Cometas en el cielo (34 page)

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Authors: Khaled Hosseini

Las camionetas rojas entraron en el terreno de juego y se dirigieron hacia un extremo levantando dos nubes gemelas de polvo; la luz del sol se reflejaba en los embellecedores. Un poco más tarde, una tercera camioneta se reunió con las otras dos. En su interior había algo... Y de repente comprendí el objetivo de los dos enormes hoyos que había detrás de la portería. Descargaron la tercera camioneta y se oyó el murmullo de la ansiosa multitud.

—¿Quieres quedarte? —me preguntó muy serio Farid.

—No —respondí. Jamás había querido estar tan lejos de un lugar como en aquellos momentos—. Pero debemos quedarnos.

Dos talibanes con sendos Kalashnikov al hombro ayudaron al hombre que llevaba los ojos vendados a descender de la primera camioneta y otros dos hicieron lo propio con la mujer tapada con el burka. A la mujer le fallaron las rodillas y se derrumbó en el suelo. Los soldados la obligaron a levantarse y ella volvió a derrumbarse. Cuando intentaron ponerla de nuevo en pie, empezó a gritar y a patalear. Nunca olvidaré aquel grito. Era el grito de un animal salvaje intentando liberar su pata atrapada en la trampa de un oso. Llegaron dos talibanes más y la obligaron a meterse en uno de aquellos agujeros que llegaban hasta la altura del pecho. Por su parte, el hombre de los ojos vendados permitió sin más que lo introdujeran en el otro agujero. Lo único que sobresalía del nivel del suelo eran los torsos de los dos condenados.

Un
mullah
mofletudo de barba blanca con vestimentas grises se situó cerca de la portería y se aclaró la garganta junto al micrófono. Detrás de él, la mujer del hoyo seguía gritando. Recitó una larga oración del Corán. Su voz nasal ondulaba a través del silencio repentino de la multitud congregada en el estadio. Recordé algo que Baba me había dicho hacía mucho tiempo: «Me meo en la barba de todos esos monos santurrones. No hacen nada, excepto sobarse sus barbas de predicador y recitar un libro escrito en un idioma que ni siquiera comprenden. Que Dios nos asista si Afganistán llega a caer en sus manos algún día.»

Finalizada la oración, el hombre se aclaró de nuevo la garganta.

—¡Hermanos y hermanas! —exclamó; hablaba en farsi y su voz retumbaba en el estadio— Estamos hoy aquí reunidos para llevar a cabo la
shari'a
. Estamos hoy aquí reunidos para impartir justicia. Estamos hoy aquí reunidos porque la voluntad de Alá y la palabra del profeta Mahoma, que la paz esté con él, siguen vivas en Afganistán, nuestra amada tierra. Escuchamos lo que Dios nos dice y lo obedecemos, porque ante la grandeza de Dios no somos más que humildes e impotentes criaturas. ¿Y qué dice Dios? ¡Os lo pregunto! ¿Qué dice Dios? Dios dice que todo pecador debe ser castigado tal y como merezca su pecado. No son mis palabras, ni las palabras de mis hermanos. ¡Son las palabras de Dios! —Señaló el cielo con su mano libre. Yo sentía un martilleo en la cabeza y el calor abrasador del sol—. ¡Todo pecador debe ser castigado tal y como merezca su pecado! —repitió el hombre al micrófono, bajando el tono de voz, pronunciando lentamente cada palabra, con dramatismo—. ¿Y qué tipo de castigo, hermanos y hermanas, merece el adúltero? ¿Cómo castigaremos a aquellos que deshonren la santidad del matrimonio? ¿Cómo trataremos a aquellos que escupan a la cara de Dios? ¿Cómo responderemos a aquellos que arrojen piedras a las ventanas de la casa de Dios? ¡Arrojándoles piedras!

Entonces apagó el micrófono. Un murmullo se extendió entre la muchedumbre.

