Los ojos del tuareg

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

 

Las tribus nómadas del Sáhara más profundo llevan años sufriendo la brutal agresión que significa el paso cada año por sus tierras de cientos de vehículos en una insensata carrera que destruye vidas humanas… Veinte años después de haber escrito
Tuareg
, el autor —empujado por los injustos acontecimientos que están ocurriendo en el corazón de África— retoma los personajes de aquella novela, que ha pasado a convertirse en un clásico del género de aventuras. Las tribus nómadas del Sáhara más profundo llevan años sufriendo la brutal agresión que significa el paso cada año por sus tierras de cientos de vehículos en una insensata carrera que destruye vidas humanas, cultivos y ganado, sin aportar a cambio más que la estúpida gloria de llegar el primero a una meta imprecisa. Ya se han cansado. A los ojos de un tuareg, ésa es una absurda «prueba deportiva» que jamás debería volver a atravesar sus territorios, y para impedirlo están dispuestos incluso a dar la vida.

Alberto Vázquez-Figueroa

Los ojos del tuareg

ePUB v1.2

Perseo
07.07.12

Título original:
Los ojos de tuareg

Alberto Vázquez-Figueroa, 2000

Diseño/retoque portada: Perseo, basada en la orignal

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.2)

ePub base v2.0

INTRODUCCIÓN

Ésta es una novela que nunca quise escribir.

Cuando hace ya casi veinte años concluí Tuareg consideré, en buena lógica, que era aquélla una historia que no ofrecía posibilidad alguna de continuidad, puesto que su protagonista, Gacel Sayah, había muerto.

Quizá tuve razones más que sobradas para arrepentirme de haber permitido que lo mataran, ya que Tuareg se convirtió con el tiempo en mi novela de más éxito, la que más ediciones ha alcanzado, a más idiomas se ha traducido y más satisfacciones de índole personal me ha proporcionado.

Es, a mi modo de ver, mi única obra literaria digna de ser tenida en cuenta, y que tal vez, con un poco de suerte, siga estando vigente tras mi muerte.

Cuando a un escritor le sale algo bien, no debe molestarse en tratar de analizar las razones de ese triunfo, ni mucho menos pretender aplicar la misma fórmula en busca de un nuevo éxito a través de un camino ya trillado, puesto que corre el riesgo de repetirse a sí mismo y el lector lo advierte de inmediato y lo rechaza.

Por ello, jamás se me pasó por la mente la idea de volver sobre el tema de los tuaregs.

Sin embargo, una serie de sorprendentes acontecimientos que ocurrieron no hace mucho en el corazón del Sáhara, y que tuvieron como origen una famosa prueba deportiva, llamaron mi atención hasta el punto de que el espíritu periodístico que aún queda en mí, recuerdo de viejos tiempos ya olvidados, me impulsó a intentar denunciar las infinitas injusticias y arbitrariedades a que se está sometiendo en estos momentos a uno de los pueblos más nobles y míticos del planeta.

Los tuaregs, con los que había pasado gran parte de mi infancia, parecían estar necesitando que alguien elevara la voz en su favor, y en recuerdo de lo mucho que les debo y lo mucho que me enseñaron años atrás, me decidí a volver a escribir sobre ellos, recuperando el hilo de la historia allí donde un buen día lo abandoné.

Éste es el resultado, y debo admitir que al concluir he sentido idéntica satisfacción que experimenté el día en que terminé mi novela más querida.

Confío en que al lector le ocurra lo mismo.

ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA.

E
l día en que el
inmouchar
Gacel Sayah murió acribillado por la guardia personal del presidente Abdul-el-Kebir, pasó a la historia por el triste hecho de haber sido el culpable de que la democracia no consiguiera asentarse definitivamente en su país, pero pasó también a la leyenda de la nación del
Kel-Talgimus
—«El Pueblo del Velo»— ya que había demostrado de forma indiscutible, que un
imohag
—como solían llamarse a sí mismos los tuaregs— solo y sin más armas que su astucia, su valor, y su casi sobrehumana capacidad de resistencia, era capaz de derrotar al mejor armado de los ejércitos gracias a su extraordinario conocimiento del desierto en que había nacido y en el que había transcurrido la mayor parte de su vida.

