Cometas en el cielo (38 page)

Read Cometas en el cielo Online

Authors: Khaled Hosseini

Soy incapaz de describirte la profundidad y la oscuridad del dolor que me invadió cuando me enteré de su fallecimiento. Lo quería porque era mi amigo, pero también porque era un buen hombre, tal vez incluso un gran hombre. Y eso es lo que quiero que entiendas, que el remordimiento de tu padre corroboró esa bondad, esa bondad de verdad. A veces pienso que todo lo que hizo, dar de comer a los pobres de la calle, construir el orfanato, dejar dinero a los amigos necesitados..., era su forma de redimirse. Y en eso, creo, consiste la auténtica redención, Amir
jan
: en el sentimiento de culpa que desemboca en la bondad.

Sé que al final Dios perdonará. Perdonará a tu padre, a mí, y a ti también. Espero que puedas hacer tú lo mismo. Perdonar a tu padre. Perdonarme a mí. Y lo más importante, perdonarte a ti mismo.

Te he dejado algún dinero; de hecho, prácticamente todo lo que tengo. Supongo que cuando regreses aquí tendrás que afrontar algunos gastos; ese dinero debería ser suficiente para cubrirlos. El dinero se encuentra en una caja de seguridad de un banco de Peshawar. Farid sabe cuál. Ésta es la llave.

En cuanto a mí, es hora de marcharme. Me queda poco tiempo y deseo pasarlo solo. No me busques, por favor. Es lo último que te pido.

Te dejo en manos de Dios.

Tu amigo para siempre,

Rahim

Me restregué los ojos con la manga del camisón del hospital. Doblé la carta y la guardé debajo del colchón.

«Amir, la mitad socialmente legítima, la mitad que representaba las riquezas que había heredado y los privilegios que las acompañaban, como, por ejemplo, que sus pecados quedaran impunes.» Me preguntaba si tal vez habría sido ése el motivo por el que Baba y yo nos habíamos llevado mucho mejor en Estados Unidos. Vender chatarra a cambio de dinero para nuestros pequeños gastos domésticos y para pagar nuestro mugriento piso... La versión norteamericana de una cabaña; tal vez en América, cuando Baba me miraba, veía en mí un poquito de Hassan.

«Tu padre, igual que tú, era un alma torturada», había escrito Rahim Kan. Tal vez sí. Ambos habíamos pecado y traicionado. Pero Baba había descubierto una manera de generar bien a partir de su remordimiento. Sin embargo, ¿qué había hecho yo, excepto descargar mi culpa sobre la persona a la que había traicionado y luego intentar olvidarlo todo? ¿Qué había hecho yo, excepto convertirme en un insomne?

¿Qué había hecho yo para arreglar la situación?

Cuando entró la enfermera, jeringa en mano (no Aisha, sino una mujer pelirroja cuyo nombre no recuerdo), y me preguntó si necesitaba una inyección de morfina, le dije que sí.

Me retiraron el tubo del pecho a primera hora de la mañana siguiente y Armand autorizó al personal para que me permitieran beber un poco de zumo de manzana. Cuando Aisha dejó el vaso de zumo en la mesita que había junto a la cama, le pedí que me dejara un espejo. Se subió las bifocales a la frente y descorrió la cortina para que la luz del sol matinal inundara la habitación.

—Recuerda una cosa —dijo, hablándome por encima del hombro—. El aspecto mejorará en pocos días. Mi yerno sufrió un accidente de ciclomotor el año pasado. Arrastró por el asfalto su preciosa cara y se le quedó morada como una berenjena. Ahora vuelve a estar perfecto, parece una estrella de Lollywood.

A pesar de sus palabras tranquilizadoras, mirarme al espejo y ver la cosa que pretendía ser mi cara me dejó durante un rato sin respiración. Parecía como si alguien hubiera colocado debajo de mi piel la boquilla de una bomba de aire y hubiese bombeado. Tenía los ojos hinchados y azules, pero lo peor de todo era la boca, un borrón grotesco de morado y rojo, cardenales y puntos de sutura. Intenté sonreír y una punzada de dolor me sacudió los labios. No volvería a hacerlo durante un tiempo. Tenía puntos en la mejilla izquierda, debajo de la barbilla y en la frente, justo debajo de las raíces del pelo.