A mi lado, Farid sacudía la cabeza.

—Y se autodenominan musulmanes —susurró.

A continuación saltó de la camioneta un hombre alto y de espaldas anchas. Varios espectadores lanzaron vítores al verlo aparecer. Esta vez nadie recibió un latigazo por gritar. Los resplandecientes ropajes blancos del hombre brillaban a la luz del sol del atardecer. La brisa le levantó la camisa cuando abrió los brazos como Jesús en la cruz. Saludó a la multitud describiendo un círculo completo. Cuando pude verle la cara, observé que llevaba unas gafas de sol redondas y oscuras, como las que usaba John Lennon.

—Ése debe de ser nuestro hombre —dijo Farid.

El talibán alto con gafas de sol se encaminó hacia el montón de piedras que habían descargado de la tercera camioneta. Cogió una piedra y se la mostró a la multitud. El ruido cesó para ser sustituido por un zumbido que recorrió todo el estadio. Miré a mi alrededor y vi que la gente comenzaba a impacientarse. El talibán, que irónicamente parecía un lanzador de béisbol situado sobre el montículo, lanzó la piedra hacia el hombre de los ojos vendados. Le dio en un lado de la cabeza. La mujer volvió a gritar. La multitud pronunció un sorprendido «¡Oh!». Yo cerré los ojos y me tapé la cara con las manos. Los «¡Oh!» de los espectadores coincidían con cada lanzamiento de piedra, y la escena se prolongó durante un buen rato. Cuando callaron, le pregunté a Farid si había finalizado. Dijo que no. Supuse que a la gente le dolía la garganta. No sé cuánto rato estuve sentado con la cara entre las manos. Sé que abrí de nuevo los ojos cuando oí que la gente que estaba a mi alrededor preguntaba: «
Mord
?
Mord
?» «¿Está muerto?»

El hombre del hoyo había quedado reducido a un amasijo de sangre y pedazos de tela. Tenía la cabeza doblada hacia delante, con la barbilla tocando el pecho. El talibán con las gafas de John Lennon jugueteaba con una piedra en las manos mientras observaba a un hombre que estaba agachado junto al hoyo. Éste presionaba el extremo de un estetoscopio contra el pecho de la víctima. Luego se retiró el estetoscopio de los oídos y sacudió la cabeza negativamente en dirección al talibán de las gafas de sol. La multitud protestó.

John Lennon se dirigió de nuevo hacia el montículo.

Cuando todo hubo terminado, y después de que, sin ningún tipo de ceremonia, cargaran en las dos camionetas los cadáveres ensangrentados, aparecieron varios hombres con palas y rellenaron rápidamente los agujeros. Uno de ellos intentó tapar las grandes manchas de sangre removiendo la tierra con el pie. Unos minutos más tarde, los equipos salían de nuevo al terreno de juego. Comenzaba la segunda parte.

La reunión quedó concertada para las tres de aquella misma tarde. Me sorprendió la inmediatez de la cita. Esperaba retrasos, como mínimo un interrogatorio, tal vez la inspección de nuestros documentos. Pero Farid me recordó lo poco oficiales que incluso los asuntos oficiales seguían siendo en Afganistán: lo único que tuvo que hacer fue decirle a uno de los talibanes del látigo que teníamos un asunto personal que tratar con el hombre de blanco. Farid y él intercambiaron unas palabras. El tipo del látigo asintió con la cabeza y gritó algo en pastún a un joven que había al lado del terreno de juego, el cual, a su vez, corrió hacia la portería sur, donde el talibán de las gafas de sol continuaba charlando con el
mullah
rechoncho que había ofrecido el sermón. Hablaron los tres y vi que el tipo de las gafas de sol miraba hacia arriba. Asintió con la cabeza y le dijo algo al oído al mensajero. Y el joven nos transmitió el mensaje.

Todo arreglado entonces. A las tres en punto.

