—¿Y tú?
—No. Yo no.
—¿Por qué?
—Me falta experiencia.
—La experiencia es de las pocas cosas que se obtienen con el paso de los años… —le recordó Aisha.
—Pero necesita bases sólidas en las que asentarse, y yo carezco de ellas porque nuestro padre murió cuando yo aún era un niño y no tuvo tiempo de enseñarme. Luego, y aparte haber leído unos cuantos libros, todos estos años han sido tiempo perdido… —Hizo una corta pausa para añadir seguro de lo que decía—: El líder que necesitamos tiene que ser alguien que no sólo sepa desenvolverse en el desierto, sino que conozca la forma de ser de los franceses. Alguien como
el Guepardo
, pero mucho más joven…
—Le vi una vez, pero era muy pequeña y apenas le recuerdo.
—A mí me impresionó lo mucho que sabía sobre todo. Probablemente hubiera sido el hombre justo para reunificar a nuestro pueblo, pero cuando regresó de Francia estaba ya cansado de tanta guerra.
—Siempre había creído que un
inmouchar
nunca se cansa de la guerra.
—Es que aquélla fue «una guerra de franceses», en la que los hombres no luchaban espada en mano y cara a cara, sino con aviones y cañones que mataban a enormes distancias… —Se puso en pie, dio unos pasos y respiró muy hondo, como si pretendiera llenarse los pulmones con el aire de la noche—. Incluso eso ha cambiado… —musitó—. Cuando en la televisión veía cómo los misiles destrozaban en plena oscuridad un objetivo que se encontraba a cientos de kilómetros del lugar desde el que había sido lanzado, comprendí que hasta en lo que se refiere a lo que siempre fue nuestro punto fuerte, la guerra, nos hemos quedado definitivamente atrás…
—¿Qué habrá sido de él?
—¿De quién?
—De
el Guepardo
.
—Probablemente ha muerto. Era ya muy viejo.
—¿Qué crees que hubiera hecho en esta situación?
—Supongo que lo mismo que nosotros. Era un auténtico
amenokal
del
Kel-Talgimus
, y no creo que exista un solo miembro del «Pueblo del Velo» que hubiera reaccionado de modo diferente ante…
Le interrumpió la aparición de su madre, que había surgido del interior de la caverna portando una pequeña tetera y tres vasos, y que al tiempo que llenaba los recipientes, comentó:
—Uno de los prisioneros insiste en hablar contigo.
—¿Te ha dicho qué es lo que quiere?
—No, pero afirma que es el único que puede arreglar todo este embrollo.
—¿Y tú qué opinas?
—Parece seguro de sí mismo, e imagino que no pierdes nada escuchándole.
El nómada aprovechó el tiempo que le dejaba el hecho de soplar el té para reflexionar sobre lo que su madre acababa de decir, y por último hizo un leve gesto de asentimiento.
—¡De acuerdo! —dijo—. Pídele a Suleiman que lo traiga y oigamos lo que tiene que decir.
A los pocos minutos, un muchacho delgado, fibroso, de ojos claros y larga melena rubia que se sujetaba en la nuca en forma de gruesa cola de caballo, tomó asiento en una roca, y a la luz de la luna observó, no sin cierta aprensión, a sus cuatro captores.
—¿Y bien…? —inquirió Gacel en el momento de apurar hasta el fondo su vaso—. ¿Cuál es esa propuesta?
—Ante todo conviene que me presente… —comenzó el jovenzuelo cuya voz sonaba en un principio temblorosa pero que se fue tranquilizando a medida que avanzaba en su relato—. Me llamo Pino Ferrara y soy napolitano.
—Eso ya lo sabíamos. Tenemos tu pasaporte.
—Lo supongo. Pero lo que no saben, es que mi padre es banquero. Y uno de los más importantes de Italia.
