Los ojos del tuareg (9 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

—No me parece justo.

—La justicia varía con los lugares, con los tiempos, e incluso con las personas —sentenció su interlocutor—. Ese canalla no dudó a la hora de abandonar a cuatro seres humanos para que murieran de sed en el desierto, y si no está dispuesto a pagar por ello abandonaré a otros cuatro para que mueran de sed en el desierto. Y pueden estar seguros de que esas muertes caerán sobre su cabeza, no sobre la mía.

—¡Santo Cielo! —se lamentó Yves Clos—. ¿Es que no sabe lo que significa la compasión?

El
inmouchar
hizo un amplio gesto con la mano indicando el exterior de su mísero campamento:

—¡Mire a su alrededor! —pidió—. Observe hasta qué extremos nos ha llevado la falta de compasión del mundo que nos rodea, y explíqueme por qué razón debo ser yo, que apenas consigo alimentar a mi familia, el que debe mostrarse compasivo con alguien que antepone el capricho de llegar el primero en una carrera sin sentido, a la vida de cuatro seres humanos.

—Quiero creer que en esos momentos no tomó conciencia de lo que estaba haciendo.

—Sabía muy bien lo que hacía… —le contradijo el targui—. Lo que ocurre es que para él, nosotros, pobres parias del desierto, apenas éramos algo más que los perros que suelen atropellar a su paso.

—Pero ¿cómo puede decir eso? —se escandalizó Amed Habaja.

—¡Diciéndolo…! ¿Cuánta gente ha muerto desde que iniciaron esos rallies africanos? ¿Conoce la cifra?

—Entre participantes y no participantes unos cuarenta.

—¿Y heridos?

—Lo ignoro. Cientos… Tal vez miles. Eso sí que resulta imposible de calcular.

—¿Entiende lo que le digo? Cuarenta muertos y cientos, o tal vez miles de heridos, para nada… —Gacel agitó negativamente la cabeza al añadir—: Ya va siendo hora de acabar con esto y creo que ha llegado el momento de que alguien les haga comprender que no se puede ir por el mundo atropellando impunemente a tanto desgraciado.

—La mayoría de los que participan lo hacen de buena fe… —se atrevió a intervenir con cierta timidez el piloto del helicóptero—. Suelen ser gente joven que tan sólo buscan un poco de emoción y aventura.

—¿Emoción y aventura? —repitió el tuareg con un leve gesto de socarronería—. ¡De acuerdo! Ahora esos seis van a saber lo que son auténticas emociones y aventuras. Van a saber lo que es la sed, el hambre, el miedo, la fatiga y la incertidumbre sobre si van a morir, cuántos van a morir, cómo van a morir y cuándo van a morir.

De nuevo se hizo un largo silencio, porque de nuevo los tres «negociadores» parecían necesitar un tiempo para asimilar el hecho de que dicha negociación parecía abocada al más absoluto de los fracasos, visto que una de las partes se mostraba a todas luces inflexible.

Por último Yves Clos extrajo del bolsillo superior de su sahariana una corta cachimba y la mostró a su huésped:

—¿Le importa que fume? —inquirió—. Me ayuda a pensar.

Gacel Sayah se limitó a encogerse de hombros y el rubio se concentró en la tarea de cargar la pipa al tiempo que mascullaba como si estuviera hablando para sus adentros:

—La cosa está jodida… —comenzó—. Muy jodida, porque a mi modo de ver tanto unos como otros tienen parte de razón. Incluso ese gilipollas que alega que quiso pagar el agua y únicamente se enfureció cuando comprendió que le estaban discriminando, ya que a los que habían llegado en primer lugar sí que les permitieron utilizarla…

—En esos momentos no podíamos imaginar que por nuestro campamento iban a pasar todos los locos de medio mundo. El agua de un pozo como éste no puede malgastarse estúpidamente.

—Me parece lógico, y por eso entiendo que también tiene razón, del mismo modo que la tienen los que ahora se encuentran retenidos sin haber tomado parte en el incidente…

—Todo eso ya lo ha dicho… —le hizo notar con cierta impaciencia Gacel—. La situación ha estado muy clara desde el primer momento, y lo único que necesito saber es si le cortaré la mano a uno o mataré a cuatro. ¡Decídase de una vez!

Su interlocutor le miró como si no pudiera dar crédito —y en realidad no podía— a lo que estaba oyendo.

—¡Pero cómo pretende que tome una decisión sobre un tema tan delicado! —explotó—. No soy juez, fiscal, político ni nada por el estilo. No soy más que el encargado de las relaciones públicas de una organización deportiva, y lo que pretendo es hacerme una idea sobre la auténtica dimensión del problema. Mi obligación es informar de cuál es la situación exacta a mis superiores y a las autoridades locales.

—¿Y cuánto tiempo le va a llevar?

—Informar muy poco tiempo, pero me temo que tomar decisiones exigirá por lo menos una semana.

