Cometas en el cielo (35 page)

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Authors: Khaled Hosseini

—¿Cómo?

—¿Sabes? Les soltamos a los perros.

Vi adonde quería llegar.

Se puso en pie, dio una vuelta al sofá, dos. Volvió a sentarse. Hablaba a toda velocidad.

—Íbamos puerta por puerta y hacíamos salir a los hombres y a los niños.

Les pegábamos un tiro allí mismo, delante de sus familias. Para que lo viesen. Que recordasen quiénes eran, a qué lugar pertenecían. —Jadeaba casi—. A veces rompíamos las puertas y entrábamos en las casas. Y... yo... yo descargaba el cargador entero de la ametralladora y disparaba y disparaba hasta que el humo me cegaba. —Se inclinó hacia mí, como quien está a punto de compartir un gran secreto—. Nadie puede conocer el significado de la palabra «liberación» hasta que se libera, hasta que se planta en una habitación llena de blancos y deja volar las balas, libre de sentimiento de culpa y de remordimiento, consciente de ser virtuoso, bueno y decente. Consciente de estar haciendo el trabajo de Dios. Resulta imponente. —Besó las cuentas del rosario y ladeó la cabeza—. ¿Lo recuerdas, Javid?

—Sí,
agha Sahib
—respondió el más joven de los guardias—. ¿Cómo podría olvidarlo?

Había leído en los periódicos acerca de la masacre de hazaras que tuvo lugar en Mazar-i-Sharif. Se había producido inmediatamente después de que los talibanes ocuparan Mazar, una de las últimas ciudades en caer. Me acordé de cuando Soraya me pasó el artículo mientras desayunábamos. Tenía la cara blanca como el papel.

—Puerta por puerta. Sólo descansábamos para comer y rezar —dijo el talibán. Lo contaba con fervor, como quien describe una fiesta a la que ha asistido—. Dejábamos los cuerpos en las calles, y si sus familias trataban de salir a hurtadillas para arrastrarlos a sus casas, les disparábamos también. Los dejamos en las calles durante días. Los dejamos para los perros. Comida de perros para perros. —Sacudió el cigarrillo. Se restregó los ojos con las manos temblorosas—. ¿Vienes de América?

—Sí.

—¿Cómo está esa puta últimamente?

Sentí de pronto una necesidad tremenda de orinar. Recé para que se me pasara.

—Estoy buscando a un niño.

—¿No es eso lo que hace todo el mundo? —dijo. Los hombres de los Kalashnikovs se echaron a reír. Tenían los dientes manchados de verde de mascar tabaco.

—Tengo entendido que está aquí, contigo —añadí—. Se llama Sohrab.

—Voy a preguntarte una cosa. ¿Qué estás haciendo con esa puta? ¿Por qué no estás aquí, con tus hermanos musulmanes, sirviendo a tu país?

—Llevo mucho tiempo fuera —fue lo único que se me ocurrió responder.

Me ardía la cabeza. Junté las rodillas con fuerza para retener mejor la vejiga. El talibán se volvió hacia los dos hombres que seguían en pie junto a la puerta.

—¿Es ésa una respuesta? —les preguntó.


Nay, agha Sahib
—contestaron al unísono sonriendo.

Luego me miró a mí y se encogió de hombros.

—No es una respuesta, dicen. —Dio una calada al cigarrillo—. Entre mi gente hay quien piensa que abandonar el
watan
cuando más nos necesita equivale a una traición. Podría hacerte arrestar por traición, incluso matarte. ¿Te asusta eso?

—Sólo estoy aquí por el niño.

—¿Te asusta eso?

—Sí.

—Debería —dijo. Se recostó en el sofá y sacudió el cigarrillo.

Pensé en Soraya. Eso me calmó. Pensé en su marca de nacimiento en forma de hoz, en la elegante curva de su cuello, en sus ojos luminosos. Pensé en nuestra boda, cuando contemplamos nuestro reflejo en el espejo bajo el velo verde, y en cómo se sonrojaron sus mejillas cuando le susurré que la quería. Me acordé de cuando los dos bailamos una vieja canción afgana, dando vueltas y más vueltas, mientras los demás nos miraban y aplaudían. El mundo no era más que un contorno borroso de flores, vestidos, esmóquins y caras sonrientes.

