veinticuatro horas del día por su intento de suicidio. Normas hospitalarias, según me había informado el doctor Nawaz. Al verme, el guardia se llevó la mano a la gorra a modo de saludo y abandonó la habitación.

Sohrab llevaba un pijama de manga corta del hospital y estaba tumbado boca arriba, con la sábana subida hasta el pecho y la cara vuelta hacia la ventana. Yo creía que estaba dormido, pero cuando arrastré una silla para colocarla junto a su cama, parpadeó y abrió los ojos. Me miró y apartó la vista. Estaba extremadamente pálido, a pesar de las transfusiones de sangre que le habían hecho. Donde el brazo derecho se doblaba tenía un cardenal enorme.

—¿Cómo estás? —le pregunté.

No respondió. Estaba mirando por la ventana un recinto de arena vallado y los columpios del jardín del hospital. Junto a esa zona de juego había una espaldera en forma de arco a la sombra de una hilera de hibiscos y unas cuantas parras de uva verde que se enredaban en una celosía de madera. En el recinto de arena había niños jugando con cubos y palas. El cielo estaba completamente azul, sin una nube, y pude ver un avión minúsculo que dejaba atrás una columna de humo blanco. Me volví hacia Sohrab.

—He hablado hace unos minutos con el doctor Nawaz y cree que podrá darte el alta en un par de días. Buenas noticias,
nay
?

De nuevo el silencio por respuesta. El chico con quien compartía la habitación se agitó en sueños y murmuró algo.

—Me gusta tu habitación —dije intentando no mirar las muñecas vendadas de Sohrab—. Es luminosa y tienes buena vista. —Silencio. Transcurrieron unos cuantos minutos más de incomodidad y noté que el sudor aparecía en mi frente y en el labio superior. Señalé el plato con
aush
de guisantes intacto que había sobre la mesilla y la cuchara de plástico sin utilizar—. Deberías intentar comer algo. Recuperar tu
quwat
, tus fuerzas. ¿Quieres que te ayude?

Me sostuvo la mirada y luego apartó la vista. Su expresión era imperturbable. El brillo de sus ojos seguía sin aparecer; tenía la mirada perdida, igual que cuando lo saqué de la bañera. Busqué en el interior de la bolsa de papel que tenía entre los pies y saqué de ella un ejemplar de segunda mano del
Shahnamah
que había comprado en la librería. Le mostré la cubierta.

—Esto es lo que le leía a tu padre cuando éramos pequeños. Subíamos a una colina que había detrás de la casa y nos sentábamos debajo del granado... —Me interrumpí. Sohrab estaba de nuevo mirando por la ventana. Me obligué a sonreír—. La historia favorita de tu padre era la de Rostam y Sohrab; de ahí viene tu nombre. Ya sé que lo sabes. —Hice una pausa; me sentía un poco tonto—. En su carta me decía que también era tu historia favorita, así que he pensado que podría leerte un trozo. ¿Te gustaría?

Sohrab cerró los ojos. Se los tapó con el brazo, con el del morado.

Hojeé el libro hasta dar con la página que había seleccionado en el taxi.

—Veamos —dije, preguntándome por vez primera qué pensamientos habrían pasado por la cabeza de Hassan cuando por fin pudo leer el
Shahnamah
por sus propios medios y descubrió que le había engañado tantas veces. Tosí para aclararme la garganta y empecé a leer—. «Presta atención al combate de Sohrab contra Rostam, a pesar de que es un cuento lleno de lágrimas —comencé—. Resultó que un día Rostam se levantó de su cama con la cabeza llena de presagios. Recordó que...» —Le leí el primer capítulo casi entero, hasta la parte en que el joven guerrero Sohrab se dirige a su madre, Tahmineh, princesa de Samengan, y le exige conocer la identidad de su padre. Cerré el libro—. ¿Quieres que continúe? Ahora vienen las batallas, ¿lo recuerdas? ¿La de Sohrab encabezando su ejército para asaltar el Castillo Blanco de Irán? ¿Sigo leyendo? —Él movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Guardé de nuevo el libro en la bolsa de papel—. Está bien —repuse, animado al ver que al menos me había respondido—. Tal vez podamos continuar mañana. ¿Cómo te encuentras?

Sohrab abrió la boca y salió de ella un sonido ronco. El doctor Nawaz me había advertido que sucedería eso debido al tubo para respirar que le habían insertado entre las cuerdas vocales. Se humedeció los labios y volvió a intentarlo.

—Cansado.

—Lo sé. El doctor Nawaz dice que es normal...

Sacudía la cabeza de un lado a otro.

—¿Qué, Sohrab?

Cuando volvió a hablar con aquella voz ronca, en un tono apenas más alto que un suspiro, hizo una mueca de dolor.

—Cansado de todo.