En las frías noches en las que los beduinos se reunían en torno al fuego con el fin de tomar el té y contar historias sobre los hermosos tiempos ya pasados, con frecuencia se evocaba la extraña y casi mítica aventura de aquel bravo guerrero que había sabido defender los más firmes valores de las antiguas tradiciones de los habitantes del corazón del Sahara, y se especulaba sobre la razón que hizo posible que un terrible e inexplicable error le hubiera llevado a matar, de forma totalmente involuntaria, al hombre por el que había arriesgado tantas veces su vida, y que había acabado por convertirse en su mejor amigo.


Insh’Aláh
—solían decir.

Pero para la inmensa mayoría de quienes se referían a ello, no se había tratado de la voluntad de Alá, sino de un absurdo capricho del destino, o de una cruel jugarreta de los traviesos demonios de las arenas, que probablemente se sintieron celosos al descubrir que un simple mortal era capaz de arrebatarles el protagonismo de las mil historias que siempre se habían contado a la luz de las hogueras.

Las hazañas de Gacel Sayah habían trascendido las fronteras, habían hecho correr ríos de tinta, e incluso habían inspirado un libro, pero seguía siendo en las largas tertulias de las transparentes noches saharianas, donde su memoria permanecía viva y eternamente vigente.

Pero el día en que al fin el valeroso
inmouchar
resultó abatido por fuerzas cien veces superiores, la opinión pública se había dividido en dos facciones: la de quienes le odiaban por haber disparado contra el único hombre que podría haber traído la paz y la libertad al país que les vio nacer, y la de quienes le admiraban como a un auténtico héroe al que tan sólo consiguieron derrotar, por equivocación, cuando se encontraba en una ciudad extraña en la que aún no había aprendido a desenvolverse.

La dictadura más corrupta y tiránica, aquella contra la que Gacel Sayah tan eficazmente luchara, volvió a instalarse casi de inmediato en el palacio presidencial, y los ofendidos generales que tantísimas humillaciones habían sufrido por parte de «aquel sucio y escurridizo salvaje» decretaron que todo cuanto estuviese ligado a su nombre y su persona fuera borrado de la faz de la tierra.

A consecuencia de ello, su esposa, sus hijos y sus siervos se vieron obligados a emprender un interminable y amargo éxodo a través de las dunas y las llanuras pedregosas, unas veces acogidos como amados hermanos de sangre de los
imohag
, y las más, rechazados como si de auténticos apestados se tratase.

Fueron años difíciles que endurecieron el carácter de la antaño dulce Laila, pero que al propio tiempo forjaron a fuego la personalidad de sus tres hijos, Gacel, Ajamuk y Suleiman, e incluso la de la pequeña Aisha, que vio transcurrir la mayor parte de su infancia desde lo alto de la joroba de un dromedario.

Los tuaregs habían sido siempre, y por gloriosa tradición, un pueblo eminentemente nómada, pero en cuanto se refería a la familia del difunto Gacel Sayah, su amado nomadismo pasó a convertirse en una maldición, puesto que no parecía existir forma humana de que permaneciesen más de tres meses en un lugar sin que cualquiera de sus innumerables enemigos se percatase de su presencia.

Consiguieron vivir en paz durante casi dos años por el simple procedimiento de abandonar su hábitat natural estableciéndose en los arrabales de una populosa ciudad en la que la masificación les permitió pasar desapercibidos, pero al cabo de ese tiempo comprendieron que, ni el lugar era todo lo seguro que cabía esperar, ni aquel tipo de vida merecía la pena ser vivido.

