Read Cometas en el cielo Online
Authors: Khaled Hosseini
—Apenas has mirado la foto, amigo —terció Farid—. ¿Por qué no la miras con más atención?
—
Loftan
... —añadí—. Por favor.
El hombre de la puerta cogió la fotografía, la examinó y la devolvió.
—
Nay
, lo siento. Conozco a todos los niños de esta institución y ése no me suena. Ahora, si me lo permitís, tengo trabajo.
Cerró la puerta y echó la llave, pero yo la aporreé con los nudillos.
—
Agha! Agha
, por favor, abra la puerta. No queremos hacerle ningún daño al niño.
—Ya os lo he dicho. No está aquí. —Su voz salía del otro lado de la puerta—. Ahora, por favor, idos.
Farid se acercó a la puerta y apoyó en ella la frente.
—Amigo, no estamos con los talibanes —dijo en voz baja y con cautela—. El hombre que me acompaña quiere llevarse a ese niño a un lugar seguro.
—Vengo de Peshawar —le expliqué—. Un buen amigo mío conoce a una pareja de americanos que dirigen allí una casa de beneficencia para niños. —Notaba la presencia del hombre al otro lado de la puerta. Lo sentía allí, escuchando, dudando, atrapado entre la sospecha y la esperanza—. Mire, yo conocía al padre de Sohrab —añadí—. Se llamaba Hassan. El nombre de su madre era Farzana. Llamaba Sasa a su abuela. Sabe leer y escribir. Y es bueno con el tirachinas. La esperanza existe para ese niño,
agha
, una salida. Abra la puerta, por favor. —Desde el otro lado, sólo silencio—. Soy medio tío suyo —concluí.
Pasó un momento. Luego se escuchó el sonido de una llave en la cerradura y reapareció en la rendija de la puerta la cara fina del hombre. Me miró a mí, después a Farid y otra vez a mí.
—Te has equivocado en una cosa.
—¿En qué?
—Con el tirachinas es magnífico.
Sonreí.
—Es inseparable de ese artilugio. Lo lleva en la cintura del pantalón adondequiera que vaya.
• • •
El hombre que nos dejó pasar se presentó como Zaman, director del orfanato.
—Seguidme a mi despacho —nos ordenó.
Lo seguimos a través de pasillos oscuros y mugrientos por los que paseaban sin prisa niños descalzos vestidos con jerséis raídos. Cruzamos habitaciones que tenían las ventanas tapadas con plásticos y el suelo simplemente recubierto de alfombras deshilachadas. Esas salas estaban llenas de esqueléticas estructuras metálicas que servían de cama, la mayoría de ellas sin colchón.
—¿Cuántos huérfanos viven aquí? —preguntó Farid.
—Más de los que podemos albergar. Cerca de doscientos cincuenta —respondió Zaman mirando por encima del hombro—. Pero no todos son
yateem
. La mayoría han perdido a sus padres en la guerra y sus madres no pueden alimentarlos porque los talibanes no les permiten trabajar. Por eso nos traen aquí a sus hijos. —Hizo con la mano un gesto dramático y añadió con tristeza—: Este lugar es mejor que la calle, aunque no tanto. Este edificio no fue concebido para albergar a gente en él... Era el almacén de un fabricante de alfombras. Así que no hay calentador de agua y han dejado que el pozo se seque. —Bajó el volumen de la voz—. He pedido a los talibanes, más veces de las que soy capaz de recordar, dinero para excavar un nuevo pozo, pero se limitan a seguir jugando con su rosario y a decirme que no hay dinero. No hay dinero. —Rió con disimulo—. Con toda la heroína que tienen y dicen que no pueden pagar un pozo.
Señaló una hilera de camas situada junto a la pared.