El anciano de la pierna escayolada dijo algo en urdu. Lo miré encogiéndome de hombros y sacudí negativamente la cabeza. Señaló su cara, se dio unos golpecitos y me regaló una ancha sonrisa, una sonrisa desdentada.

—Muy bien —dijo en inglés—.
Inshallah
.

—Gracias —susurré.

Farid y Sohrab llegaron justo cuando dejé el espejo. Sohrab tomó asiento en su taburete y apoyó la cabeza en los barrotes de la cama.

—¿Sabes? Creo que cuanto antes te saquemos de aquí, mejor —dijo Farid.

—Dice el doctor Faruqi...

—No me refiero del hospital, sino de Peshawar.

—¿Por qué?

—No creo que puedas seguir estando seguro aquí durante mucho tiempo —respondió Farid. Luego bajó el tono de voz—. Los talibanes tienen amigos en esta ciudad. Empezarán a buscarte.

—Tal vez lo hayan hecho ya —murmuré, pensando en el hombre barbudo que había entrado en la habitación y se había quedado mirándome.

Farid se inclinó hacia mí.

—Tan pronto como puedas caminar te llevaré a Islamabad. Tampoco allí estarás completamente seguro, en Pakistán no hay ningún lugar que lo sea, pero estarás mejor que aquí. Al menos ganarás un poco de tiempo.

—Farid
jan
, esto tampoco puede ser seguro para ti. Tal vez no deberían verte conmigo. Tienes una familia de la que cuidar.

Farid me indicó con un gesto de la mano que no me preocupara.

—Mis hijos son pequeños, pero muy juiciosos. Saben cuidar de sus madres y de sus hermanas. —Sonrió—. Además, no he dicho en ningún momento que vaya a hacerlo gratis.

—Tampoco yo lo permitiría —dije. Me olvidé de que no podía sonreír y lo intenté. Cayó un hilillo de sangre por la barbilla—. ¿Puedo pedirte un favor más?

—Por ti lo haría mil veces más —respondió Farid.

Y tan sólo de oír pronunciar aquella frase, me eché a llorar. Busqué con dificultad una bocanada de aire. Las lágrimas rodaban por mis mejillas y me causaban escozor cuando llegaban a los labios, que estaban en carne viva.

—¿Qué sucede? —me preguntó Farid alarmado.

Me tapé la cara con una mano y levanté la otra. Sabía que la habitación entera me miraba. Después me sentí agotado, vacío.

—Lo siento —dije. Sohrab me observaba con el entrecejo fruncido. Cuando fui capaz de recuperar el habla, le expliqué a Farid lo que quería de él—. Rahim Kan me dijo que la pareja de americanos vivía aquí, en Peshawar.

—Será mejor que me anotes los nombres —dijo Farid contemplándome con cautela, como esperando que en cualquier momento fuera a atenazarme otra explosión de llanto. Garabateé los nombres en un pedazo de servilleta de papel.

—John y Betty Caldwell.

Farid se guardó el trozo de papel en el bolsillo.

—Los buscaré enseguida —dijo, y se volvió hacia Sohrab—. En cuanto a ti, te recogeré a última hora de la tarde. No canses mucho a Amir
agha
.

Pero Sohrab se había acercado a la ventana, donde media docena de palomas paseaban de un lado al otro del alféizar, picoteando la madera y algunas migas de pan duro.

En el cajón del medio de la mesilla había un número antiguo de la revista
National Geographic
, un lápiz con la punta mordisqueada, un peine al que le faltaban púas y lo que andaba buscando en aquel momento mientras el sudor me resbalaba por la cara debido al esfuerzo: una baraja de cartas. Ya las había contado en otro momento y, para mi sorpresa, la baraja estaba completa. Le pregunté a Sohrab si quería jugar. No esperaba que me respondiera, y mucho menos que jugase. Había permanecido en silencio desde que habíamos huido de Kabul. Sin embargo, se volvió desde la ventana y dijo:

—A lo único que sé jugar es al
panjpar
.