—¿Una semana…? —repitió el nómada con una mezcla de burla e incredulidad—. ¿Me está acusando de salvaje cuando piensa tener a esa gente una semana sin beber? —Hizo un significativo gesto encogiéndose de hombros como si para él aquello careciese de importancia—. Usted verá lo que hace, pero le garantizo que mi familia no va a compartir la poca agua de que disponemos con alguien que probablemente vivirá muy poco tiempo.

—¿No tienen agua? —se escandalizó el piloto visiblemente impresionado.

—Ya le he dicho que envenenaron el pozo, y la que encontramos en los coches no da para mucho. ¿Tanto les cuesta entender el problema?

—¡Mañana mismo puedo traer el agua que necesiten! —se apresuró a señalar el pobre hombre al que se le advertía más que preocupado—. Incluso esta misma noche si fuese necesario.

Gacel le observó a través de la estrecha rendija que le dejaba el velo que cubría su rostro, se diría que sus ojos sonreían levemente, y por último hizo un leve gesto de asentimiento:

—¡De acuerdo! —admitió—. Me fío de usted. Mañana traiga todo lo que sus amigos puedan necesitar para una semana de cautiverio. ¡Pero venga solo…! —Luego se volvió a Yves Clos—. ¡Una semana! —repitió—. Ése es mi plazo.

—¿Y qué hará luego? —intervino Amed Habaja que daba claras muestras de ser el menos paciente y comprensivo de los tres—. ¿Qué hará una vez que los haya matado? Estamos dispuestos a ofrecerle cuanto quiera para que pueda iniciar una nueva vida con toda su familia en el lugar que elija, y sin embargo se está arriesgando a ir a parar a la cárcel o algo peor.

—Para un auténtico
imohag
, aceptar una ofensa semejante sería como ir a la cárcel «o algo peor».

—¡Pero bueno…! —fingió escandalizarse el egipcio—. ¡Estamos en el tercer milenio y aún pretende aplicar leyes y costumbres que pertenecen al pasado! Recuerdo que una vez un tuareg puso en jaque al ejército, depuso a un presidente y mató a otro, pero eso ocurrió hace ya mucho tiempo, y por fortuna el modo de ver las cosas ha cambiado incluso para los de su pueblo.

—Era mi padre.

—¿Cómo ha dicho?

—Que el tuareg al que se refiere, el que derrotó al ejército, liberó al presidente Abdul-el-Kebir y más tarde lo mató por error, era mi padre.

Se hizo un largo silencio, tan helado, que por unos instantes podría creerse que en lugar de en una calurosa
jaima
del desierto se encontraban en una frágil tienda de campaña plantada en mitad de la Antártida.

—¿Su padre…? —acertó a balbucear al fin un estupefacto Amed Habaja.

—Eso he dicho.

—¿Gacel Sayah, el mítico Gacel Sayah,
el Cazador
, era su padre?

—¿Cuántas veces quiere que se lo repita? —se impacientó el targui—. Era mi padre y yo llevo su mismo nombre: Gacel Sayah. ¿Por qué cree que nos hemos visto obligados a escondernos en el confín del universo…?

—¡Bendito sea Dios! —se lamentó el otro—. ¡Su padre…! ¡Ahora sí que la hemos jodido!

–B
astará con que tenga la décima parte del valor, y la cuarta parte de los conocimientos que tenía su padre, para conseguir lo que se propone, porque el desierto es su aliado y ahí sí que no tenemos nada que hacer.

—Llevo años enfrentándome al desierto.

Yves Clos y Amed Habaja observaron al hombretón que se sentaba al otro lado de la mesa en la amplia y lujosa carpa blanca dotada de aire acondicionado y todas las comodidades que se pudieran imaginar en pleno Sahara, y el primero de ellos hizo un gesto hacia el enorme mapa que cubría toda una pared lateral, y en el que aparecían clavadas infinidad de banderitas de muy distintos colores.

—Ya sé que llevas años enfrentándote al desierto… —admitió—. Y con notable éxito, puesto que hasta el presente «sólo se han contabilizado cuarenta y tres bajas mortales». Pero tengo la impresión de que ahora no nos enfrentamos al desierto; nos enfrentamos a alguien que significa el espíritu y la esencia de ese desierto.

—¡Tonterías! —replicó despectivamente Alex Fawcett tras dedicarle una leve ojeada al mapa—. Hace dos años también nos asaltaron los beduinos y conseguí solucionarlo.

—Con dinero.

—Todo se soluciona con dinero.

—No con los tuaregs.

—Aquéllos también eran tuaregs.

—¡No exactamente! —puntualizó Amed Habaja—. Y no este tipo de tuaregs. Le ofrecimos dinero y lo rechazó.

—Buscará otra cosa.

—¡Naturalmente! Busca la mano derecha de ese pedazo de cabrón.

—Pues resulta evidente que no podemos dársela…

El robusto jefe de seguridad, acostumbrado desde años atrás a encarar todo tipo de problemas de las más diferentes índoles, extrajo de una caja de plata un grueso habano y se entretuvo en encenderlo con deliberada parsimonia como si con ello quisiera concederse un tiempo para reflexionar sobre la nueva situación que se le planteaba.

