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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Los ojos del tuareg (26 page)

Por lo general, una cabeza, una nuca y una espalda bien protegidas resisten al sol, al calor y a la reverberación de la arena cinco veces más que un pecho, un rostro o unos ojos, y si estos últimos no son lo suficientemente oscuros, su indefensión acaba siendo patética.

Al número «Nueve» nadie le había advertido que en el Teneré nunca se debe caminar de cara al sol, por lo que a media mañana apenas alcanzaba a distinguir los objetos a cien metros de distancia, y a media tarde el mundo se había convertido para él en una especie de glauca nebulosa.

—¡Aquí «Nueve»! —musitó roncamente a través de la radio—. Necesito ayuda.

—¿Qué clase de ayuda? —quiso saber de inmediato el armenio.

—Cualquier clase de ayuda… —fue la amarga petición impropia de un hombre de la reconocida entereza del irlandés—. Este maldito sol me ha abrasado los ojos.

Bruno Serafian podía ser cualquier cosa menos estúpido, y las horas que había pasado bajo lo que le había dado la impresión de constituir una impalpable lluvia de plomo derretido le habían permitido reflexionar sobre el incontable número de errores que había cometido a la hora de plantear lo que en un principio pareció constituir una rutinaria operación de búsqueda y captura.

Resultaba evidente que su reconocida experiencia en la larga y agotadora guerra del Chad de nada le había valido, puesto que los durísimos desiertos chadianos en los que con tantas penurias había combatido podían considerarse casi como un vergel comparados con la pétrea fortaleza natural a la que se enfrentaba en aquellos momentos.

Ni la temperatura era la misma, ni era el mismo el paisaje, ni nada de cuanto pudiera recordar se semejaba en lo más mínimo a un infierno del que incluso los propios demonios se diría que habían renegado en su momento.

No más de seis kilómetros en línea recta le debían separar de su objetivo, al parecer tan sólo dos «piojosos beduinos» se oponían a su avance, pero en la reseca boca había hecho ya su aparición el conocido sabor metálico de la derrota, puesto que comenzaba a invadirle la desagradable sensación de que no se estaba encarando ni a la naturaleza ni a los hombres, sino a una fuerza infinitamente superior cuyo poder estaba muy por encima de cualquier ejército.

No se trataba ya del sol, el calor, la sed, la arena, el viento o incluso de las emboscadas o las balas…

Se trataba quizá de que el supremo creador había decidido que aquél era un lugar inviolable; un último refugio o la definitiva demostración de su inconmensurable poder, y que por lo tanto
el Mecánico
como sus hombres no eran apenas algo más que míseras hormigas que hubieran osado desafiar a un gigantesco «tiranosaurio».

—Todos necesitamos ayuda… —musitó al fin para sus adentros—. Cualquier tipo de ayuda.

G
acel Sayah abrió los ojos, calculó la altura a la que volaban los buitres y decidió que había llegado el momento de abandonar su tranquilo refugio a la sombra de un saliente de piedra para trepar hasta una pequeña atalaya desde la que dominaba la mayor parte de la vertiente oriental del macizo rocoso.

Tal como imaginaba, sus enemigos también habían comenzado a moverse, pero le intrigó descubrir que no continuaban esforzándose en estrechar el cerco, sino que parecían haber decidido cambiar de táctica.

Ahora una mitad se encaminaba hacia el norte y la otra hacia el sur con la evidente intención de reagruparse y constituir dos únicos frentes.

Los observó a través de la mira telescópica del rifle de Nené Dupré y no pudo evitar una leve sonrisa de satisfacción.

Tal como suponía, el sol y el viento les habían golpeado con dureza.

Con extrema dureza.

Si el
imohag
hubiera asistido en alguna ocasión a una corrida de toros, tal vez habría podido comparar el estado de ánimo de aquellos sudorosos caminantes con el de una poderosa bestia de agresiva cornamenta que, tras surgir briosamente del toril dispuesta a comerse el mundo, hubiera sufrido inesperadamente y con excesivo ensañamiento el cruel castigo del tercio de varas a manos de un implacable picador.

