Los ojos del tuareg (3 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Su hombre, el más astuto y valiente de los guerreros, habría sabido hacer frente a tan difícil situación poniendo a salvo a su familia.

Su hombre, el más tierno y apasionado de los amantes, habría sabido protegerla como la protegió mientras conservó un hálito de vida.

Pero ella, que tanto debía haber aprendido de tan extraordinario maestro, lo único que sabía hacer era encogerse en un rincón, inútil e impotente.

No lloró porque su madre le había enseñado que una auténtica targui nunca llora.

No imploró porque generaciones de sangre
imohag
corrían por sus venas.

Se limitó a maldecir en silencio su propia estupidez.

Resonó un trueno muy lejano.

Prestó atención.

Le siguió un nuevo trueno.

Corrió a la entrada de la gran tienda de pelo de camello para enfrentarse una vez más a un cielo azul en el que resultaba de todo punto imposible distinguir ni la sombra de una nube.

—¿Son truenos?

Su hijo Gacel negó con un leve gesto de cabeza mientras se aproximaba hasta acariciarle suavemente la mejilla.

—No son truenos —musitó impasible—. Son los disparos con que Ajamuk anuncia su presencia. Pronto hará su aparición por detrás de aquellas rocas.

A los pocos minutos, dos jinetes y cuatro dromedarios cargados de odres rebosantes de agua surgieron en el punto exacto en que el muchacho había indicado, para iniciar un trote corto y alegre en dirección a quienes les aguardaban alborozados e impacientes.

En su camino se cruzaron con la Muerte que se alejaba rumbo al norte tan aburrida y desganada como siempre.

Los buitres se dispersaron y su sombra fue sustituida por la sombra de Gacel Sayah, el valiente
inmouchar
de eterna memoria.

Al día siguiente sus hijos reanudaron la tarea de construir un pozo en mitad de la nada.

Únicamente un targui sería tan loco como para lanzarse a la aventura de intentar encontrar agua en tan remoto lugar del desierto, pero quizá por ello los tuaregs habían sido, desde que se tenía memoria, dueños y señores de ese desierto.

Centímetro a centímetro horadaron la tierra.

Piedra a piedra completaron los círculos.

Metro a metro siguieron el camino que les marcaban las raíces de las palmeras.

Estaban convencidos, «sabían» por siglos de habitar en tan desoladas regiones, que si aquellas palmeras se mantenían con vida, era porque esa vida les llegaba desde algún perdido lugar del cauce de la
sekia
.

Y si se encontraba allí, fuera donde fuera, darían con ella.

U
na noche en que Ajamuk trabajaba a más de veinticinco metros de profundidad, una laja de piedra sometida a excesiva presión se desprendió unos diez metros más arriba, le golpeó en la cabeza, y le dejó inconsciente arrodillado sobre el fondo del pozo con la frente apoyada en el muro.

La arena que surgía por el hueco que había dejado la piedra comenzó a caer como una diminuta cascada que iba en aumento a medida que pasaban los minutos.

En el exterior, el criado encargado de ayudar a quien se encontraba abajo no escuchó el seco golpe ni advirtió nada extraño.

La arena continuó deslizándose como un implacable reloj que marcara el tiempo de vida que le quedaba al infeliz muchacho.

Primero le cubrió las piernas, luego las rodillas, y al fin le alcanzó la cintura.

La Muerte, que tan escaso interés había demostrado cuando todo era fácil, regresó alocadamente porque al parecer era aquélla una inusual tragedia que en verdad le divertía.

Tomó asiento en el borde del pozo y escuchó el débil susurro de la arena que fluía sin prisas por entre las rocas.

Y exactamente al mismo ritmo que escapaba la arena, se escapaba la vida de Ajamuk.

Al poco se encontraba enterrado hasta el pecho.

En esos momentos abrió los ojos y gritó.

El siervo acudió de inmediato, miró hacia abajo pero no descubrió más que la oscuridad.

La pequeña antorcha estaba ya enterrada.

Un casi imperceptible gemido ascendía desde las entrañas de la tierra.

El siervo corrió a despertar a sus amos, y de inmediato Gacel descendió en ayuda de su hermano cuando ya la arena le alcanzaba la barbilla.

Tiró de él intentando aferrarle por debajo de los sobacos con la intención de sacarlo de aquella trampa infernal, pero el aturdido Ajamuk era ya un peso muerto que no conseguía reaccionar mientras la arena continuaba precipitándose sobre ellos de modo inexorable.

A horcajadas sobre el brocal del pozo, la Muerte sonreía.

No todos los días le era dado mostrar su rostro más macabro.

No todos los días podía capturar a su víctima de una forma tan lenta, cruel y sofisticada.

No todos los días se conseguía escapar a la rutina.

En el fondo de un pozo seco en mitad del más caluroso de los desiertos, sin apenas aire, a oscuras y con un chorro de arena derramándose sobre la cabeza, el desesperado Gacel Sayah nada pudo hacer por salvar la vida de su hermano.