El talibán estaba diciendo algo.

—¿Perdón?

—He dicho que si te gustaría verlo. ¿Te gustaría ver a mi niño? —Hizo una mueca con el labio superior cuando pronunció esas últimas dos palabras.

—Sí.

Uno de los guardias abandonó la habitación. Oí el ruido de una puerta que se abría y al guardia, que decía algo en pastún, con voz ronca. Luego, pisadas y un tintineo de campanas a cada paso. Me recordaba el sonido del hombre mono al que Hassan y yo perseguíamos en Shar-e-Nau. Le dábamos una rupia de nuestra paga para que bailase. La campanilla que el mono llevaba atada al cuello emitía el mismo sonido.

Entonces se abrió la puerta y entró el guardia con un equipo de música al hombro. Lo seguía un niño vestido con un
pirhan-tumban
suelto de color azul zafiro.

El parecido era asombroso. Desorientador. La fotografía de Rahim Kan no le hacía justicia.

El niño tenía la cara de luna de su padre, la protuberancia puntiaguda de su barbilla, sus orejas torcidas en forma de concha y el mismo tipo delgado. Era la cara de muñeca china de mi infancia, la cara que miraba con ojos miopes las cartas dispuestas en abanico aquellos días de invierno, la cara detrás de la mosquitera cuando en verano dormíamos en el tejado de la casa de mi padre. Llevaba la cabeza rapada, los ojos oscurecidos con rímel y las mejillas sonrosadas con un rojo artificial. Cuando se detuvo en medio de la habitación, las campanillas que llevaba atadas en los tobillos dejaron de sonar.

Sus ojos se clavaron en mí y se quedaron allí un instante. Luego apartó la vista hacia sus pies desnudos.

Uno de los guardias pulsó un botón y la estancia quedó invadida por el sonido de la música pastún. Tabla, armonio, el quejido de una
dil-roba
... Supuse que la música no era pecado, siempre y cuando sonara sólo para los oídos de los talibanes. Los tres hombres empezaron a batir palmas.


Wah wah
!
Mashallah
!—gritaron.

Sohrab levantó los brazos y se giró lentamente. Se puso de puntillas, dio una graciosa vuelta, se agachó, se enderezó y dio una nueva vuelta. Giraba las manitas hacia dentro, chasqueaba los dedos y movía la cabeza de un lado a otro como un péndulo. Golpeaba el suelo de manera que las campanillas sonaran en perfecta armonía con el ritmo de la
tabla
. Todo el tiempo con los ojos cerrados.


Marshallah
! —gritaban todos—.
Shahbas
! ¡Bravo!

Los dos guardias silbaban y reían. El talibán de blanco movía la cabeza hacia delante y hacia atrás al son de la música y tenía la boca entreabierta esbozando una impúdica sonrisa.

Sohrab bailaba dando vueltas en círculo, con los ojos cerrados; bailó hasta que la música dejó de sonar. Coincidiendo con la última nota de la canción, dio un fuerte pisotón en el suelo y las campanillas tintinearon por última vez. Se quedó inmóvil en mitad de un giro.


Bia
,
bia
, mi niño —dijo el talibán, indicándole a Sohrab que se le acercara. Shorab se dirigió hacia él, bajó la cabeza y se colocó entre sus piernas. El talibán lo abrazó—. ¡Qué talento tiene,
nay
, mi niño hazara!

Deslizó las manos por la espalda del niño, y luego de nuevo hacia arriba hasta dejarlas en las axilas. Uno de los guardias le dio un codazo al otro y se rió disimuladamente. El talibán les dijo que nos dejasen solos.

—Sí,
agha Sahib
—replicaron; luego asintieron a un tiempo y salieron.