22

Farid condujo el Land Cruiser por el camino de acceso a un caserón de Wazir Akbar Kan. Aparcó a la sombra de unos sauces que asomaban por encima de los muros que rodeaban una propiedad en la calle Quince, Sarak-e-Mehmana. La calle de los Invitados. Apagó el motor y permanecimos un minuto sentados, sin movernos, escuchando el tintineo que producía el motor al enfriarse, sin decir nada. Farid cambió de posición y jugueteó con las llaves que seguían colgando del contacto. Adiviné que estaba preparándose para decirme algo.

—Supongo que debo aguardarte en el coche —dijo finalmente con un tono que sonaba como a disculpa. No me miró—. Ahora es asunto tuyo. Yo...

Le di un golpecito en el brazo.

—Has hecho mucho más de lo que debías por lo que te he pagado. No espero que me acompañes.

Aunque deseaba no haber tenido que entrar solo. A pesar de todo lo que había aprendido de Baba, deseaba que en aquel momento hubiese estado a mi lado. Baba habría irrumpido por la puerta y exigido ver al responsable del lugar, y se habría meado en las barbas de cualquiera que se interpusiese en su camino. Pero hacía tiempo que Baba había muerto y se encontraba enterrado en la zona afgana de un pequeño cementerio de Hayward. Hacía un mes, Soraya y yo habíamos depositado un ramo de margaritas y freesias en su tumba. Ahora estaba solo.

Salí del coche y me encaminé hacia las enormes puertas de madera de la entrada. Llamé al timbre, pero no oí ningún sonido (la corriente eléctrica aún no se había restablecido) y tuve que llamar a la puerta con los nudillos. Un instante después escuché voces lacónicas al otro lado y aparecieron unos hombres armados con Kalashnikovs.

Miré de reojo a Farid, que estaba sentado al volante del coche, y gesticulé con la boca, sin hablar: «Volveré», aunque no estaba en absoluto seguro de si sería así.

Los hombres armados me cachearon de pies a cabeza, me palparon las en el Cielo piernas, me tocaron las ingles. Uno de ellos dijo algo en pastún y ambos rieron entre dientes. Cruzamos unas verjas. Los dos guardias me escoltaron a través de un césped bien cuidado; pasamos junto a una hilera de geranios y arbustos plantados junto a una pared. En el extremo del jardín había un antiguo pozo manual. Recordé que la casa de Kaka Homayoun en Jalalabad tenía un pozo de agua parecido a ese... Las gemelas, Fazila y Karima, y yo lanzábamos guijarros en su interior y escuchábamos el «plinc».

Subimos unos peldaños y entramos en un edificio grande y con escaso mobiliario. Atravesamos el vestíbulo (en una de las paredes había colgada una gran bandera afgana), me condujeron a la planta superior y me hicieron pasar a una habitación en la que había un par de sofás gemelos de color verde menta y un gran televisor en un rincón. De una de las paredes colgaba una alfombra de oración adornada con una Meca ligeramente oblonga. El mayor de los dos hombres utilizó el cañón de su arma para indicarme el sofá. Yo me senté y ellos abandonaron la habitación.

Crucé las piernas. Las descrucé. Permanecí sentado con las manos sudorosas apoyadas en las rodillas. ¿Parecería que estaba nervioso si adoptaba aquella posición? Uní las manos, pero decidí que esa pose era peor, así que me limité a cruzar los brazos sobre el pecho. Notaba que la sangre me palpitaba en las sienes. Me sentía amargamente solo. Los pensamientos me daban vueltas en la cabeza, pero no quería pensar en nada, porque la parte juiciosa de mi persona sabía que me había metido en una verdadera locura. Me encontraba a miles de kilómetros de distancia de mi esposa, sentado en una habitación donde me sentía como en una celda, esperando la llegada de un hombre al que había visto asesinar a dos personas aquel mismo día. Era una locura. Peor aún, era una irresponsabilidad. Existía una posibilidad muy real de que acabara convirtiendo a Soraya en
biwa
, viuda, a los treinta y seis años de edad. «Éste no eres tú, Amir—decía una parte de mí—. Eres un cobarde. Así te hicieron. Y eso no es tan malo, porque, al fin y al cabo, lo cierto es que nunca te has engañado a ese respecto. Ser cobarde no tiene nada de malo mientras vaya acompañado de la prudencia. Pero cuando el cobarde deja de recordar quién es..., que Dios lo ayude.»

