—¿Nadie más en ninguna parte?
—No, que yo sepa.
—¿A qué tribu pertenecen?
—A la del
Kel-Talgimus
; la que llaman el «Pueblo del Velo».
—He oído hablar de ellos. Gente peligrosa.
—La mayor parte de los tuaregs lo son. No admiten gobiernos, no respetan fronteras, y tan sólo obedecen sus propias leyes.
—Entérate de quién es el patriarca del clan y ofrécele lo que quiera para que interceda a nuestro favor.
—Sé quién es, pero o mucho me equivoco, o el prestigio de la familia Sayah está muy por encima del de cualquier patriarca. Gacel se convirtió en un mito para los tuaregs.
—Pero está muerto… ¿O no?
—Eso depende de cómo se mire. Hay muertos que están más vivos que muchísimos vivos.
—Eso es muy cierto, pero no debemos permitir que un fantasma nos asuste, aunque se trate del fantasma de un tuareg… —Alex Fawcett hizo una corta pausa para acabar por lanzar un sonoro suspiro—. ¡Bien! —concluyó—. De momento lo único que podemos hacer es enviarles agua, provisiones, medicinas y sacos de dormir. Y ahora tengo que marcharme. El Cairo me espera.
—Sería conveniente que no perdieses de vista al que empezó todo esto —le aconsejó Yves Clos—. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
—¿Marc Milosevic? —inquirió casi burlón el otro—. ¡No te preocupes por él! Ya he dado orden de que lo vigilen hasta en el retrete, aunque no pienso permitir que le corten una mano a alguien a quien se supone que tengo la obligación de proteger.
—También tienes la obligación de proteger a los que están amenazados de muerte.
—En eso tienes toda la razón, pero de momento no puedo hacer nada. Tengo a más de mil personas correteando por ese maldito desierto, y lo primero es lo primero…
Al abandonar el frescor de la cómoda carpa, Yves Clos y Amed Habaja se enfrentaron de inmediato al bochornoso calor del desierto y al expectante rostro de Nené Dupré que aguardaba sentado a la sombra de una acacia.
—¿Qué ha dicho? —inquirió ansiosamente.
—Que cargues cuanto necesites y despegues al amanecer.
—¿Y qué más?
—Que procuremos ganar tiempo… —replicó con una burlona sonrisa el egipcio al tiempo que subía a un coche que le estaba esperando—. Voy a ver si convenzo a ese viejo patriarca, pero recordad la consigna: lo único que importa es ganar tiempo.
—¿Ganar tiempo? —repitió el incrédulo piloto volviéndose al francés—. ¿Ganar tiempo para qué?
—Para que los corredores puedan llegar a Egipto.
—¡Maldito hijo de puta! ¿Eso es lo único que le importa? ¿Llegar a Egipto?
—Puede que no sea lo único, pero sí lo prioritario.
—¡No puedo creerlo!
—¡Escucha, muchacho…! —señaló Yves Clos pasándole con afecto el brazo por el hombro con el fin de alejarlo de allí—. A mí esto me incomoda tanto como a ti, pero entiendo a Fawcett. Si tuviera que detener la carrera cada vez que alguien se pierde, se mata o lo secuestran, ni una sola edición hubiera llegado a su fin, con lo que todo este tinglado se hubiera venido abajo hace años. Esto no es más que un gigantesco circo, y ya se sabe que en el circo, los payasos deben hacer reír aunque acaben de enterrar a su madre.
—¡Pero es que esos infelices pueden morir…!
—Lo sé. Y Alex también lo sabe, pero de la misma forma sabe que el año que viene nadie se acordará de ellos y quinientos chiflados más estarán dispuestos a correr idéntico riesgo con tal de subirse al trapecio. De ese modo podrán presumir de ser unos «valientes navegantes del desierto» aunque naveguen con ayuda de un GPS conectado a un satélite artificial. —Buscó su diminuta cachimba que comenzó a cargar tranquilamente al tiempo que añadía—: Pero si al menos una tercera parte de esos chiflados no atraviesa la meta, el circo se habrá quedado sin trapecios y sin payasos.
—¿Y nosotros sin empleo?
—Tú lo has dicho… Y me consta que ganas más durante este mes que durante el resto del año… ¿O me equivoco?
Habían llegado junto al helicóptero y Nené Dupré extrajo del interior de la cabina dos cervezas heladas tendiéndole una a su acompañante al tiempo que admitía:
—¡No! No te equivocas porque a casi todos los que estamos aquí nos ocurre lo mismo. —Bebió un largo trago, dejó escapar un sonoro eructo y al poco añadió—: ¿Pero sabes una cosa? A veces, cuando estoy sobrevolando el desierto en busca de gente perdida, no me siento como un ángel salvador que acude al rescate de un pobre desgraciado, sino como un jodido buitre que vive de la carroña. Si ellos no estuvieran ahí abajo jugándose el pellejo bajo un sol que derrite las piedras, yo no estaría allí arriba bebiendo cerveza con aire acondicionado.
