Eran hombres recios y bien entrenados a los que la ira y la frustración parecían haber dado alas, ya que sacando fuerzas de flaqueza consiguieron cortarle el paso al fugitivo, obligándole a desviarse de su natural ruta de escape y empujándole cada vez más hacia el interior de una llanura en la que confiaban en poder abatirle fácilmente.
Fueron unos largos y casi angustiosos momentos de tensión, en los que un espectador neutral no hubiera sabido decidir sobre quién tenía que apostar.
Al beduino se le advertía más ágil y menos cansado, acostumbrado desde que nació a correr sobre la arena, pero sus perseguidores se encontraban muy bien situados y mejor armados, por lo que resultaba evidente que nunca le permitirían regresar a la protección de las rocas.
No obstante, a los pocos minutos, de entre esas mismas rocas surgió un nuevo dromedario montado en esta ocasión por Suleiman Sayah, que se dirigió hacia el este buscando reunirse con su hermano en un lejano punto de la llanura previamente determinado.
Al descubrirlo los cuatro hombres parecieron llegar a la conclusión de que todos sus esfuerzos estaban condenados al fracaso, por lo que se dejaron caer sudorosos, frustrados, sedientos y agotados, para observar cómo el fornido jinete llegaba a la altura del hombre que corría, le aferraba del brazo y lo alzaba como una pluma para permitir que cabalgara a sus espaldas regresando, sin prisas, al seguro refugio del macizo montañoso.
Cuando Julio Mendoza transmitió a Bruno Serafian la mala nueva de que en el fondo del barril tan sólo habían quedado unos cuantos litros de agua y cinco balas, el armenio se vio obligado a echar mano de toda su reconocida capacidad de autocontrol con el fin de evitar que sus hombres se contagiaran del terror que súbitamente se había apoderado de su ánimo.
En cuestión de minutos, y por culpa de un audaz golpe de mano en verdad imprevisible, había pasado de una posición dominante, a una situación verdaderamente angustiosa.
Confiaba en sus hombres, convencido como estaba de que eran sin duda los mejores profesionales con los que se podía contar en aquellos momentos, pero también tenía plena conciencia de que si bien estaban acostumbrados a soportar todo tipo de penalidades, la sed constituía un implacable enemigo contra el que ni el más avezado de los mercenarios había aprendido a enfrentarse.
En semejante lugar y con los escasos recursos de agua que los tuaregs les habían dejado, perdían toda posibilidad, no ya de salir triunfantes, sino incluso de sobrevivir.
A más de cincuenta grados de temperatura ese agua se convertía en un elemento absolutamente imprescindible y tomó plena conciencia de que a partir de aquel momento nadie pensaría ya en la misión que les había llevado hasta allí, sino en la forma de conseguir continuar respirando.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
Se volvió al número «Once» que era el primero que se había atrevido a musitar apenas la escabrosa pregunta que se había adueñado del ánimo de la mayoría de sus hombres.
—¿Tú qué crees? —replicó con evidente acritud.
—Prefiero no creer nada, pero cuando acepté este trabajo lo último que pude imaginar era que fallara la logística.
—Lo que ha fallado no es la logística, sino la lógica… —fue la áspera respuesta—. Que siete profesionales no sean capaces de defender sus reservas de agua frente a un piojoso beduino carece de toda lógica. —
El Mecánico
hubiera deseado lanzar un escupitajo, pero no disponía de suficiente saliva—. Por fortuna aún nos queda otro barril, pero me temo que con eso no basta para todos.
—¡Resulta increíble! —protestó alguien—. Un solo tipo ha sido capaz de darnos por el culo. ¡Sencillamente increíble!
—Admito que en parte la culpa es mía… —reconoció honradamente el armenio—. Había previsto cualquier tipo de estratagema, menos el hecho de que se decidieran a luchar a campo abierto.
—Los tuaregs tienen fama de ser magníficos guerreros en campo abierto —le hizo notar otro de los presentes—. Tenías que haberlo previsto.
—Pues lo cierto es que no lo había previsto y lo siento. ¿Qué más puedo decir?
—Nada, porque de nada sirven ahora las palabras ni las lamentaciones.
—Hay algo que tampoco entiendo… —se decidió a intervenir el sudafricano Sam Mullen que seguía evidenciando ser un hombre incapaz de perder los nervios bajo ninguna circunstancia—. O yo he entendido mal, o nos habías asegurado que éste era un lugar desolado en el que cualquier cosa que se moviera no podía ser más que un enemigo.
—Eso dije.
—Pues lo cierto es que me he pasado el día viendo buitres, hienas y chacales. Más que el último rincón del Teneré, esto parece un zoológico.
Ya me había dado cuenta, y está claro que acuden al olor de la carroña.
—¿Qué clase de carroña? —Supongo que la de los cadáveres de los rehenes.