—Lo siento por ti, porque soy un gran maestro del
panjpar
, famoso en el mundo entero. —Tomó asiento en el taburete y le di cinco cartas—. Cuando tu padre y yo teníamos tu edad, jugábamos mucho a este juego. Sobre todo en invierno, cuando nevaba y no podíamos salir. Jugábamos hasta que se ponía el sol.

Jugó una carta y cogió otra del mazo. Yo le lanzaba miradas furtivas mientras él estudiaba sus cartas. Era como su padre en muchos aspectos: la manera de sostener el abanico de cartas con las dos manos, la forma de entornar los ojos para estudiarlas, el modo de mirar de vez en cuando directamente a los ojos...

Jugamos en silencio. Gané la primera partida, le dejé ganar la siguiente y perdí las demás sin trampa ni cartón.

—Eres tan bueno como tu padre, tal vez incluso mejor —comenté después de perder por última vez—. Yo le ganaba a veces, pero creo que me dejaba ganar. —Hice una pausa antes de decir—: A tu padre y a mí nos crió la misma mujer.

—Lo sé.

—¿Qué... qué te explicó sobre nosotros?

—Que fuiste el mejor amigo que tuvo en su vida —contestó.

Giré entre los dedos la jota de diamantes y la lancé al aire.

—No fui tan buen amigo —dije—. Pero me gustaría ser tu amigo. Creo que podría ser un buen amigo tuyo. ¿No crees que estaría bien? ¿Te gustaría?

Le puse la mano en el brazo, con cautela, pero él lo apartó, tiró las cartas y se levantó del taburete. Se dirigió de nuevo hacia la ventana. El sol se ponía en Peshawar y el cielo estaba inundado de franjas rojas y violetas. En la calle se oían bocinazos, el rebuzno de un asno, el silbato de un policía... Sohrab siguió con la frente apoyada en el cristal, rodeado de aquella luz carmesí, con los puños escondidos bajo las axilas.

Aisha dio instrucciones a un auxiliar para que aquella noche me ayudara a dar mis primeros pasos. Di una única vuelta a la habitación, sujetándome con una mano al portagoteros y con la otra al antebrazo del auxiliar. Tardé diez minutos en acostarme de nuevo, y transcurrido ese tiempo la herida abdominal me daba enormes punzadas y estaba empapado de sudor. Me quedé tendido en la cama, jadeante; los latidos del corazón me martilleaban en los oídos y pensé en lo mucho que echaba de menos a mi esposa.

Sohrab y yo pasamos prácticamente todo el día siguiente jugando al
panjpar
, en silencio, como siempre. Y el día siguiente. Apenas hablábamos, nos limitábamos a jugar, yo incorporado en la cama y él sentado en el taburete de tres patas. La rutina se interrumpía únicamente cuando yo daba mi paseo por la habitación o iba al baño, que estaba al final del pasillo. Aquella noche tuve un sueño. Soñé que Assef estaba en la puerta de mi habitación del hospital con la bola de acero todavía incrustada en la cuenca del ojo.

—Tú y yo somos iguales —decía—. Te criaste con él, pero eres mi gemelo. A primera hora del día siguiente le dije a Armand que me iba.

—Aún es pronto para el alta —protestó él. Aquel día no llevaba la bata, sino que iba vestido con un traje azul marino y corbata amarilla. Tenía el pelo engominado—. Sigues en tratamiento con antibióticos por vía intravenosa y...

—Debo irme —dije—. Aprecio lo que has hecho por mí, lo que habéis hecho todos vosotros. De verdad. Pero tengo que marcharme.

—¿Adónde vas? —me preguntó Armand.

—Preferiría no decirlo.

—Apenas puedes caminar.

—Puedo ir hasta el final del pasillo y volver. Me recuperaré pronto.

El plan era el siguiente: recoger el dinero de la caja de seguridad, pagar las facturas del hospital e ir al orfanato para dejar a Sohrab con John y Betty Caldwell. Luego viajaría hasta Islamabad y me concedería unos días para restablecerme un poco antes de volver a casa.

El plan era ése. Hasta que llegaron Farid y Sohrab a la mañana siguiente.

—Tus amigos, John y Betty Caldwell, no están en Peshawar —dijo Farid.