—Si están ahí es porque quieren —le recordó su interlocutor—. No son soldados a los que hayan enviado a la guerra, sino mentecatos a los que les encanta despellejarse el culo o descoyuntarse las vértebras con tal de ver su nombre en los periódicos o salir quince segundos en un telediario. Tú lo sabes, yo lo sé, todos los que vivimos de esto lo sabemos, pero más vale que continuemos manteniéndolo en secreto, o el año que viene te veo fumigando arrozales.
Habían tomado asiento en el pescante del aparato y bebían a cortos sorbos observando el ir y venir de conductores y mecánicos mientras las primeras sombras de la noche descendían sobre el nutrido campamento.
Durante unos instantes permanecieron en silencio, hasta que por último Yves Clos inquirió:
—¿Qué piensas de ese tipo…? Del tuareg.
—Que los tiene bien puestos.
—¿Te preocupa encontrarte de nuevo con él?
—¡En absoluto! —fue la sincera respuesta del piloto—. Ni siquiera pude verle la cara, pero estoy convencido de que si voy en son de paz no me hará ningún daño.
—Por si acaso, lo primero que tienes que hacer es solicitar su hospitalidad y pedir su protección. De ese modo, y según sus leyes, está obligado a ofrecer su vida a cambio de la tuya.
—Hermosa costumbre, ¿no te parece? Si todo el mundo actuara de igual modo no habría guerras.
—Una vez me contaron que cuando un beduino se ha enemistado con un tuareg, la mejor solución que encuentra es plantarse ante su
jaima
solicitando su hospitalidad. Como el otro no puede negársela, se queda a vivir allí, comiendo y bebiendo «de gorra» hasta que el tuareg, cansado de tanto abuso, accede a perdonarle la ofensa con tal de que se largue de una puñetera vez.
—¡Muy astuto! Podríamos proponérselo a ese hijo de puta… ¡Por cierto! ¿Cómo se llama?
—Milosevic… Marc Milosevic.
—¿Tiene algo que ver con el presidente de Yugoslavia?
—Parece ser que presume de ser pariente lejano, con lo cual quedaría plenamente demostrado que la «hijoputez» es una cuestión genética, pero no he conseguido confirmarlo. Lo que sí he averiguado es que durante la guerra de Bosnia amasó una fortuna y que disfruta con los deportes de riesgo.
Y ¿por qué aceptamos a gente como ésa en una prueba de estas características?
—Porque no somos quiénes para juzgar a una persona por lo que puede que no sean más que rumores. Y ten en cuenta que son muchos días de carrera, mucho calor y mucha tensión, por lo que incluso el tipo más decente puede acabar por perder los nervios y cometer un error.
—¿Tú lo cometerías?
—Yo no corro a más de cien por hora a través del desierto tragando polvo y con el sol fundiéndome las ideas. Yo, al igual que tú, suelo viajar en helicóptero y por lo tanto veo las cosas desde otra perspectiva.
—¿Y cuál es tu perspectiva? —Nené Dupré hizo mucho hincapié al añadir—: ¡La verdad!
El rubio Yves Clos, que por su edad, su trabajo, o su forma de ser, daba siempre la impresión de encontrarse a diez metros de distancia del resto del mundo y sus infinitos problemas, aspiró con fruición de su corta cachimba, arrugó cómicamente la nariz y repitió con una leve sonrisa:
—¿La verdad… «verdadera»?
—La verdad verdadera.
—Pues si quieres que te sea sincero, mi opinión es que lo más probable es que muy pronto el número de muertos supere con creces el medio centenar, porque cuatro de esos seis desgraciados lo van a tener muy crudo. O mucho me equivoco, o en cuanto la carrera acabe todo el mundo se va a lavar las manos con respecto a su futuro.
—¡Pero Fawcett tiene una responsabilidad!
—¿Ante quién? ¿Ante la opinión pública? Lo que ocurra son «gajes del oficio» que incluso le añaden más morbo, más sal y más pimienta a la aventura del próximo año.
—¿Y ante los familiares de las víctimas?
—¿Qué pueden hacer? ¿Llevarle ante los tribunales?
—Por ejemplo.
—¿Ante qué tribunales y de qué país? ¿Y acusándole de qué?
—De negligencia y de no prestar ayuda a alguien en peligro, entre otras muchas cosas.
—¿Y tienes una idea del tiempo y el dinero que exigiría una demanda semejante en caso de que algún tribunal la aceptara? ¡Olvídalo! Este «circo» mueve cada año miles de millones y no va a detenerse por cuatro cadáveres más o menos. Al fin y al cabo la gente opina que el que la diña en el transcurso de este rally se lo estaba buscando.
—¡Eso es muy duro!
—¿Duro? ¿Recuerdas las imágenes, tomadas desde un helicóptero, en las que un cámara captaba con absoluta nitidez cómo un coche de la carrera daba tres vueltas de campana y se destrozaba mientras los ocupantes saltaban por los aires…?
—¡Naturalmente! Eran espectaculares.
—¿Y recuerdas cómo se escuchaban los gritos de entusiasmo y las risas del cameraman porque se daba cuenta de que estaba consiguiendo unas imágenes que le comprarían todas las cadenas de televisión?