—Creo haber dejado bien claro que el dinero nada tiene que ver con todo esto —replicó Gacel Sayah en tono impaciente—. Me tiene sin cuidado que tu padre sea banquero o general. Tu destino será el mismo que el de tus compañeros, aunque ninguno de ellos tuviera dónde caerse muerto.
—¡No! —se apresuró a protestar el otro—. Ese punto ha quedado muy claro y lo he entendido desde el primer momento, pero no se trata del dinero de mi padre, que de nada me sirve en estas circunstancias.
—¿Entonces?
—Se trata de que conozco bien a los que dirigen el rally y me consta que no moverán un dedo para traer hasta aquí al que les envenenó el pozo.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Porque ésta es la tercera vez que tomo parte en la carrera, y estoy convencido de que en cuanto ese hijo de la gran puta se entere de que le van a cortar una mano se largará sin que nadie se atreva a impedírselo. Puede apostar la cabeza a que no regresará si no es a la fuerza, y que no serán los organizadores del rally los que lo intenten.
—Se juegan mucho.
—Se equivoca. No se juegan nada, puesto que a la hora de firmar el contrato todos aceptamos los riesgos, por lo que se les exime de cualquier responsabilidad. —Lanzó un corto reniego—. ¡Es más! —añadió—. Saben muy bien que este tipo de historias añaden morbo a la prueba… —Hizo una corta pausa—. Sin embargo… —continuó—, si se les ocurriera la idea de secuestrar a un participante con el fin de entregárselo a unos «bandidos» que tienen la intención de cortarle una mano, se estarían metiendo en un lío que les costaría todo el dinero del mundo, la cárcel, y probablemente el fin de su negocio… ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
—Perfectamente.
—¿Y qué opina?
—Que suena lógico.
—Me alegra que empiece a verlo de ese modo. El jefe de seguridad, Fawcett, es uno de los ingleses más flemáticos que he conocido, y me consta que el día en que los corredores lleguen a El Cairo, le dará carpetazo al asunto porque en el fondo nos considera unos imbéciles a los que nos está bien empleado cuanto nos ocurra. ¿Qué pasará entonces?
—Que tendré que matarlos.
—¡Exacto! Nos matará mientras los que nos dieron un libro de ruta equivocado se lavan las manos, Fawcett volverá a su casa y el culpable de todo se largará de vacaciones a cualquier isla del Caribe… —Pino Ferrara lanzó un sonoro escupitajo al concluir—: Y no me parece justo.
—A mí tampoco, pero resulta evidente que no estamos en condiciones de hacer nada por impedirlo.
—Ustedes no, pero yo sí, porque como le he dicho, mi padre es un importante banquero, y entre sus muchas actividades, y esto es la primera vez en mi vida que lo admito y que les suplico que no salga de aquí, está la de dedicarse a lavar dinero.
Laila, Aisha, Suleiman y Gacel Sayah intercambiaron una larga y desconcertada mirada a la luz de la luna del desierto, y al fin fue la primera la que repitió estupefacta:
—¿Lavar dinero?
—Eso he dicho.
—Pero el dinero no se puede lavar… —le hizo notar la buena mujer—. Una vez se me olvidó un billete en un bolsillo del jaique y cuando fui a buscarlo estaba hecho trizas.
El desconcierto llegó ahora por parte del italiano que agitó la cabeza como si le costara un enorme esfuerzo asimilar lo que acababa de oír.
—No se trata de lavar billetes con agua y jabón… —masculló al fin—. Se trata de «blanquear» grandes sumas de dinero.
—¿Cómo has dicho…? ¿«Blanquear»?
—Exactamente.
—¿Y para qué quiere tu padre blanquear el dinero? Cada billete tiene un color, e incluso un tamaño diferente dependiendo de su valor. No entiendo por qué alguien pretende que todos sean iguales. ¿O es que en tu país las cosas funcionan de otro modo?
Pino Ferrara pareció comprender que aquél se trataba de un «diálogo para besugos», puesto que aquellos cuatro pobres beduinos perdidos desde años atrás en mitad del desierto muy poco dinero debían haber visto en su vida.
