Cometas en el cielo (37 page)

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Authors: Khaled Hosseini

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Las caras asomaban entre la neblina, permanecían allí, se desvanecían. Miraban con atención, me hacían preguntas. Todos me hacían preguntas. ¿Sé quién soy?

¿Me duele en algún sitio? Sé quien soy y me duele por todas partes. Quiero decírselo, pero hablar me produce dolor. Lo sé porque hace algún tiempo, tal vez hace un año, tal vez dos, tal vez diez, intenté hablar con un niño que llevaba colorete en las mejillas y los ojos tiznados de negro. El niño. Sí, lo veo en este momento. Nos encontramos en el interior de algún tipo de vehículo, el niño y yo, y no creo que sea Soraya quien esté al volante porque Soraya no conduce tan rápido. Quiero decirle algo a ese niño... Parece muy importante que lo haga. Pero no recuerdo lo que quiero decirle, ni por qué es tan importante. Tal vez lo que quiero decirle es que deje de llorar, que todo irá bien a partir de ahora. Tal vez no. Por alguna razón que no comprendo quiero darle las gracias al niño.

Caras. Todos llevan gorros verdes. Aparecen y desaparecen de mi vista. Hablan muy deprisa y usan palabras que no comprendo. Oigo otras voces, otros sonidos, pitidos y alarmas. Y más caras. Me miran con atención. No recuerdo ninguna de ellas, excepto la que lleva gomina en la cabeza y el bigote a lo Clark Gable, el que tiene en el gorro una mancha oscura con la forma de África. El señor Estrella de Telenovela. Es gracioso. Quiero reír. Pero reír también me duele.

Me desvanezco.

• • •

Dice que se llama Aisha, «como la mujer del profeta». Su cabello canoso está peinado con raya en medio y recogido en una cola de caballo; en la nariz lleva prendido un adorno que tiene forma de sol. Sus gafas bifocales le hacen los ojos más grandes. También va vestida de verde y tiene las manos suaves. Ve que la miro y sonríe. Dice algo en inglés. Algo se me clava en un lado del pecho. Me desvanezco.

Hay un hombre de pie junto a mi cama. Lo conozco. Es moreno, alto y desgarbado, tiene una barba larga y un sombrero... ¿Cómo se llaman esos sombreros? ¿
Pakols
? Lo lleva ladeado, igual que un famoso cuyo nombre no consigo recordar. Conozco a ese hombre. Me acompañó en coche a algún sitio hace unos años. Lo conozco. En mi boca hay algo que no funciona como es debido. Oigo un burbujeo.

Me desvanezco.

El brazo derecho me quema. La mujer de las bifocales y el adorno en forma de sol está inclinada sobre mi brazo, aplicándole un tubo de plástico transparente. Dice que es potasio. «Pica como una avispa, ¿verdad?», dice. Así es. ¿Cómo se llama? Algo que tiene que ver con un profeta. La conozco también desde hace unos años. Llevaba siempre el cabello recogido en una cola de caballo. Ahora lo lleva hacia atrás, recogido en un moño. La primera vez que hablamos, Soraya también llevaba el pelo recogido así. ¿Cuándo fue eso? ¿La semana pasada?

¡Aisha! Sí.

En mi boca hay algo que no funciona como es debido. Y esa cosa que se me clava en el pecho...

Me desvanezco.

• • •

Nos encontramos en las montañas de Sulaiman, en Baluchistán. Baba está luchando contra el oso negro. Es el Baba de mi infancia,
Toophan agha
, el imponente ejemplar de pastún, no el hombre consumido bajo las mantas, el hombre de las mejillas y los ojos hundidos. Hombre y bestia ruedan juntos sobre la hierba verde; el cabello rizado de Baba ondea al viento. El oso ruge, o tal vez sea Baba quien lo hace. Vuelan la saliva y la sangre; golpes de garra y de mano de hombre. Caen al suelo con un ruido sordo y Baba, sentado sobre el pecho del oso, le hunde los dedos en el hocico. Me mira y lo veo. Él soy yo. Soy yo quien lucha contra el oso.