El talibán giró al niño hasta ponerlo frente a mí. Entrelazó las manos por encima del estómago de Sohrab y apoyó la barbilla en el hombro del niño. Sohrab tenía los ojos clavados en los pies, aunque seguía lanzándome tímidas miradas furtivas. La mano del hombre se deslizaba arriba y abajo del estómago del chiquillo. Arriba y abajo, lenta, delicadamente.

—Muchas veces me lo he preguntado —dijo el talibán, que me observaba por encima del hombro de Sohrab—. ¿Qué acabaría siendo del viejo Babalu?

La pregunta fue como un martillazo entre los ojos. Noté que el color desaparecía de mi semblante. Las piernas se me quedaron frías. Entumecidas.

Soltó una carcajada.

—¿Qué creías? ¿Qué no te reconocería con esa barba falsa? Hay algo que estoy seguro de que no sabías de mí: jamás olvido una cara. Jamás. —Acarició con los labios la oreja de Sohrab—. Me dijeron que tu padre había muerto.
Tsk-tsk
. Siempre quise cargármelo. Parece que tendré que conformarme con el cobarde de su hijo.

Entonces se despojó de las gafas de sol y clavó sus ojos azules, inyectados en sangre, en los míos.

Intenté respirar, pero no podía. Intenté pestañear, pero no podía. La situación era surrealista (surrealista no, absurda). Me quedé paralizado, yo y el mundo que me rodeaba. Me ardía la cara. Ahí estaba de nuevo mi pasado; mi pasado era así, siempre volvía a aparecer. Su nombre surgía desde lo más profundo de mi ser, pero no quería pronunciarlo por temor a que se materializara. Sin embargo, ya estaba ahí, en carne y hueso, sentado a menos de tres metros de mí, después de tantos años. Su nombre se escapó de entre mis labios:

—Assef.

—Amir
jan
.

—¿Qué haces aquí? —dije, consciente de lo tremendamente estúpida que era la pregunta, pero incapaz de pensar en otra cosa.

—¿Yo? —Assef arqueó una ceja—. Yo me encuentro en mi elemento. La pregunta es más bien qué haces tú aquí.

—Ya te lo he explicado —repliqué. Me temblaba la voz. Deseaba que no lo hiciera, deseaba que la carne no se me pegara a los huesos.

—¿Has venido a por el niño?

—Sí.

—¿Por qué?

—Te pagaré por él. Puedo hacer que me envíen una transferencia.

—¿Dinero? —dijo Assef, y rió disimuladamente—. ¿Has oído hablar de Rockingham? Está al oeste de Australia, es un pedazo de cielo. Deberías verlo, kilómetros y kilómetros de playa. Aguas turquesas, cielos azules. Mis padres viven allí, en una mansión en primera línea de mar. Detrás de la casa hay un campo de golf y un pequeño lago. Mi padre juega todos los días al golf. Mi madre, sin embargo, prefiere el tenis... Mi padre dice que tiene un revés endiablado. Son propietarios de un restaurante afgano y de dos joyerías; ambos negocios funcionan de maravilla. —Arrancó una uva negra y la depositó amorosamente en la boca de Sohrab—. Así que, si necesitase dinero, les pediría a ellos que me hicieran la transferencia. —Besó a Sohrab en un lado del cuello. El niño se estremeció levemente y cerró de nuevo los ojos—. Además, no luché por el dinero de los
shorawi.
Tampoco fue por dinero por lo que me uní a los talibanes. ¿Quieres saber por qué me uní a ellos?

Notaba los labios secos. Me los lamí y descubrí que también se me había secado la lengua.

—¿Tienes sed? —me preguntó Assef con una sonrisa afectada.

—No.

—Creo que tienes sed.

—Estoy bien —insistí.

Lo cierto era que, de repente, hacía muchísimo calor en la habitación y el sudor me reventaba los poros y me escocía en la piel. ¿Estaba sucediendo aquello en realidad? ¿Era verdad que estaba sentado delante de Assef?