Cuando quiso darse cuenta descubrió que ya más de un metro de arena le cubría, y que él mismo corría peligro de quedar enterrado en vida si no escapaba a tiempo de semejante trampa.

Los pozos tuareg suelen llevar el nombre del primer hombre que muere durante su construcción, y si por algún extraño milagro se concluye sin que haya habido accidentes, en agradecimiento se le acostumbra a poner el nombre del santón que esté enterrado más cerca.

Aquél sería de allí en adelante el
pozo Ajamuk
, y casi ningún otro nombre habría podido lucir, puesto que en tan remotas regiones no había sido enterrado jamás ningún santón.

La familia Sayah necesitó más de una semana para tapar la brecha reponiendo la laja de piedra, retirar la arena y recuperar el cuerpo del difunto, al que enterraron en una sencilla ceremonia a la sombra de las palmeras.

Pero cuando se dispusieron a reiniciar una vez más la tarea, llegaron a la conclusión de que el agua que Ajamuk había traído se agotaría antes de tiempo.

—Tenemos que hacer otro viaje… —sentenció Laila—. No sería bueno arriesgarnos de nuevo, esperando hasta el último momento.

—Estoy de acuerdo… —admitió su hijo mayor—. Pero ahora tan sólo somos dos, y si uno de nosotros va a buscar agua, el otro apenas avanzará en la construcción del pozo.

—Yo traeré el agua… —se apresuró a señalar Aisha—. Como jinete no puedo compararme con Ajamuk, pero ahora dispondremos de más tiempo y Rachid conoce el camino.

Gacel Sayah se volvió para observar al gigantón que permanecía en pie junto a la entrada de la
jaima
.

—¿Lo conoces? —se limitó a preguntar.

—Perfectamente, mi amo —admitió el negro.

—¿Y sabrás defender a Aisha?

—Sabré defenderla, mi amo.

—Si no lo haces, los demonios del «gri-gri» te perseguirán aunque te escondas en el confín del universo.

—Lo sé, mi amo.

—En ese caso, los Sayah te confiamos lo más valioso que tenemos, y que Alá te proteja si dentro de diez días no estáis de vuelta aquí, sanos y salvos.

Partieron pues, con los mismos seis camellos, y al ver cómo se alejaba su hija, vestida de hombre y con el usado fusil terciado sobre las rodillas, Laila no pudo hacer otra cosa que lamentarse por el hecho de que hubieran llegado aquellos terribles tiempos en los que una hermosa muchacha, que debería estar preparando el ajuar para el día de su boda, se veía en la obligación de ocupar el lugar de los guerreros.

La mujer había desempeñado desde siempre un papel destacado en la organización social de los tuaregs, muy alejado del tradicional sometimiento al hombre que por lo general ocupaban el resto de las mujeres árabes; su opinión era tenida en cuenta, disfrutaban de una considerable libertad incluso en lo que se refería a temas sexuales, y jamás ocultaban el rostro con un velo, a diferencia de sus maridos que tan sólo se lo quitaban en privado.

Sin llegar a poder ser considerado un auténtico matriarcado, el mundo de los tuaregs se encontraba normalmente regido por ellas, que solían ser las que decidían cuándo había llegado el momento de sembrar, o cuándo el de levantar el campamento en busca de nuevos pastos.

Para los hombres, todo cuanto no estuviese relacionado con la guerra, el pillaje o la caza debía considerarse «labores domésticas», por lo que, bien mirado, ir a buscar agua, aunque en este caso el pozo se encontrase a cuatro días de distancia, era en realidad una tarea reservada a las mujeres.

Aisha había crecido sobre una silla de montar y sabía disparar mucho mejor que la mayor parte de los piojosos beduinos que pudiese tropezarse en el camino, y a ningún miembro del «Pueblo del Velo», «la Espada» o «la Lanza» se le pasaría siquiera por la mente causar daño a una muchacha de su propia raza.

Por su parte el negro Rachid era un esclavo
ashanti
, un
akli
que había nacido y se había criado en el seno de la familia, su fidelidad estaba fuera de toda duda, y era un hombre extraordinariamente fuerte y resistente, capaz de hacer frente a cualquier tipo de eventualidad que pudiera presentarse.

Pese a todo ello, Laila no podía por menos que sentirse inquieta al ver cómo su única hija se perdía de vista rumbo al norte.

—¡Alá es grande! —musitó para sus adentros—. Él la protegerá.

Más temor experimentaba cada vez que uno de sus hijos descendía al pozo, y tanta era su inquietud que se pasaba las noches en vela, sentada junto al brocal y con el oído atento a cuanto pudiera ocurrir en su interior.

Se avanzaba muy, muy despacio.