—No tenemos camas suficientes, ni colchones. Y lo que es peor, no disponemos de mantas suficientes. —Nos mostró a una niña que saltaba a la cuerda con otras dos—. ¿Veis a esa niña? El invierno pasado los niños tuvieron que compartir mantas, y su hermano murió de frío. —Siguió caminando—. La última vez que lo comprobé, nos quedaba en el almacén arroz para menos de un mes, y cuando se termine, los niños tendrán que comer pan y té en el desayuno y en la cena. —Me di cuenta de que no hizo ninguna mención a la comida del mediodía. Se detuvo y se volvió hacia mí—. Nos tienen abandonados, casi no hay comida, ni ropa, ni agua limpia. Lo que hay de sobra son niños que han perdido su infancia. Y lo trágico es que éstos son los afortunados. Estamos muy por encima de nuestra capacidad; todos los días tengo que decir que no a madres que me traen a sus hijos —Se acercó un paso hacia mí—. ¿Dices que hay esperanza para Sohrab? Rezo para que no me mientas,
agha
. Pero... tal vez sea demasiado tarde.
—¿A qué te refieres?
Zaman apartó la vista.
—Seguidme.
Lo que pasaba por despacho del director consistía en cuatro paredes desnudas y agrietadas, una esterilla en el suelo, una mesa y dos sillas plegables. Cuando Zaman y yo tomamos asiento, vi una rata gris que asomaba la cabeza por una madriguera excavada en la pared y atravesaba corriendo la estancia. Me encogí cuando me olió los zapatos, y luego los de Zaman, para acabar escurriéndose por la puerta abierta.
—¿A qué te referías con demasiado tarde? —le pregunté.
—¿Queréis un poco de
chai
? Puedo prepararlo.
—Nay, gracias. Preferiría que hablásemos.
Zaman se recostó en su silla y cruzó los brazos sobre el pecho.
—Lo que tengo que contarte no es agradable. Sin mencionar que puede resultar muy peligroso.
—¿Para quién?
—Para ti. Para mí. Y, naturalmente, para Sohrab si no es ya demasiado tarde.
—Necesito saberlo —afirmé.
Zaman movió la cabeza.
—Como quieras. Pero primero quiero hacerte una pregunta: ¿hasta qué punto deseas encontrar a tu sobrino?
Pensé en las peleas callejeras en las que nos habíamos metido de pequeños, en las veces en que Hassan salía en mi defensa, dos contra uno, a veces tres contra uno. Yo retrocedía y me quedaba observando; sentía tentaciones de entrar en la pelea, pero siempre me detenía antes de hacerlo, siempre me contenía por alguna razón.
Miré hacia el pasillo y vi a un grupo de niños que bailaban en círculo. Una niña pequeña, con la pierna izquierda amputada por debajo de la rodilla, permanecía sentada en un colchón infestado de ratas y observaba, sonriendo y aplaudiendo junto con los demás niños. Vi que Farid miraba también, con su mano igualmente amputada colgando a un lado. Me acordé de los hijos de Wahid y... entonces comprendí una cosa: que no abandonaría Afganistán sin encontrar a Sohrab.
—Dime dónde está —le exigí.
La mirada de Zaman cayó sobre mí. Entonces asintió con la cabeza, cogió un lápiz y lo volteó entre los dedos.
—Mantén mi nombre al margen de todo esto.
—Lo prometo.
Dio golpecitos a la mesa con el lápiz.
—A pesar de tu promesa, creo que lo lamentaré, pero quizá esté bien así. Yo ya estoy maldito de todas formas. Pero si puedes hacer algo por Sohrab... Te lo diré porque creo en ti. Tienes la mirada de un hombre desesperado. —Permaneció un buen rato en silencio—. Hay un oficial talibán —murmuró—que nos visita cada mes o cada dos. Trae dinero, no mucho, pero es mejor que nada. —Su mirada nerviosa cayó sobre mí y luego me rehuyó—. Normalmente se lleva a una niña. Pero no siempre.
—¿Y tú lo permites? —intervino Farid a mi espalda. Estaba dando la vuelta a la mesa, acercándose a Zaman.
—¿Qué otra alternativa tengo? —respondió éste apartándose de la mesa.
—Eres el director —dijo Farid—. Tu trabajo consiste en cuidar de estos niños.
—No puedo hacer nada para detenerlo.
—¡Estás vendiendo niños! —rugió Farid.
—¡Farid, siéntate! ¡Suéltalo! —exclamé.