Ahora lo que importa es ganar tiempo porque bajo ningún concepto podemos detener la carrera —señaló al fin—. La gente tiene que llegar a El Cairo en el día señalado, por lo que éste no tiene que constituir más que uno de los tantos incidentes que suelen presentarse.

—¿Y qué vamos a decir cuando nos pregunten por los desaparecidos?

—De momento, nada, ya que estadísticamente está comprobado que casi el sesenta por ciento de los participantes jamás consigue alcanzar la meta. Unos por accidente, otros por averías, otros por agotamiento, y otros porque simplemente se pierden. Todos sabemos que cuando la carrera acaba solemos pasarnos días recogiendo pilotos que andan tirados por los lugares más insospechados… Llegado el momento me ocuparé del tema.

—Te recuerdo que uno es yerno de un ministro belga —le hizo notar el rubio Yves Clos—. Y otro, hijo de un banquero italiano…

A mí eso me la trae floja… —replicó con absoluta impasibilidad Alex Fawcett—. Desde el momento en que firman el contrato de participación pasan a ser pilotos y todos reciben idéntico trato, sean hijos de albañiles o de multimillonarios…

—Existe una diferencia —replicó con marcada frialdad su interlocutor—. Los ricos suelen contar con sofisticados teléfonos móviles con los que acostumbran llamar a sus casas… ¿Qué va a pasar cuando transcurran varios días y sus familiares no reciban ninguna llamada? ¿Qué voy a decirle a los que me pregunten por ellos?

—Tú eres el encargado de las relaciones públicas, no yo —fue la respuesta—. Alega que en el desierto hace demasiado calor, que están fuera de cobertura, o que el satélite se ha perdido en el espacio… Invéntate cualquier cosa. ¡Lo que quieras!, menos admitir que han sido secuestrados por unos bandidos que parecen decididos a matarlos.

—¿Y por qué tengo que mentir?

—Porque para eso te pagan, de la misma forma que a mí me pagan para que al menos un treinta por ciento de los que empezaron la carrera la acaben. Y si en estos momentos confesamos la verdad, se puede armar un lío de tal calibre que no llegue nadie.

—Te recuerdo que estamos jugando con la vida de seis inocentes.

—Cada uno de ellos sabía que se estaba jugando la vida de un modo u otro. Ésa es la gracia de esta prueba. Anteayer un motorista mató a una niña a la salida de un poblado y a él le han tenido que amputar una pierna… Y nos consta que muchos han quedado disminuidos e incluso parapléjicos… ¿Alguno de ellos ha venido a quejarse?

Aguardó una respuesta que no llegaba, lanzó un grueso chorro de humo en dirección al mapa, y añadió en idéntico tono:

—¡No! ¡Naturalmente que no! Resultaría estúpido que se quejaran, puesto que fueron ellos los que se lo buscaron con total libertad. Y de la misma manera que no está en mis manos evitar que atropellen a una niña, o que se dejen los sesos contra un árbol, no puedo evitar que los bandidos les asalten, y ése es un riesgo que aceptaron al inscribirse.

—No sabía que fueras tan hijo de puta.

—Si no lo fuera, hace tiempo que habría regresado a mi viejo puesto de jefe de seguridad de un banco inglés. Éste es un trabajo muy bien pagado, pero que endurece. Cada edición, la carrera es más larga, más rápida y más arriesgada. Cada vez hay más muertos, pero cada vez son más los que pierden el culo por tomar parte en ella…

—Quizá tenga razón ese tuareg y va siendo hora de acabar con esta locura.

—En ese caso volverás a ser el relaciones públicas de una discoteca. O con suerte de una compañía de seguros… —Se volvió al silencioso Amed Habaja para inquirir con marcada intención—: ¿Tú qué opinas?

—Que podemos salir con las tablas en la cabeza.

—Muy gráfico, pero lo que me interesa es tu opinión sobre ese tuareg.

—Que puede ser muy peligroso, no sólo porque está en su terreno, sino porque al parecer ha vivido en una ciudad, por lo que ha aprendido algunas cosas que los tuaregs no suelen conocer. Y como ya te he dicho, la sangre que corre por sus venas es pura dinamita.

—¿Cuál puede ser su punto débil?

—Lo ignoro.

—¿Y dónde puede tener ocultos a los rehenes?

—También lo ignoro, aunque supongo que en las montañas que están al norte del pozo.

—¿Qué sabemos de esas montañas?

—Nada.

—¿Nada?

—Absolutamente nada. Te recuerdo que se encuentran en el último rincón del desierto, con temperaturas que se aproximan a los cincuenta grados al mediodía para descender a casi cero durante la noche y lejos de todas las rutas conocidas incluso por las caravanas de beduinos.

—¡Hermoso panorama, vive Dios!

—Lo dices como si te divirtiera…

—¡Pues no! No me divierte en absoluto puesto que ésta es una situación que escapa a todo control y eso me jode. ¿Qué familia tiene ese piojoso?

—Por lo que sabemos su madre, un hermano y una hermana, pero los tres deben de estar escondidos con los rehenes.

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