Las lajas de piedra de las paredes habían sido revisadas una por una, reforzándolas a golpes de maza, pero aun así el recuerdo del accidente que había costado ya una vida obligaba a los hermanos Sayah a trabajar con el mismo cuidado que si estuvieran alzando un castillo de naipes que amenazara con venirse abajo en el momento menos pensado.

Alcanzaron la cota de los treinta metros, donde la raíz más gruesa de la mayor de las palmeras comenzaba a desviarse hacia el sur.

¿Por qué?

Formaron conciliábulo en torno a la hoguera intentando encontrar una explicación válida a un hecho en apariencia tan absurdo.

Por qué extraña razón una raíz que en buena lógica debería profundizar cada vez más en busca del agua, cambiaba su rumbo de forma tan brusca.

Se aventuraron teorías para todos los gustos, se discutió durante horas, pero al fin se llegó a la que parecía ser la conclusión más lógica: mucho tiempo atrás en aquel punto existió un riachuelo que descendía de las cercanas montañas y que permitió el florecimiento de una cierta vegetación. Más tarde el nivel de las aguas descendió y únicamente las palmeras fueron capaces de alargar lo suficiente sus raíces como para mantenerse vivas. Por último, al secarse definitivamente el cauce, las raíces se encaminaron hacia algún otro punto que presentían que aún conservaba una cierta humedad.

—Está ahí abajo… —sentenció un convencido Suleiman—. Lo que no sabemos es a qué distancia.

—¿Y qué podemos hacer?

—Cavar una galería horizontal siguiendo el camino que marca esa raíz.

—¿Durante cuánto tiempo?

—No tengo ni la menor idea.

—¡Que el Señor nos ayude!

—¡Ya iría siendo hora!

—¡No blasfemes!

—No blasfemo, madre… —puntualizó Suleiman—. Es que desde el maldito día en que nuestro padre brindó hospitalidad a aquel par de moribundos, la desgracia nos ha perseguido dondequiera que vayamos. Nunca nadie pagó tan caro el hecho de cumplir con una vieja costumbre.

—Sabes bien que entre nosotros la hospitalidad no es tan sólo «una vieja costumbre» —le hizo notar Laila—. Es una ley tan antigua como el mundo.

—Pero que nadie más que los
imohag
respeta, y yo diría que ni siquiera entiende. En el tiempo que pasamos en la ciudad ni una sola persona me abrió las puertas de su casa. ¿Cuántas noches tuvimos que pasar al raso pese a que en las casas de aquella gente sobraba espacio?

—Muchas, lo sé.

—¿Por qué entonces debemos ofrecer cuanto poseemos al primer desconocido, si luego no se comportan de igual modo con nosotros?

—Porque tenemos la suerte de ser tuaregs y ellos no. Es uno de los precios que nos vemos obligados a pagar por el honor que se nos concedió al nacer.

Suleiman Sayah debió llegar a la conclusión de que discutir con la orgullosa esposa del más orgulloso de los
inmouchar
del orgulloso «Pueblo del Velo» resultaba del todo inútil, por lo que optó por encogerse de hombros y limitarse a señalar:

—Esta noche comenzaremos a cavar una galería, y que sea lo que Dios quiera.

Y Dios quiso que dos semanas más tarde la tierra comenzara a humedecerse ante ellos, y un delgado hilo de agua hiciera de improviso su aparición.

Se había producido el milagro.

El eterno milagro de la vida que significaba el agua, allí, en el más remoto confín del Sahara y en un lugar en el que probablemente nadie había puesto el pie en cientos de años.

Rezaron durante todo un día y al anochecer sacrificaron el último de sus corderos.

Comieron hasta reventar, bailaron, cantaron y lo regaron todo con agua del pozo Ajamuk.

Al amanecer llenaron un odre con el fin de humedecer la tumba de aquel que había dejado su vida en el empeño.

Ahora, por fin, después de tantas calamidades, trabajos y amarguras, la familia del indomable Gacel Sayah tenía un hogar.

Su hogar era una infinita extensión de desierto, un macizo rocoso, tres palmeras y un pozo.

Poco para la mayoría de los seres humanos.

Mucho para los tuaregs.

Trajeron del pie de las montañas la mejor tierra y cercaron a la sombra de las palmeras un pequeño huerto.

Luego sembraron una por una, casi ceremoniosamente, las valiosas semillas que Laila conservaba en una bolsa de cuero.

Gacel salía a cazar y de tanto en tanto regresaba con un ónix, una cabra montesa o una gacela.

Las mujeres extraían agua del pozo para ir regando con infinito mimo, casi gota a gota, cada una de las diminutas plantas que habían comenzado a germinar.

Pasó un día, una semana, un mes, un año y muchos más.

El
pozo Ajamuk
era en verdad un pozo avaro.

Nunca, a lo largo de todos los años que siguieron, se mostró dadivoso, aunque lo cierto es que tampoco se negó a proporcionar el agua justa e imprescindible para la supervivencia de quienes lo habían construido.

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