Me costó diez minutos conseguir meterme en mi
pirhan-tumban
. Cuando levantaba el brazo, me dolía el pecho en la zona donde me habían realizado la incisión para insertar el tubo de los pulmones, y el abdomen me daba punzadas cada vez que me agachaba. El simple esfuerzo de guardar mis escasas pertenencias en una bolsa de papel marrón me obligaba a respirar de forma entrecortada. Pero por fin conseguí tenerlo todo preparado, y cuando llegó Farid con las noticias, estaba esperándolo sentado en el borde de la cama. Sohrab se sentó a mi lado.

—¿Adónde han ido? —pregunté.

Farid sacudió la cabeza.

—¿No lo comprendes...?

—Rahim Kan dijo...

—He ido al consulado de Estados Unidos —me contó Farid cogiendo mi bolsa—. Nunca ha habido ningunos John y Betty Caldwell en Peshawar. Según la gente del consulado, no han existido nunca. Al menos aquí, en Peshawar.

A mi lado, Sohrab hojeaba el número viejo de
National Geographic
.

Sacamos el dinero del banco. El director, un hombre panzudo con manchas de sudor debajo de las axilas, me sonreía mientras me aseguraba que nadie del banco había tocado aquel dinero.

—Absolutamente nadie —dijo muy serio, moviendo el dedo índice de la misma manera que Armand.

Pasear en coche por Peshawar con aquella cantidad de dinero en una bolsa de papel fue una experiencia aterradora. Además, yo sospechaba que cualquier hombre barbudo que me miraba era un asesino talibán enviado por Assef. Y mis temores se veían agravados por dos circunstancias: en Peshawar hay muchos hombres barbudos y todo el mundo te mira.

—¿Qué hacemos con él? —me preguntó Farid mientras se dirigía lentamente hacia el coche después de haber pagado la factura del hospital. Sohrab estaba en el asiento trasero del Land Cruiser, observando el tráfico por la ventanilla bajada, con la barbilla apoyada en las manos.

—No puede quedarse en Peshawar —dije jadeando.


Nay
, Amir
agha
, no puede... —Farid había leído la pregunta en mis palabras—. Lo siento. Me gustaría...

—No pasa nada, Farid —Conseguí esbozar una sonrisa de agotamiento—. Tú tienes bocas que alimentar. —Había un perro junto al todoterreno. Estaba alzado sobre las patas traseras y tenía las delanteras apoyadas en la puerta del vehículo. Movía la cola y Sohrab jugaba con él—. De momento vendrá conmigo a Islamabad.

• • •

Dormí prácticamente durante todo el trayecto de cuatro horas hasta Islamabad. Soñé muchísimo, pero lo único que recuerdo es un batiburrillo de imágenes que destellan de forma intermitente en mi cabeza, como las tarjetas que van dando vueltas en un archivador giratorio: Baba adobando el cordero en la fiesta de mi decimotercer cumpleaños. Soraya y yo haciendo el amor por primera vez, el sol saliendo por el este, la música de la boda resonando todavía en nuestros oídos, sus manos pintadas con henna enlazadas con las mías. El día en que Baba nos llevó a Hassan y a mí a un campo de fresas en Jalalabad (el propietario nos había dicho que podíamos comer todas las que quisiésemos siempre y cuando le compráramos un mínimo de cuatro kilos) y el empacho que sufrimos posteriormente los dos. Lo oscura, casi negra, que era la sangre de Hassan sobre la nieve cuando goteaba de la parte de atrás de sus pantalones. «La sangre es muy importante,
bachem
.» Khala Jamila dándole golpecitos en la rodilla a Soraya y diciéndole: «Dios es quien mejor lo sabe, tal vez es que no debía ser así.» Durmiendo en el tejado de casa de mi padre. Baba diciendo que el único pecado era el robo. «Cuando mientes, le robas a alguien el derecho a la verdad.» Rahim Kan al teléfono diciéndome que existe una forma de volver a ser bueno. «Una forma de volver a ser bueno...»

Other books

Here Comes Trouble by Kern, Erin
Unlucky For Some by Jill McGown
Night Prey by John Sandford
The Laughing Falcon by William Deverell
The Iceman by Anthony Bruno
Los ojos del tuareg by Alberto Vázquez-Figueroa