Suspiré y me desplomé en la silla. Sobre la cama caía un rayo de sol y, por un instante, la cara de muñeca china de color gris ceniza que me miraba desde el otro lado fue la viva imagen de Hassan, no del Hassan con quien jugaba a las canicas hasta que el
mullah
anunciaba el
azan
de la noche y Alí nos llamaba para que entrásemos en casa, no del Hassan a quien yo perseguía colina abajo mientras el sol se escondía por el oeste detrás de los tejados de adobe, sino del Hassan que vi con vida por última vez, arrastrando sus pertenencias detrás de Alí bajo un cálido aguacero de verano y colocándolas en el maletero del coche de Baba mientras yo contemplaba la escena desde la ventana empapada de lluvia de mi habitación.

Movió lentamente la cabeza.

—Cansado de todo —repitió.

—¿Qué puedo hacer, Sohrab? Dímelo, por favor.

—Quiero... —empezó. Esbozó una nueva mueca de dolor y se llevó la mano a la garganta como si con ello pudiese hacer desaparecer lo que le bloqueaba la voz. Mis ojos se vieron arrastrados otra vez hacia una muñeca escondida bajo un aparatoso vendaje de gasas—. Quiero recuperar mi vieja vida —afirmó con un suspiro.

—Oh, Sohrab...

—Quiero a mi madre y a mi padre. Quiero a Sasa. Quiero jugar en el jardín con Rahim Kan Sahib. Quiero vivir otra vez en nuestra casa. —Se restregó los ojos con el brazo—. Quiero recuperar mi vieja vida.

Yo no sabía qué decir, dónde mirar, así que bajé la vista. «Tu vieja vida... —pensé—. Mi vieja vida también. Yo he jugado en el mismo jardín, Sohrab. He vivido en la misma casa. Pero la hierba está muerta y en el camino de acceso a nuestra casa hay aparcado un Jeep desconocido que deja manchas de aceite en el asfalto. Nuestra vieja vida se ha ido, Sohrab, y todos los que en ella habitaban han muerto o están muriendo. Ahora sólo quedamos tú y yo. Sólo tú y yo.»

—Eso no puedo dártelo —dije.

—Ojala no hubieses...

—No digas eso, por favor.

—Ojalá no hubieses..., ojalá me hubieses dejado en el agua.

—No digas eso nunca más, Sohrab —le exigí inclinándome hacia él—. No puedo soportar oírte hablar así. —Le rocé el hombro y se estremeció. Se apartó. Alejé la mano, recordando con pesar cómo los últimos días antes de que yo rompiese mi promesa se había familiarizado por fin a mis caricias—. Sohrab, no puedo devolverte tu vieja vida, ojalá Dios pudiera. Pero puedo llevarte conmigo. Eso era lo que iba a decirte cuando entré en el baño. Conseguiremos un visado para ir a Estados Unidos, para vivir conmigo y con mi esposa. Es verdad. Te lo prometo.

Resopló por la nariz y cerró los ojos. Deseaba no haber pronunciado la última frase.

—¿Sabes?, en mi vida he hecho muchas cosas de las que me arrepiento —dije—, y tal vez no haya otra de la que me arrepienta más que de no haber cumplido la promesa que te hice. Pero eso jamás volverá a ocurrir y lo siento con todo mi corazón. Te pido tu
bakhshesh
, tu perdón. ¿Puedes dármelo? ¿Puedes perdonarme? ¿Puedes creerme? —Bajé el tono de voz—. ¿Vendrás conmigo?

Mientras esperaba su respuesta, mi cabeza regresó un instante a un día de invierno muy antiguo, cuando Hassan y yo nos sentamos en la nieve bajo un cerezo sin hojas. Aquel día le hice una jugarreta cruel a Hassan, le pedí que comiera tierra para que me demostrara su fidelidad. Sin embargo, ahora era yo quien se encontraba bajo el microscopio, quien tenía que demostrar su valía. Me lo tenía merecido.

Sohrab se giró, dándome la espalda. No dijo nada durante mucho rato. Entonces, cuando ya pensaba que se había quedado dormido, emitió un gemido:

—Estoy muy
khasta
, muy cansado.

Seguí sentado junto a la cama hasta que cayó dormido. Algo se había perdido entre Sohrab y yo. Hasta la reunión con el abogado Omar Faisal había ido entrando poco a poco en los ojos de Sohrab, como un tímido invitado, una luz de esperanza. Pero la luz había desaparecido, el invitado se había esfumado, y me preguntaba cuándo se atrevería a regresar. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que Sohrab volviese a sonreír. Cuánto tiempo pasaría hasta que confiase en mí. Si es que llegaba a hacerlo.

Así que salí de la habitación para emprender la búsqueda de un nuevo hotel, sin saber que tendría que pasar casi un año hasta que volviese a oír una palabra en boca de Sohrab.