—Cuando hablo de «lavar» o «blanquear» no me refiero a billetes, sino a legalizar un dinero ilegal.
—¿Legalizar dinero ilegal? —Ahora la repetición vino por parte de Gacel—. ¿Te refieres a dinero falso?
—¡No! —El italiano estaba a punto de perder la paciencia—. ¡Falso no! Una cosa es «dinero falso», y otra muy distinta «dinero ilegal».
—Una vez intentaron darme un billete falso… —admitió el tuareg—. Pero que yo sepa nunca han intentado darme un billete ilegal. ¿En qué se nota que es ilegal?
—Dinero «ilegal» es aquel que ha sido generado por negocios sucios, como pueden ser la evasión de impuestos, la corrupción política, la prostitución o el tráfico de drogas —puntualizó su interlocutor—. Cuando alguien recibe mucho dinero cuya procedencia no puede confesar porque le meterían en la cárcel, acude a ciertos bancos que se dedican a conseguir que parezca que ese dinero ha sido ganado honradamente.
—¿Y el banco de tu padre hace eso? —Ante el mudo gesto de asentimiento Suleiman no pudo por menos que exclamar—: ¡Vaya con tu padre! ¡Menudo pájaro!
—No estamos aquí para juzgar a mi familia, sino para intentar salvar inocentes… —les hizo notar el muchacho que iba ganando confianza poco a poco—. Y entre ellos me incluyo. Lo que pretendo hacerles entender es que mi padre mantiene muy buenas relaciones con gente cuya moralidad es francamente dudosa.
—Esos que se ven en las películas en la que los malos son siempre italianos, ¿cómo se llaman…?
—«Mafiosos»… ¡No! Mi padre no tiene contacto directo con mafiosos, pero sí con hombres de negocios que los conocen bien. Le deben muchos favores, y estoy convencido de que si les pidiera que trajeran aquí a ese cretino, acabarían trayéndolo envuelto en papel de regalo.
—No me gusta la idea de tener tratos con ese tipo de gente… —musitó muy quedamente Laila.
A mí tampoco… —le replicó su hijo—. Pero es la primera vez que alguien muestra un camino que puede llevarnos a alguna parte. Si pretendemos conseguir algo de un mundo tan diferente al nuestro, tal vez tengamos que adaptarnos a normas de conducta muy diferentes a las nuestras…
—En ese caso nos estaremos comportando como ellos.
—Es posible. Pero está claro que nuestras reglas no nos llevan a parte alguna, y al final tendremos que elegir entre matar inocentes o hacer el ridículo.
—Nunca me ha preocupado hacer el ridículo.
—Pero a mí sí. Los tuaregs llevamos años haciéndolo, y por eso nos encontramos donde nos encontramos. Si tiene razón y los organizadores de la carrera se limitan a lavarse las manos, me veré obligado a cumplir mi palabra, y ésa será una carga que me perseguirá mientras viva.
—Tengo razón… —insistió el italiano que parecía comprender que su posición se hacía cada vez más fuerte—. El rally ya ha pasado por aquí y nunca les ha preocupado lo que dejan atrás. Su obsesión es avanzar a toda costa, atravesar la meta y cobrar.
—¿Cobrar de quién?
—Cobrar de todos; de los fabricantes de coches, neumáticos, lubricantes, licores, refrescos, cigarrillos, ropa o material fotográfico… —Se encogió de hombros como queriendo indicar que lo que decía era algo obvio y que carecía de importancia—. Hoy todo lo que se refiera a deportes de alta competitividad, y no cabe duda de que este rally lo es, gira en torno a unas determinadas marcas que obtienen una altísima rentabilidad por cada lira que invierten.
—Me parece que tardaría cien años en empezar a entender vuestro mundo.
—Lo supongo, y por eso mismo debería confiar en mí, que sé cómo funciona. Mi padre es de las pocas personas que conozco que pueden conseguir que le entreguen al que envenenó su pozo.