Pero era demasiado tarde. Porque Farid saltó encima de la mesa de repente. La silla de Zaman salió volando en cuanto Farid cayó sobre él y lo tiró al suelo. El director se revolvía debajo de Farid y profería gritos sofocados. Con las piernas empezó a patalear sobre un cajón abierto de la mesa y cayeron en el suelo hojas de papel.
Di la vuelta a la mesa corriendo y comprendí por qué los gritos de Zaman sonaban de aquella manera: Farid estaba estrangulándolo. Agarré a Farid por los hombros con ambas manos y tiré con fuerza, pero me apartó de un empujón.
—¡Ya es suficiente! —vociferé. Pero Farid tenía la cara encendida, los labios apretados, gruñía.
—¡Voy a matarlo! ¡No puedes detenerme! ¡Voy a matarlo! —decía con desprecio.
—¡Apártate de él!
—¡Voy a matarlo! —Algo en el tono de su voz me decía que si yo no hacía algo rápidamente estaba a punto de presenciar por vez primera un asesinato.
—Los niños están mirando, Farid. Están mirando —dije. Noté los músculos de su espalda tensos bajo la presión de mi mano, y por un instante pensé que no dejaría de apretar el cuello de Zaman. Entonces se volvió y vio a los niños. Estaban en silencio junto a la puerta, cogidos de las manos; algunos lloraban. Noté cierta relajación en los músculos de Farid. Soltó las manos y se puso en pie. Miró a Zaman y le escupió en la cara. Se dirigió hacia la puerta y la cerró.
Zaman se enderezó, se limpió los labios ensangrentados con la manga y se secó la saliva que tenía en la mejilla. Tosiendo y jadeando, se encasquetó el gorro, se puso las gafas, vio que tenía los dos cristales rotos y se las quitó. Hundió la cara entre las manos. Nadie dijo nada durante mucho rato.
—Se llevó a Sohrab hace un mes —murmuró finalmente Zaman, sin retirar todavía las manos de la cara.
—¿Y tú te consideras director? —dijo Farid.
Zaman bajó las manos.
—Llevan seis meses sin pagarme. Estoy sin nada porque he gastado todos los ahorros de mi vida en este orfanato. He vendido todo lo que tenía y todo lo que heredé para sacar adelante este lugar dejado de la mano de Dios. ¿Crees que no tengo familia en Pakistán y en Irán? Podría haber huido como todo el mundo. Pero no lo hice. Me quedé. Me quedé por ellos. —Señaló hacia la puerta—. Si le niego un niño, se lleva diez. De modo que le permito que se lleve uno y que Alá nos juzgue. Me trago mi orgullo y me quedo con su maldito y asqueroso... dinero sucio. Luego voy al bazar y compro comida para los niños.
Farid bajó la vista.
—¿Qué les sucede a los niños que se lleva? —le pregunté.
Zaman se frotó los ojos con dos dedos.
—A veces regresan.
—¿Quién es él? ¿Cómo podemos encontrarlo? —inquirí.
—Id mañana al estadio Ghazi. Lo veréis durante el intermedio. Es el único que lleva gafas de sol negras. —Cogió sus gafas rotas y las giró—. Ahora quiero que os marchéis. Los niños están asustados.
Nos acompañó hasta la salida.
Cuando arrancamos el todoterreno, vi a Zaman por el retrovisor, de pie junto al umbral de la puerta. Lo rodeaba un grupo de niños que se agarraban al dobladillo de su camisola. Vi que se había puesto las gafas rotas.
Cruzamos el río y nos dirigimos hacia el norte a través de la transitada plaza de Pastunistán. Baba solía llevarme allí al restaurante Khyber a comer
kabob
. El edificio seguía en pie, pero las puertas estaban cerradas con candado, las ventanas destrozadas y en el cartel faltaban las letras «K» y «R».
Había un cadáver delante del restaurante. Lo habían ahorcado. Era un hombre joven. Estaba colgado del extremo de una viga, tenía la cara hinchada y azul y las prendas que había vestido el último día de su vida estaban hechas jirones y ensangrentadas. Parecía que nadie advertía su presencia.