Incluso desde aquella distancia resultaba perceptible que la firmeza de su andadura y la marcialidad de la noche anterior había dado paso a una evidente desidia y dejadez, ya que las piernas parecían pesarles como si les hubieran sujeto a los tobillos una bola de acero.

El principal aliado que desde los más remotos tiempos habían tenido los tuaregs había ganado ya su primera batalla.

El desierto era un poderosísimo guerrero que raramente bajaba la guardia, y tanto más daño hacía cuanto más tiempo pasaba.

La mejor táctica que podían continuar empleando por tanto los hermanos Sayah era la de evitar cualquier tipo de confrontación, golpear corto y rápido, y permitir que la inclemencia de los elementos continuara su devastadora labor de desgaste.

Gacel tenía muy claro que aquélla era una guerra, aún no estaba en absoluto ganada y cualquier sorpresa desagradable cabía esperar de la siempre imprevisible tecnología «francesa», pero también tenía de igual modo muy claro que sus enemigos se encontraban lo suficientemente desmoralizados como para verse obligados a cambiar de forma muy sustancial su planteamiento inicial.

A partir de aquel momento el cerco original pasaría a convertirse en una especie de enorme «tenaza», pero a su modo de ver ello no impediría que la arena continuase siendo arena, la roca, roca, el sol, sol y el calor, calor.

Y a la arena, las rocas, el calor y el sol, lo mismo le daban los «cercos» que las «tenazas».

Cada vez que uno de aquellos hombres diera un paso tendría que darlo por sí solo, cada vez que tuviera la impresión de que el cerebro estaba a punto de estallarle no podría recibir ayuda alguna, y cada vez que el terror a morir deshidratado se le asentara en la boca del estómago de nada le servirían las palabras de consuelo.

La mayoría había nacido en climas templados, por mucho que lo intentaran el desierto nunca podría ser su hábitat, y debido a ello el hecho de moverse, incluso tan despacio como lo estaban haciendo, provocaba que cada poro de su piel rezumara ininterrumpidamente una diminuta gota de sudor.

Y allí, en el corazón del Teneré, cada gota de sudor tenía casi el mismo valor que una gota de sangre.

Quietos perderían unos ocho litros de sudor al día, más del doble si se veían obligados a caminar, y como no consiguieran reponer de inmediato al menos la mitad de ese líquido comenzarían a sentir mareos, fatiga, fiebre e irritabilidad. Las capas superiores de la piel se ennegrecerían, tensándose y apergaminándose, y descubrirlo les provocaría un súbito ataque de pánico, puesto que los mercenarios sabían por experiencia que ése constituía siempre el paso previo a un inevitable colapso renal.

En semejantes circunstancias ningún europeo sería capaz de controlar su ritmo cardíaco, por lo que entraría rápidamente en coma.

Al poco, una llamada larga y sostenida atravesó las quebradas, y al instante Suleiman hizo su aparición sobre una lejana colina.

Gacel se despojó del turbante, lo lanzó al aire y permitió que cayera al suelo sin hacer la menor intención de recogerlo, lo cual constituía una clara indicación de que deseaba que se reuniesen a mitad de camino. Media hora después tomaban el té sentados el uno frente al otro como si la más absoluta paz reinara en cientos de kilómetros a la redonda.

—Hay algo que no entiendo… —puntualizó un desconcertado Suleiman cuando hubieron concluido de cambiar impresiones sobre los acontecimientos del día—. ¿Por qué razón han asesinado a ese muchacho?

—Tampoco yo me lo explico. —Se vio obligado a responder su hermano—. Admito que pudieran dispararle por error en la oscuridad, pero no me cabe en la cabeza que lo ejecutaran de ese modo a plena luz del día.

—¿Crees que podía estar gravemente herido?

—No daba esa impresión. Hablaba con naturalidad cuando de pronto, el que parece el jefe, le descerrajó un tiro en la nuca…

—Puede que lo haya hecho para acusarnos… —sentenció Suleiman.

—Lo he pensado, pero no es eso lo que ahora me preocupa… —le hizo notar Gacel—. Me preocupa que esa «ejecución» sea una prueba de que vienen dispuestos a acabar con todo y por las malas. ¿Qué se puede esperar de alguien que remata a sangre fría a un herido?