—También lo recuerdo.
—Pues eso te da una idea de qué es lo que en verdad importa. Esas imágenes dieron la vuelta al mundo, pero nadie preguntó qué les había ocurrido a los que iban dentro del coche. Casi todos los canales de la mayor parte de los países «civilizados» cuentan con programas especializados en ese tipo de imágenes «impactantes», en los que se ve cómo la gente se cae, se mata o se destroza delante de un objetivo. Suelen emitirse en horario de máxima audiencia y cada día el telespectador exige más riesgo y más emoción… —Chasqueó la lengua en un claro gesto de desagrado—. Nosotros somos los encargados de abastecerlos de una gran parte de ese riesgo y esa emoción.
Nené Dupré permaneció un largo rato muy quieto, como si se hubiera distraído observando cómo cerraba la noche y las luces del campamento se iban encendiendo una tras otra, pero, tras rumiar a conciencia sus palabras, se volvió a su interlocutor para señalar:
—Resulta chocante. Te conozco hace ocho años, pero acabo de darme cuenta de que en realidad no te conozco. Siempre te había visto rebosando entusiasmo y convenciendo a los medios de comunicación de que este rally es lo más fabuloso que ha parido madre… Y de repente me estás mostrando la otra cara de tu moneda. ¡Me asombras!
—Eso quiere decir que hago bien mi trabajo. Recuerda que también soy «asesor de imagen» de algunas de las más cotizadas «top-model», a las que consigo que el público vea como semidiosas etéreas, perfectas e inalcanzables, cuando en realidad la mayoría son unas pedorras, engreídas, borrachas y drogadictas que sin un dedo de maquillaje no valen un pimiento.
—¡Me lo estaba imaginando!
—El término «asesor de imagen» significa más bien «falseador de imagen» puesto que nuestra auténtica misión se centra en distorsionar la realidad como si se tratara del revés de la trama de una caricatura.
—¿Y eso qué significa?
—Que mientras un caricaturista lo que hace es exagerar los rasgos más defectuosos minimizando los buenos, el «asesor de imagen» exagera los buenos y minimiza los malos, pero teniendo mucho cuidado de no traspasar la delgada línea que pueda convertir a su cliente en otra caricatura.
—¿Algo así como «hacer encaje de bolillos»?
—Exactamente. Y es lo que creo que voy a tener que hacer ahora: «encaje de bolillos» con el fin de intentar salvar cuatro vidas mientras hago creer al resto del mundo que no está ocurriendo absolutamente nada fuera de lo normal.
—Estoy seguro de que lo harás muy bien.
Yves Clos vació su cachimba golpeándola contra el borde del pescante en que se encontraba sentado, se la guardó en el bolsillo y replicó con ironía:
—También yo lo estoy de que lo haré muy bien… —Le guiñó un ojo con picardía—. De lo que no estoy tan seguro es que quiera hacerlo ni bien ni mal.
—¿Y eso?
—Soy bretón.
—¿Y qué tiene que ver?
—Que pasé mi infancia en un pequeño pueblo cuyas playas han sido arrasadas por la marea negra de un petrolero que se partió en dos frente a sus costas. La empresa que fletó ese petrolero, aun a sabiendas de que estaba carcomido por la herrumbre y cualquier día podía provocar una catástrofe, es la misma que invierte cada año millones de francos en este maldito rally.
—Son cosas distintas.
—No tanto. Si hubieran empleado mejor ese dinero, cientos de pescadores no estarían ahora al borde de la ruina, y miles de aves marinas continuarían con vida… Empiezo a estar más que harto de formar parte de algo que me repugna, y sospecho que este incidente me puede obligar a reflexionar sobre cuáles han de ser mis auténticas prioridades… —Lanzó un profundo resoplido—. Aunque lo más probable es que cuando todo esto acabe, mi conciencia se amodorre y el año que viene acepte de nuevo el puesto…
E
ra aún noche cerrada cuando Nené Dupré puso el rotor en marcha, se cercioró de que la carga se encontraba perfectamente estibada, apuró hasta el fondo una taza de café muy caliente y muy cargado, y ajustándose el cinturón de seguridad se dispuso a despegar.
No necesitaba luz a la hora de seguir el rumbo en unas extensas llanuras saharianas en las que sabía que no iba a encontrar inesperados accidentes de terreno, y uno de sus más preciados placeres era el de descubrir desde el aire cómo hacía su aparición el sol sobre la línea del horizonte para ir a iluminar unos paisajes que, pese a los muchos años que llevaba contemplando, siempre tenían la virtud de fascinarle.
Amaneceres y atardeceres africanos admirados desde el privilegiado balcón de la cabina de un helicóptero que ascendía, descendía o giraba a su antojo, constituían un impagable sobresueldo a su contrato, y quizá la principal razón por la que cada año aguardaba con impaciencia el momento de que se iniciara el rally era por volver a disfrutar de aquellos mágicos vuelos sobre las dunas, las sabanas y las selvas.