—Pues si los rehenes se han convertido en carroña…
—A mi modo de ver no debe quedar ninguno puesto que esos buitres vuelan sobre cuatro puntos diferentes. —Sam Muller chasqueó la lengua en un claro ademán de fastidio al añadir—: Ahora, cinco, ya se están dando un auténtico banquete con los cuerpos del muchacho y del número «Dos». —Observó de medio lado a su jefe al inquirir—: ¿De verdad crees que eso significa que ya han matado a los rehenes que quedaban?
—No sabría qué decirte.
El sudafricano meditó unos instantes para acabar señalando el cielo y negar con un gesto de la mano:
—A mí no me cabe en la cabeza que nadie se dedique a ejecutar a cuatro personas en cuatro puntos diferentes y muy separados entre sí. ¡Eso sí que no me lo trago!
—¡Tampoco yo…! —admitió el armenio—. Pero no encuentro ninguna otra explicación… ¿Y en realidad qué importa ahora sobre quién vuelan los buitres? Como no reaccionemos, muy pronto estarán volando sobre nuestras cabezas.
—¿Cuándo está previsto que regrese el avión?
—Dentro de tres días.
—¡Tres días! —se horrorizó otro de los presentes que se había limitado a escuchar en silencio sentado sobre una roca—. ¿Y no hay forma de comunicarse con los pilotos para que vuelvan? ¿Qué coño pintamos aquí?
—Su base está en Angola y tienen que volar siempre de noche y dando grandes rodeos. No vale la pena intentar ponernos en contacto con ellos, porque no creo que pudieran ganar ni siquiera una hora ya que tenían previsto aterrizar al amanecer, y a oscuras no pueden hacerlo.
—¿Y cómo se supone que vamos a sobrevivir durante tres días si andamos escasos de agua?
—Tenemos dos opciones.
—¿La primera?
—Improvisar tiendas de campaña con los paracaídas, meternos dentro y resistir consumiendo lo menos posible.
—¿Y la segunda?
—Avanzar todo lo aprisa que podamos, encontrar la cueva, y apoderarnos del agua que trajo el helicóptero. Si han matado a los rehenes a esos hijos de puta debe quedarles más que suficiente.
—Nos estarán esperando en cada recodo del camino.
—Es de suponer.
—Y han demostrado ser unos magníficos tiradores que según Mendoza cuentan con rifles de mira telescópica.
—Eso parece.
—¿Cuántas cuevas puede haber ahí dentro?
—Eso nadie lo sabe, pero si las montañas se levantaron a causa de una antiquísima erupción volcánica, pueden ser muchas. Cuando se enfría la lava tiende a dejar grandes cavidades de difícil acceso.
—¿Y aun así crees que sería una buena idea atacar a pecho descubierto sabiendo que en cada una de esas cuevas nos puede estar acechando un tipo armado hasta los dientes?
—Yo no he dicho que sea una buena idea… —puntualizó quisquilloso
el Mecánico
—. He dicho que es una de las dos que se me ocurren.
—Un par de cagadas.
—Admito que son malas, pero la cuestión es decidir cuál de las dos sería la menos mala.
—¿Tú por cuál te inclinas?
La sorprendente respuesta de Bruno Serafian evidenció sin ningún género de dudas hasta qué punto se sentía desmoralizado.
—Creo que dadas las circunstancias no tengo derecho a opinar —dijo—. Aceptaré lo que decida la mayoría.
—Puede que exista una tercera… —intervino el número «Tres», un norteamericano alto y flaco, veterano de la guerra del Golfo.
—¿Y es?
—Caminar toda la noche hasta el pozo, sacar el agua y dejarla que repose para que el aceite se quede arriba. Tal vez podamos utilizar la que quede debajo.
—El problema no es el aceite… —le hizo notar Sam Muller—. El problema está en que no sabemos de qué clase de aceite se trata, ni qué tipo de productos químicos utiliza. Son esos productos los que se disuelven en el agua y nos pueden matar, dejarnos ciegos o paralíticos. Por lo que a mí respecta no estoy dispuesto a correr ese riesgo.
La mayor parte de sus compañeros expresaron de una u otra forma que compartían su opinión, por lo que llegó un momento en que
el Mecánico
se vio obligado a alzar los brazos pidiendo calma.
—¡Está bien! —exclamó—. Sometámoslo a votación. ¿Atacamos o esperamos?
Y
o atacaría ahora.
Gacel Sayah apartó la vista del compacto grupo que formaba una especie de conciliábulo en la distancia para volverse a su hermano que permanecía acuclillado con la espalda apoyada en el farallón de negra piedra.
—Yo también… —admitió—. Cuanto más tiempo pase, más difícil lo tienen. Pero son «franceses» y nunca se sabe cómo van a reaccionar.
—Nunca he conocido ninguno que no pierda los nervios cuando se enfrenta a la sed y el calor.
—Ese tipo de gente está acostumbrada a las situaciones más peligrosas y, a no ser que esperen ayuda, imagino que optarán por jugarse el todo por el todo.
—¿Sinceramente crees que tenemos alguna posibilidad de éxito si les plantamos cara?
—Sinceramente, no. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer?