Junto al sofá había una mesita de centro. Tenía la base en forma de X y unas bolas de acero del tamaño de una nuez adornaban el anillo donde se cruzaban las patas metálicas. Yo había visto antes una mesa igual que ésa. ¿Dónde? Y entonces me acordé: en la casa de té de Peshawar, la noche que salí a dar una vuelta. Sobre la mesa, un bol con racimos de uvas negras. Arranqué una y me la metí en la boca. Tenía que distraerme con algo, cualquier cosa, para silenciar la voz de mi cabeza. La uva era dulce. Comí otra sin saber que sería el último alimento sólido que comería en mucho tiempo.

Se abrió la puerta y aparecieron de nuevo los dos hombres armados y, entre ellos, el talibán alto vestido de blanco, todavía con las gafas oscuras de John Lennon. Tenía el aspecto de un fornido gurú místico del movimiento New Age.

Tomó asiento delante de mí y descansó las manos en los reposabrazos. Permaneció en silencio durante un buen rato, mirándome, tamborileando con una mano en la tapicería, y con la otra pasando las cuentas de un rosario azul turquesa. Llevaba una camisa blanca y un chaleco negro del que colgaba un reloj de oro. Observé que en la manga izquierda tenía una mancha de sangre seca. Encontré malsanamente fascinante que no se hubiese cambiado de ropa después de las ejecuciones realizadas a primera hora de aquel mismo día.

De cuando en cuando, dejaba flotar la mano libre y golpeaba algo en el aire con sus gruesos dedos. Realizaba movimientos lentos, de arriba abajo, de izquierda a derecha, como si estuviese acariciando una mascota invisible. Una de las mangas se le bajó y observé que tenía unas marcas en el antebrazo... Las mismas que había visto en algunos vagabundos que vivían en los mugrientos callejones de San Francisco.

Su piel tenía un tono mucho más pálido que la de los otros dos hombres, era casi cetrina, y en su frente, justo en el filo del turbante negro, brillaban diminutas gotas de sudor. La barba, que le llegaba hasta el pecho, como a los demás, era también de un color más claro, como de un rubio sucio.


Salaam alaykum
—dijo.


Salaam
.

—Ya puedes deshacerte de ella —me ordenó.

—¿Perdón?

Volvió la mano hacia uno de los hombres armados e hizo un gesto. «Rrrriiip.» De repente noté que me ardían las mejillas; el guardia tenía mi barba en las manos y la lanzaba arriba y abajo, riendo. El talibán sonrió.

—Es una de las mejores que he visto últimamente. Pero creo que es mejor así, ¿no te parece? —Giró la mano, chasqueó los dedos y abrió y cerró el puño—. Y bien, ¿te ha gustado el espectáculo de hoy?

—¿Qué se supone que era eso? —le pregunté frotándome las mejillas, con la esperanza de que mi voz no traicionase la explosión de terror que sentía en mi interior.

—La justicia pública es el mayor espectáculo que existe, hermano mío. Drama. Suspense. Y lo mejor de todo, educación en masa. —Chasqueó los dedos. El más joven de los dos guardias le encendió un cigarrillo. El talibán soltó una carcajada. Murmuró para sus adentros. Le temblaban las manos y a punto estuvo de tirar el cigarrillo—. Pero si querías espectáculo de verdad, deberías haber estado conmigo en Mazar. Eso fue en agosto de mil novecientos noventa y ocho.

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