Me despierto. El hombre larguirucho de piel oscura vuelve a estar a mi lado. Se llama Farid, ahora lo recuerdo. Y junto a él se encuentra el niño del coche. Su cara me recuerda un sonido de campanas. Tengo sed.

Me desvanezco.

Sigo desvaneciéndome y despertándome.

El nombre del señor con bigote a lo Clark Gable resultó ser el doctor Faruqi. No era una estrella de telenovela, sino un cirujano especialista en cabeza y garganta, pero yo seguí imaginándomelo como un tal Armand en un vaporoso escenario de telenovela en una isla tropical.

«¿Dónde estoy?», quería preguntar, pero la boca no se abría. Fruncía el entrecejo. Gruñía. Armand sonreía; su dentadura era de un blanco reluciente.

—Todavía no, Amir —decía—, pronto. Cuando te quitemos los hierros.

Hablaba inglés con un marcado y ondulante acento urdu. «¿Hierros?»

Armand cruzó los brazos; tenía los antebrazos velludos y lucía anillo de casado.

—Supongo que estarás preguntándote dónde te encuentras y qué te ha sucedido. Es completamente normal, el estado postoperatorio resulta siempre desorientador. Así que te explicaré lo que yo sé.

Quería preguntarle acerca de los hierros. ¿Postoperatorio? ¿Dónde estaba Aisha? Quería que me sonriese, quería sentir sus manos suaves junto a las mías.

Armand arqueó una ceja, como dándose importancia.

—Te encuentras en un hospital de Peshawar. Llevas dos días aquí. Has sufrido diversas heridas muy graves, Amir, debo decírtelo. Diría que tienes suerte de seguir con vida, amigo —Mientras decía eso, movía el dedo índice hacia delante y hacia atrás—. Has sufrido una rotura de bazo, y por suerte para ti, la rotura no se ha producido de manera inmediata, pues mostrabas síntomas de un principio de hemorragia en la cavidad abdominal. Mis colegas de la unidad de cirugía tuvieron que realizarte una extirpación de bazo con carácter de urgencia. Si la rotura se hubiese producido antes, te habrías desangrado hasta morir. —Me dio un golpecito en el brazo en el que llevaba colocada la sonda y sonrió—. Tienes también siete costillas rotas. Una de ellas te ha provocado un neumotórax. —Fruncí el entrecejo. Intenté abrir la boca, pero recordé lo de los hierros—. Eso significa que tienes un pulmón perforado —me explicó Armand. Tiró de un tubo de plástico transparente que tenía en el costado izquierdo. Sentí otra vez el pinchazo en el pecho—. Hemos sellado la fuga mediante esta vía pulmonar. —Seguí el recorrido del tubo que, entre vendajes, salía de mi pecho e iba a parar a un recipiente medio lleno de columnas de agua. El sonido de burbujas procedía de allí—. Has sufrido también diversas laceraciones. Heridas con desgarro, vamos.

Quería decirle que conocía perfectamente el significado de laceración, que yo era escritor. Iba a abrir de nuevo la boca. Volví a olvidarme de los hierros.

—La peor ha sido en el labio superior —dijo Armand—. El impacto te ha partido en dos el labio superior, exactamente por la mitad. Pero no te preocupes, los de plástica lo han cosido y dicen que la intervención ha sido un éxito, aunque quedará una cicatriz. Eso es inevitable. Había también una fractura orbital en el lado izquierdo; se trata del hueso de la cuenca ocular, y hemos tenido que repararlo también. En unas seis semanas te retirarán los hierros de las mandíbulas. Hasta entonces sólo podrás tomar líquidos y batidos. Perderás algo de peso y durante una temporada hablarás como Al Pacino en la primera película de
El padrino
. —Se echó a reír—. Y hoy tienes deberes que hacer. ¿Sabes cuáles? —Negué con la cabeza—. Tus deberes para hoy consisten en echar gases. En cuanto lo hagas podremos empezar a darte líquidos. Si no hay expulsión de gases, no hay comida. —Volvió a reír.