Suleiman se encogió de hombros como si ni siquiera él mismo estuviera convencido de lo que iba a decir.
—Ocultarnos y esperar. Les llevaría semanas registrar una por una todas las cuevas de la zona y no creo que encontraran nunca la entrada de la nuestra.
—En ese caso seríamos nosotros los que acabaríamos muriendo de sed. Pronto o tarde alguien acudirá a buscarlos y si trae agua se pueden sentar a esperar pacientemente a que salgamos de nuestra madriguera… —El
imohag
negó con un leve ademán de cabeza—. Nuestra única posibilidad de salvación estriba en convencerles de que éste es un reducto inexpugnable; un laberinto en el que pueden acabar por volverse locos. ¿Cuánto hace que venimos a cazar aquí, y cuánto tiempo hemos necesitado para llegar a conocerlo tal como ahora lo conocemos?
—Seis o siete años.
—Ésa es nuestra mejor arma —sentenció Gacel—. La necesidad nos obligaba a perseguir a las piezas hasta el último rincón de la última caverna, y recuerdo que incluso nos perdimos en más de una ocasión. Conocemos el terreno hasta en sus más mínimos detalles y tenemos que aprovecharlo.
—Pero es que son muchos, y cuantos más matemos, más tiempo y más oportunidades les damos a los demás, puesto que serán menos a repartirse el agua —le hizo notar su hermano.
—En eso tienes razón…
—¿Y…?
—Se me ocurre una idea… —El targui sonrió apenas al tiempo que guiñaba picarescamente un ojo—. No mataremos a nadie.
—Entonces ¿cómo vamos a acabar con ellos?
—Hiriéndoles. Un muerto no necesita agua, pero un herido sí. Y a veces más que un hombre sano.
—Eso es muy cierto… —admitió Suleiman admirado por la muestra de malvada astucia que acababa de dar su hermano—. Pero ¿y si ellos mismos se dedican a rematarles como hicieron con ese muchacho?
—Dudo que se atrevan. El muchacho no era uno de ellos, y me juego la cabeza a que en cuanto un mercenario vea que rematan a un compañero y que él puede ser el siguiente en caer, preferirá deponer las armas. Una cosa es que te maten en plena lucha, y otra que te peguen un tiro cuando estás indefenso.
—No cabe duda de que eres digno del nombre que llevas. Ésa era la forma de actuar que convertía en invencible a nuestro padre.
—Me enseñó muchas cosas. Tú aún eras muy pequeño y no puedes acordarte, pero cada vez que hablaba era para decir algo que habría de servirte en un futuro.
El menor de los Sayah hizo un leve gesto con la cabeza hacia la llanura.
—Se mueven —dijo.
—Era de esperar.
—Alcanzarán aquellas rocas al oscurecer.
—
«La noche es buena amiga de los tuaregs, que clavan las estrellas en la punta de sus lanzas con el fin de que les iluminen el camino»
—sentenció Gacel evocando un viejo dicho del desierto.
—Pero ellos pueden ver de noche mejor que yo.
—Ya te he enseñado cómo funcionan esos aparatos… —fue la respuesta—. Lo primero que tenemos que hacer es conseguirte uno.
—¿Cómo?
—Quitándoselo a quien lo tenga.
A veces dices las cosas de una manera que parece que todo resulta muy fácil.
—Nada en nuestra vida resulta fácil, hermano. Nos arrebataron a nuestro padre cuando éramos niños, pasamos infinidad de calamidades cuando todavía no éramos hombres, y ahora, ya de adultos, nos persiguen como si nos hubiéramos convertido en el último antílope de la llanura. Si hemos sido capaces de sobrevivir al acoso de un ejército y a la desolación del Teneré, ¿qué problema puede significar tender una emboscada a una triste pandilla de atemorizados extranjeros?
—¿Cuándo quieres que lo hagamos?
—En la hora gris. Recuerda el refrán:
«Quien se enfrenta por la mañana a un “francés”; tiene todas las de perder. Quien se enfrenta al oscurecer, tiene muchas posibilidades de vencer».
—¿Y eso por qué?
—Porque en el desierto la mayoría de los europeos usan gafas de sol, pero aun así su luz les deslumbra y les molesta durante el día. Luego, al oscurecer se las quitan, pero tardan en acostumbrarse a la penumbra debido a que tienen los ojos enrojecidos e irritados.
—¿Y eso los vuelve vulnerables?
—Mucho, porque es el momento en que suele soplar con más fuerza un viento que hace volar la arena, lo que contribuye a cegarlos, y la hora en la que se encuentran sudorosos, cansados, nerviosos y asaltados por nubes de mosquitos, hasta el punto de que ni el mejor tirador sería capaz de acertarle a un elefante a diez metros.
—Nunca me había fijado en esos detalles.
—Pues ya es hora de que empieces, porque la primera obligación de un
imohag
es estudiar cada movimiento del cielo, la tierra, los hombres, las plantas o las bestias, porque de la profundidad de sus conocimientos dependerá la longitud de su vida.