Sohrab nunca llegó a aceptar mi oferta. Ni a declinarla. Pero sabía que cuando le quitaran los vendajes y los pijamas del hospital se convertiría simplemente en un huérfano hazara más. ¿Qué otra alternativa le quedaba? ¿Adónde podía ir? Así que lo que interpreté como un «Sí» por su parte fue más bien una rendición silenciosa, no tanto una aceptación como un acto de renuncia de un niño excesivamente agotado para decidir y demasiado cansado para creer. Lo que anhelaba era su vieja vida. Lo que obtenía éramos América y yo. No era un mal destino, teniendo en cuenta las circunstancias, pero no podía decírselo. La perspectiva es un lujo que sólo pueden permitirse las mentes que no están atormentadas por un enjambre de demonios.

Y así fue como, aproximadamente una semana después, nos encontramos en una pista de despegue negra y caliente y me llevé a Estados Unidos al hijo de Hassan, apartándolo de la certidumbre de la confusión y arrojándolo a una confusión de incertidumbre.

Un día, entre 1983 y 1984, me encontraba en la sección de películas del Oeste de un videoclub de Fremont cuando se me acercó un tipo con una Coca-Cola en un vaso de un Seven-Eleven. Me señaló una cinta de
Los siete magníficos
y me preguntó si la había visto.

—Sí, trece veces —le dije—. Muere Charles Bronson, y también James Coburn y Robert Vaughn. —Me miró con cara de malos amigos, como si acabara de escupir en su refresco.

—Muchas gracias, tío —replicó, y se marchó sacudiendo la cabeza y murmurando algo.

Allí aprendí que en Estados Unidos no debe revelarse jamás el final de una película, y que si lo haces, serás despreciado y deberás pedir perdón con todas tus fuerzas por haber cometido el pecado de «estropear el final».

En Afganistán, sin embargo, lo único que importaba era el final. Cuando Hassan y yo llegábamos a casa después de haber visto una película hindú en el cine Zainab, lo primero que querían saber Alí, Rahim Kan, Baba o cualquiera de la miríada de amigos de Baba (primos segundos y terceros que entraban y salían de casa) era lo siguiente: ¿acabó encontrando la felicidad la chica de la película? ¿El
bacheh film
, el chico de la película, se convirtió en
kamyab
y alcanzó sus sueños, o era
nah-kam
, estaba condenado a hundirse en el fracaso?

Lo que querían saber era si había un final feliz.

Si alguien me preguntara hoy si la historia de Hassan, Sohrab y yo tiene un final feliz, no sabría qué decir.

¿Lo sabe alguien?

Al fin y al cabo la vida no es una película hindú.
Zendagi migzara
, dicen los afganos: la vida sigue, haciendo caso omiso al principio, al final,
kamyab
,
nah-kam
, crisis o catarsis; sigue adelante como una lenta y mugrienta caravana de kochis.

No sabría cómo responder a esa pregunta. A pesar del pequeño milagro del domingo pasado.

Llegamos a casa hace siete meses, un caluroso día de agosto de 2001. Soraya fue a recogernos al aeropuerto. Nunca había estado tanto tiempo lejos de Soraya, y cuando me abrazó por el cuello, cuando olí su melena con aroma a manzanas, me di cuenta de lo mucho que la había echado de menos.

—Sigues siendo el sol de la mañana de mi
yelda
—le susurré.

—¿Qué?

—Nada —contesté dándole un beso en la oreja.

Después ella se arrodilló para ponerse a la altura de Sohrab. Le dio la mano y le sonrió.


Salaam
, Sohrab
jan
, soy tu Khala Soraya. Todos estábamos esperando tu llegada.

Cuando la vi sonriendo a Sohrab con los ojos llorosos, percibí un atisbo de la madre que habría sido si su vientre no la hubiese traicionado.

Sohrab cambió de posición y apartó la vista.

Soraya había convertido el estudio de la planta superior en un dormitorio para Sohrab. Lo acompañó hasta allí y él se sentó en la cama. Las sábanas tenían estampado el dibujo de unas cometas de colores vivos que volaban en un cielo azul añil. En la pared donde estaba el armario, Soraya había dibujado una regla con centímetros para medir la altura del niño a medida que fuese creciendo. A los pies de la cama vi una cesta de mimbre con libros, una locomotora y una caja de acuarelas.

Sohrab iba vestido con una camiseta sencilla de color blanco y unos pantalones vaqueros nuevos que le había comprado en Islamabad antes de nuestra partida... La camiseta le quedaba un poco grande y colgaba de sus hombros huesudos y hundidos. Su cara seguía pálida, excepto por los oscuros círculos que aparecían bajos sus ojos. Nos observaba con la misma mirada impasible con que contemplaba los platos de arroz hervido que le servían regularmente en el hospital.

Soraya le preguntó si le gustaba su habitación y me di cuenta de que intentaba evitar mirarle las muñecas y que sus ojos se desviaban sin querer hacia aquellas líneas serradas de color rosado. Sohrab bajó la cabeza, escondió las manos entre los muslos y no dijo nada. Se limitó a reposar la cabeza en la almohada y, menos de cinco minutos después, Soraya y yo lo veíamos dormir desde el umbral de la puerta.

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