—Pero tu padre está en Italia. E Italia está muy lejos de aquí.
—Eso ya lo sé.
—¿Y qué es lo que pretendes? ¿Que te deje marchar? ¿Quién me garantizaría tu regreso?
—Nadie, pero nunca he pretendido que me deje marchar. Me basta con hablar por teléfono.
Se hizo un pesado silencio en el que los cuatro beduinos se observaron unos a otros como si creyeran que aquel pobre muchacho estaba loco, o tal vez fueran ellos los locos.
—¿Pretendes hablar por teléfono con alguien que está en Italia desde el mismísimo corazón del Teneré? —inquirió por último una más que incrédula Aisha.
—Naturalmente. Tengo un teléfono móvil en el coche. Se conecta a un satélite, que se conecta a su vez con mi casa. O incluso con el móvil de mi padre si por casualidad se encontrara en el yate. Podría hablar con él aunque se hubiera ido a Alaska.
—¡No puedo creerlo!
—¡Ni yo!
—Pues es la pura verdad. ¿Qué sacaría con engañaros? Lo más probable es que en estos momentos mi madre esté inquieta porque hace ya dos días que no la llamo.
—Si eso es como dices, y puedes hablar desde el Teneré con Italia, no cabe duda de que estamos haciendo el ridículo —sentenció un cabizbajo Gacel Sayah al que cada vez se le advertía más desconcertado—. Por mucho que lo intente, nunca conseguiré entender que se pueda marcar un número en el desierto y alguien responda desde el otro lado del mundo.
—No es más que tecnología.
—Yo creo más bien que es brujería. La magia de los franceses, contra la que jamás podremos luchar por mucho valor que derrochemos… —El
imohag
alzó el rostro hacia su hermano, y en sus ojos podía leerse la inmensidad de su abatimiento en el momento de inquirir—: ¿Tú que opinas?
—¿De qué sirve mi opinión? —quiso saber Suleiman—. Hace cuatro días mi mayor preocupación se cifraba en que una camella pariera con retraso, o que el pozo descendiera de nivel. Pero de entonces acá tan sólo oigo hablar de cosas que escapan a mi comprensión. Es como si de pronto nos hubieran transportado a otro planeta.
—No es que nos hayan transportado a otro planeta… —sentenció Laila con sorprendente seriedad—. Es que ese otro planeta nos ha invadido de repente.
—Tal vez la culpa no sea de ellos… —le replicó sin la más mínima acritud su hijo menor—. Tal vez tengamos parte de culpa por no haber sabido evolucionar. Estos últimos años, en lugar de avanzar no hemos hecho más que retroceder…
T
urki Al Aidieri aguardó a que su nieta abandonara la estancia, observó con atención al hombre que se sentaba frente a él, y tras permanecer unos instantes en silencio, como si con ello pretendiera imprimir mayor fuerza a lo que tenía que decir, comenzó:
—El «Consejo de Ancianos» tomó anoche una decisión que quiero que transmitas a tus jefes…
Amed Habaja hizo un notable esfuerzo para que su rostro permaneciese imperturbable pese a que advertía que su corazón latía con inusitada fuerza y las manos le temblaban de un modo casi perceptible.
—Los
imohag
nos hemos cansado de que continuéis considerando nuestros territorios un basurero, bueno, tan sólo para convertirlo en pista de carreras una vez al año… —continuó en idéntico tono el anciano—. Hemos sido pacientes durante demasiado tiempo, tal vez confiando en que algún día comprendierais que quienes nos vemos obligados a vivir en este perdido rincón del mundo merecemos un mínimo respeto… —Agitó la cabeza pesaroso—. Pero no ha sido así… —añadió—. Una y otra vez habéis pactado con quienes nos desprecian, nos odian y nos explotan, sin tener en cuenta que es nuestra tierra la que cruzáis, nuestros hijos a los que matáis, y nuestro ganado el que aplastáis…