—Más vale que nos maten en el desierto, respirando aire puro… —sentenció al fin Laila—. No soporto continuar en este basurero que hiede a cloaca.

Sus hijos compartieron de inmediato su opinión, por lo que muy pronto reanudaron el triste peregrinar sin rumbo fijo, hasta que al fin llegaron a la conclusión de que su único refugio se encontraba en el más lejano y perdido confín del Teneré —«La Nada» en su dialecto—, allí donde ni tan siquiera los propios tuaregs habían osado internarse.

—Buscaremos un lugar solitario y seguro en el que ocultarnos unos cuantos años a la espera de que cambie el gobierno o que el recuerdo de cuanto ha ocurrido se diluya.

Los viejos patriarcas del
Kel-Talgimus
aplaudieron su idea conscientes de que ningún miembro del «Pueblo del Velo» viviría en paz mientras la sombra de los Sayah rondara por los alrededores, por lo que les proporcionaron una veintena de sus más resistentes camellos y dos docenas de ovejas y cabras, así como varios pequeños sacos de sus mejores semillas.

De ese modo, los cinco miembros de la familia y un puñado de fieles siervos emprendieron a comienzos del invierno una sigilosa marcha hacia el sur, en busca de una tierra prometida que podía encontrarse en cualquier lugar del más gigantesco y desolado de los desiertos.

Durante cinco meses vagabundearon de un lado a otro, recorriendo cientos de kilómetros, lejos siempre de toda ruta conocida, evitando en lo posible los pueblos y los oasis, y deteniéndose únicamente en aquellos lugares en los que crecían algunos rastros de vegetación con los que alimentar a su cada vez más exhausto ganado.

Por fin, una bochornosa mañana de comienzos de verano se adentraron en un perdido macizo montañoso de oscuras rocas, desde el que se distinguía un gigantesco anfiteatro abierto hacia las llanuras del sur.

Lo estudiaron largamente con los ojos de la experiencia que tan sólo podía proporcionar toda una vida transcurrida en el desierto, y al fin coincidieron en la opinión de que resultaba factible que en el cauce de una vieja
sekia
que descendía de las montañas, y que al parecer se había secado miles de años atrás pero en la que aún sobrevivían tres polvorientas palmeras, existiera la remota esperanza de una perdida veta de agua.

—Tendrá que ser un pozo muy profundo… —hizo notar Laila.

—Llegaremos hasta donde sea necesario —respondió calmosamente Suleiman, que se estaba convirtiendo en un mozarrón de anchas espaldas—. Resultará muy duro, pero si encontramos agua éste parece un lugar perfecto.

Cuenta una vieja tradición que «las palmeras suelen tener la cabeza en el fuego y los pies en el agua», por lo que consideraron que la forma más lógica de llegar hasta ese agua era seguir la ruta que les indicasen las raíces de la mayor de las palmeras.

Fue así como al amanecer del día siguiente comenzaron la tarea de abrirse paso hacia el corazón mismo de la tierra, conscientes de que si no encontraban pronto la ansiada veta su destino sería algo más que incierto; puesto que el pozo más cercano se encontraba a cuatro días de marcha.

Sin embargo, mediada la mañana y en cuanto el inclemente sol se alzó en el horizonte y el calor se volvió asfixiante, se vieron obligados a hacer un alto a la espera de la llegada de las sombras, por lo que muy pronto comprendieron que con tan reducido horario no progresarían lo suficiente, y se hacía necesario trabajar por turnos durante las frías noches.

La boca del pozo tenía poco más de tres metros de diámetro, pero al cabo de dos semanas de cavar sin descanso tan sólo un hombre podía moverse con cierta comodidad en el fondo, sudando a chorros mientras llenaba de arena y piedras grandes cestos que más tarde se extraían a pulso para evitar que rozaran las paredes y provocaran un brusco derrumbe.

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