Posteriormente, después de que Aisha me cambiara la sonda y me levantara la cabecera de la cama tal y como yo había solicitado, pensé en lo que me había sucedido. Rotura de bazo. Dientes rotos. Perforación de pulmón. Cuenca ocular destrozada. Y mientras observaba una paloma que picoteaba una miga en el alféizar de la ventana, seguí pensando en otra cosa que había mencionado Armand/doctor Faruqui: «El impacto te ha partido en dos el labio superior —había dicho—, exactamente por la mitad.» Exactamente por la mitad. Un labio leporino.

Farid y Sohrab fueron a visitarme al día siguiente.

—¿Sabes quiénes somos? ¿Te acuerdas de nosotros? —me preguntó Farid en broma. Asentí con la cabeza—.
Al hamdulle-llah
! —gritó—. Ya se acabaron los delirios.

—Gracias, Farid —dije a través de las mandíbulas cerradas por los hierros. Armand tenía razón... sonaba un poco como Al Pacino en
El padrino
. Y mi lengua me sorprendía cada vez que iba a parar a uno de los espacios que habían dejado los dientes que me había tragado—. Gracias de verdad. Por todo.

Él sacudió la mano y se sonrojó levemente.


Bas
, no tienes por qué darme las gracias —dijo.

Me volví hacia Sohrab. Llevaba ropa nueva, un
pirhan-tumban
de color marrón claro que le quedaba un poco grande y un casquete negro. Miraba el suelo y jugueteaba con la sonda que estaba enrollada sobre la cama.

—Aún no nos han presentado como es debido —dije. Le tendí la mano—.

Soy Amir.

Miró primero la mano y luego a mí.

—¿Eres el Amir del que me hablaba
agha
padre? —me preguntó.

—Sí. —Recordé las palabras de la carta de Hassan. «Les he hablado mucho de ti a Farzana
jan
y a Sohrab, de cómo nos criamos juntos y jugábamos y corríamos por las calles. ¡Se ríen con las historias de las travesuras que tú y yo solíamos hacer!»—. También a ti tengo que darte las gracias, Sohrab
jan
—dije—. Me has salvado la vida. —No comentó nada. Retiré la mano al comprobar que no la cogía—. Me gusta tu ropa nueva —murmuré.

—Es de mi hijo —intervino Farid—. A él ya le quedaba pequeña. Yo diría que a Sohrab le sienta bastante bien. —A continuación añadió que el muchacho podía quedarse en su casa hasta que encontráramos un lugar para él—. No disponemos de mucho espacio, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo abandonarlo en la calle. Además, mis hijos le han tomado cariño. ¿
Ha
, Sohrab?

—Pero el niño seguía mirando el suelo, enrollándose la sonda en el dedo—. Quería preguntarte... —dijo Farid con ciertas dudas—, ¿qué sucedió en aquella casa? ¿Qué sucedió entre tú y el talibán?

—Digamos que ambos recibimos lo que nos merecíamos —contesté. Farid asintió con la cabeza y no indagó más. Se me ocurrió que en algún momento de nuestro viaje desde Peshawar a Afganistán nos habíamos hecho amigos—. Yo también quería preguntarte una cosa.

—¿Qué?

No quería preguntarlo. Temía la respuesta.

—¿Rahim Kan?

—Se ha ido.

Mi corazón dio un brinco.

—¿Está...

—No, sólo... se ha ido. —Me entregó un pedazo de papel doblado y una pequeña llave—. El propietario me lo dio cuando fui a buscarlo. Dijo que Rahim Kan se había ido al día siguiente de que nos fuéramos nosotros.

—¿Adónde ha ido?

Farid se encogió de hombros.

—El propietario no sabía nada. Dijo que Rahim Kan había dejado la carta y la llave para ti y que se había ido. —Comprobó la hora en el reloj—. Será mejor que me vaya.
Bia
, Sohrab.

—¿Podrías dejarlo aquí y pasar a recogerlo más tarde? —Me volví hacia Sohrab y le pregunté—: ¿Quieres quedarte conmigo un rato?

El niño se encogió de hombros y no dijo nada.

—Naturalmente —respondió Farid—. Lo recogeré antes del
namaz
del atardecer.