—Como gustes. ¿Por dónde iba? Ah, sí, por qué me uní a los talibanes... Bueno, como recordarás, yo no era una persona muy religiosa. Pero un día tuve una revelación, en la cárcel. ¿No te interesa? —No dije nada—. Te lo explicaré. Después de que Babrak Karmal subiera al poder en mil novecientos ochenta pasé algún tiempo en la cárcel, en Poleh-Charkhi. Una noche, un grupo de soldados parchamis irrumpieron en nuestra casa y nos ordenaron a punta de pistola a mi padre y a mí que los siguiéramos. Los bastardos no nos dieron ningún tipo de explicación y se negaron a responder a las preguntas de mi madre. No porque fuera un misterio, sino porque los comunistas no tenían ningún tipo de clase. Procedían de familias pobres, sin apellido. Los mismos perros que no estaban capacitados ni para pasarme la lengua por los zapatos antes de que llegasen los
shorawi
me venían ahora con órdenes a punta de pistola, con la bandera parchami en la solapa, predicando la caída de la burguesía y actuando como si fuesen ellos los que tenían clase. Sucedía lo mismo por todos lados: acorralar a los ricos, meterlos en la cárcel, dar ejemplo a los camaradas...

»Nos metieron apelotonados en grupos de seis en unas celdas diminutas, del tamaño de una nevera. Todas las noches el comandante, una cosa medio hazara medio uzbeka, que olía como un burro podrido, hacía salir de la celda a uno de los prisioneros y lo golpeaba hasta que su cara rechoncha empezaba a sudar. Luego encendía un cigarrillo, crujía los nudillos y se largaba. A la noche siguiente, elegía a otro. Una noche me tocó a mí. No podía haber sido en un momento peor. Llevaba tres días orinando sangre porque tenía piedras en los riñones. Si no las has tenido nunca, créeme si te digo que es el dolor más terrible que puedas imaginar. Recuerdo que mi madre, que también había pasado por la experiencia, me había dicho en cierta ocasión que prefería pasar un parto que expulsar una piedra del riñón. Pero no importa, porque ¿qué podía hacer yo? Me sacaron a rastras y empezó a darme patadas con las botas que todas las noches se ponía para la ocasión. Eran altas, hasta la rodilla, y tenían la puntera y el tacón de acero. Yo gritaba y gritaba y él seguía pateándome, y entonces, de pronto, me dio una patada en el riñón izquierdo y expulsé la piedra. ¡Como te lo cuento! ¡Qué alivio! —Assef rió—. Yo grité: "Allah-u-Akbar" y él me dio aún con más fuerza mientras yo me reía. Se volvió loco y me dio más fuerte, y cuanto más fuerte me daba, más fuerte me reía yo. Me devolvieron a la celda sin que hubiese parado de reír. Seguí riendo y riendo porque de pronto supe que aquello había sido un mensaje de Dios: Él estaba de mi lado. Por algún motivo quería que yo siguiese con vida.

»¿Sabes?, varios años después me tropecé con aquel comandante en el campo de batalla. Resulta divertido comprender cómo funcionan las cosas de Dios. Me lo encontré en una trinchera en las afueras de Meymanah, desangrándose por un pedazo de metralla que le había estallado en el pecho. Llevaba las mismas botas. Le pregunté si se acordaba de mí. Él me respondió que no, y le dije lo mismo que acabo de decirte a ti, que yo jamás olvido una cara. Entonces, sin más, le disparé en las pelotas. Desde entonces tengo una misión.

—¿Qué misión es ésa? —me oí decir—. ¿Apedrear a adúlteros? ¿Violar a niños? ¿Apalizar a mujeres por llevar tacones? ¿Masacrar a los hazaras? Y todo ello en nombre del Islam...

Las palabras surgieron en una avalancha repentina e inesperada antes de que pudiera tirar de ellas y recuperarlas. Deseaba poder tragármelas, pero ya estaban fuera. Había traspasado una línea, y cualquier esperanza que hubiera podido albergar de salir con vida de allí acababa de desvanecerse.

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