Atravesamos la plaza sin cruzar palabra y nos encaminamos hacia el barrio de Wazir Akbar Kan. Por dondequiera que mirase veía una nube de polvo cubriendo la ciudad. Varias manzanas al norte de la plaza de Pastunistán, Farid señaló a dos hombres que charlaban animadamente en una concurrida esquina. Uno de ellos cojeaba de una pierna. La otra estaba amputada por debajo de la rodilla. En las manos sujetaba una pierna ortopédica.
—¿Sabes qué están haciendo? Regatear el precio de la pierna.
—¿Está vendiéndole su pierna?
Farid hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—En el mercado negro puede obtenerse un buen dinero por ella. El suficiente para alimentar a los hijos durante dos semanas.
• • •
Me sorprendió que la mayoría de las casas del barrio de Wazir Akbar Kan siguieran conservando los tejados y las paredes en pie. De hecho, estaban en bastante buen estado. Por encima de los muros seguían asomando árboles y las calles no estaban ni mucho menos tan llenas de cascotes como las de Karteh-Seh. Señales de tráfico medio borradas, algunas torcidas y acribilladas por las balas, seguían indicando las direcciones.
—Esto no está tan mal —comenté.
—No es de sorprender. La gente importante vive ahora aquí.
—¿Los talibanes?
—También ellos —dijo Farid.
—¿Quién más?
Entramos en una calle ancha con las aceras bastante limpias y flanqueada a ambos lados por casas rodeadas de muros.
—Los que están detrás de los talibanes. Los auténticos cerebros de este gobierno, si quieres llamarlo así: árabes, chechenos, pakistaníes —añadió Farid, que luego señaló hacia el noroeste—. En esa dirección está la calle Quince. Se llama Sa-rak-e-Mehmana. Calle de los Invitados. Así es como los llaman, invitados. Creo que algún día estos invitados se les mearán en la alfombra.
—¡Creo que ya lo tengo! ¡Allí! —exclamé, indicando el punto que solía servirme de referencia cuando era pequeño.
«Si algún día te pierdes —me decía Baba— recuerda que nuestra calle es la que tiene una casa de color rosa al final.» En los viejos tiempos, la casa de color rosa con tejado inclinado era la única casa de ese color en todo el vecindario. Y seguía siéndolo.
Farid entró por esa calle. Enseguida vi la casa de Baba.
Encontramos la tortuguita entre los escaramujos del jardín. No sabemos cómo ha llegado hasta aquí, pero nos entusiasma la idea de cuidar de ella. Le pintamos el caparazón de color rojo, idea de Hassan, una idea estupenda: de esa manera, nunca la perderemos entre los matorrales. Nos imaginamos que somos un par de exploradores intrépidos que han descubierto un monstruo gigante prehistórico en alguna selva lejana y lo han sacado a la luz para que el mundo lo vea. La colocamos en el carro de madera que Alí le construyó a Hassan el invierno pasado para su cumpleaños y nos imaginamos que es una jaula de acero gigantesca. ¡Contemplen esta monstruosidad que despide fuego por la boca! Desfilamos por la hierba tirando del carro, rodeamos los manzanos y los cerezos, que se convierten en rascacielos que se alzan hacia las nubes. Miles de cabezas se asoman por las ventanas para contemplar el espectáculo que se produce en la calle. Atravesamos el pequeño puente semicircular que Baba ha construido cerca de un grupo de higueras: el puente se convierte en un gran puente colgante que une ciudades; y el pequeño estanque que hay debajo de él se transforma en un mar encrespado. Sobre los robustos pilotes del puente estallan fuegos artificiales y soldados armados que parecen cables de acero extendidos hacia el cielo nos saludan desde ambos lados. La tortuguita da vueltas como una pelota en la carretilla, la arrastramos por el puente semicircular de ladrillo rojo y seguimos camino hasta las verjas de hierro forjado, devolviendo los saludos de los líderes mundiales, que se ponen en pie y aplauden. Somos Hassan y Amir, aventureros famosos y los mayores exploradores del mundo, y estamos a punto de recibir una medalla de honor por nuestra valiente hazaña...