En mi habitación había tres pacientes más. Dos hombres mayores —uno con la pierna escayolada, el otro un asmático que respiraba con dificultad— y un muchacho de quince o dieciséis años que había sido intervenido de apendicitis.

El hombre de la pierna escayolada nos miraba fijamente, sin pestañear; su mirada pasaba de mí al niño hazara que estaba sentado en un taburete. Las familias de mis compañeros de habitación (mujeres mayores vestidas con
shalwar-kameezes
de colores chillones, niños y hombres tocados con casquete) entraban y salían constantemente. Llegaban cargados de
pakoras
,
naan
,
samosa
,
biryani
. Algunos se limitaban a pasear por la habitación, como el hombre alto y barbudo que había llegado justo antes de que lo hiciesen Farid y Sohrab. Iba envuelto en un manto marrón. Aisha le preguntó algo en urdu. Él, sin prestarle la más mínima atención, se dedicó a escudriñar la estancia. Pensé que a mí me miraba más de lo necesario. Cuando la enfermera volvió a dirigirse a él, dio media vuelta y se largó.

—¿Cómo estás? —le pregunté a Sohrab. El niño se encogió de hombros y se miró las manos—. ¿Tienes hambre? Esa señora de ahí me ha traído un plato de
biryani
, pero no puedo comerlo. —No sabía qué decirle—. ¿Lo quieres? —Sacudió la cabeza negativamente—. ¿Te apetece hablar?

Volvió a sacudir la cabeza.

Permanecimos así un rato, en silencio; yo incorporado en la cama, con dos almohadas en la espalda, y Sohrab sentado junto a mí en el taburete de tres patas. En algún momento me quedé dormido y cuando me desperté la luz del día había perdido intensidad, las sombras eran más grandes y Sohrab seguía sentado a mi lado. Continuaba con la cabeza baja, mirando sus manitas encallecidas.

Aquella noche, después de que Farid recogiera a Sohrab, desdoble la carta de Rahim Kan. Había retrasado al máximo el momento de leerla. Decía así:

Amir jan:

Inshallah
hayas recibido esta carta sano y salvo. Rezo por no haberte puesto en el camino del mal y por que Afganistán se haya mostrado amable contigo. Has estado presente en mis oraciones desde el día de tu partida.

Tenías razón de sospechar que yo lo sabía. Sí, lo sabía. Hassan me lo contó poco después de que sucediese. Lo que hiciste estuvo mal, Amir
jan
, pero no olvides que cuando los hechos sucedieron tú eras un niño. Un niño con problemas. Por aquel entonces eras demasiado duro contigo mismo, y sigues siéndolo..., lo vi en tu mirada en Peshawar. Pero espero que prestes atención a lo siguiente: el hombre sin conciencia, sin bondad, no sufre. Espero que tu sufrimiento llegue a su fin con este viaje a Afganistán.

Amir
jan
, me siento avergonzado por las mentiras que te contamos. Tenías todos los motivos para enfadarte en Peshawar. Tenías derecho a saberlo. Igual que Hassan. Sé que esto no absuelve a nadie de nada, pero el Kabul donde vivimos en aquella época era un mundo extraño, un mundo en el que ciertas cosas importaban más que la verdad.

Amir jan, sé lo duro que fue tu padre contigo cuando eras pequeño. Vi cómo sufrías y suspirabas por su cariño, y mi corazón padecía por ti. Pero tu padre era un hombre partido en dos mitades, Amir
jan
: tú y Hassan. Os quería a los dos, pero no podía querer a Hassan como le habría gustado, abiertamente, como un padre. Así que se desquitó contigo... Amir, la mitad socialmente legítima, la mitad que representaba las riquezas que había heredado y los privilegios que las acompañaban, como, por ejemplo, que sus pecados quedaran impunes. Cuando te veía, se veía a sí mismo. Y su sentimiento de culpa. Estás todavía excesivamente enfadado y me doy cuenta de que es muy pronto para esperar que lo aceptes, pero tal vez algún día comprendas que cuando tu padre era duro contigo, estaba también siendo duro consigo mismo. Tu padre, igual que tú, era un alma torturada, Amir
jan
.

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