—No creo que tengamos nada que esperar… —musitó en un tono apenas perceptible el menor de los Sayah—. Que yo recuerde siempre nos hemos tenido que valer por nosotros mismos y ése parece seguir siendo nuestro destino: una vez más se trata de ellos o de nosotros.

—Nunca quise llegar a estos extremos, pero me temo que no nos dejan demasiadas opciones. —Gacel hizo un gesto a su hermano para que le siguiera hasta un pequeño altozano desde el que se dominaba la rojiza llanura arenosa, apoyó el rifle de mira telescópica en un saliente, enfocó con sumo cuidado y por último señaló hacia el Sudeste.

—¿Qué ves en la ladera de aquella duna? —inquirió.

El otro tardó en replicar puesto que resultaba evidente que no estaba acostumbrado a mirar a través de una lente por lo que se veía obligado a guiñar cómicamente los ojos una y otra vez, pero al cabo de un rato alzó el rostro para señalar no demasiado seguro de sí mismo:

—Parece un barril.

—Eso es lo que yo creo… —admitió su hermano—. Un barril unido a un paracaídas.

—¿Agua?

El beduino asintió convencido al tiempo que puntualizaba:

—Probablemente contiene una buena parte de sus reservas de agua.

Y ¿qué hace ahí?

—Está claro que lo lanzaron sobre las dunas con el fin de evitar que se rompiera al golpear contra las rocas, y que de momento lo han dejado donde cayó porque aún no lo han necesitado.

Aunque aún no lo hayan necesitado, nadie es tan estúpido como para abandonar tanta agua en mitad del desierto.

Y ¿quién podría quitársela? —quiso saber su hermano—. No la han abandonado porque saben que ningún animal conseguiría abrir nunca uno de esos barriles metálicos, y nosotros ni siquiera podemos aproximarnos. Tal vez incluso hayan pensado que ése es el lugar más seguro para guardarlo: en mitad de una duna y a la vista de todos.

—Una tentación demasiado grande.

—O quizá una trampa. Si se nos ocurriera la estúpida idea de intentar acercarnos aprovechando la oscuridad, nos volarían la cabeza puesto que pueden vernos de noche.

—Por fortuna no saben que lo sabemos.

—Eso es algo que tendremos que agradecer a Nené Dupré.

—Y tampoco saben que tú puedes verles.

—Me temo que eso es algo que empiezan a sospechar porque el tiro me salió demasiado preciso… —Gacel hizo una corta pausa antes de inquirir—: ¿Cuánta agua puede contener uno de esos barriles?

—No creo que llegue a los doscientos litros. ¿Imaginas lo que ocurriría si consiguiéramos arrebatársela? —Suleiman no pudo evitar una leve sonrisa—. Un puñado de europeos escasos de agua en mitad del desierto se cagaría patas abajo.

—¿A qué distancia puede estar?

—¿El barril…? Calculo que a unos tres kilómetros. Demasiado lejos como para intentar nada.

—Demasiado lejos, en efecto. Sin embargo, se me ha ocurrido una idea.

—¿Y es…?

—Hacer aquello que nunca esperarían que hiciera un tuareg…

—¿Como qué…?

Dos horas más tarde, cuando ya el sol comenzaba a declinar y las primeras sombras se alargaban por la llanura preludiando el fin del insoportable bochorno, un veloz dromedario montado por un hábil jinete hizo de improviso su aparición surgiendo de entre las rocas, para echar a correr directamente hacia el este.

Los siete hombres que habían reiniciado tiempo atrás su lento avance desde el sur tardaron un par de minutos en advertir su presencia, y quizá otro tanto en discutir sobre si se trataba o no de un acobardado fugitivo que intentaba escapar del asedio.

Tan sólo cuando advirtieron que el jinete variaba bruscamente su rumbo enfilando hacia las dunas del sudeste, parecieron comprender cuáles eran sus auténticas intenciones.

—¡El agua! —aulló fuera de sí Julio Mendoza—. ¡Ese hijo de puta va a por el agua! De inmediato iniciaron una loca estampida tratando de cortarle el paso, pero Gacel Sayah se había desviado lo suficiente como para estar en condiciones de dar un gran rodeo buscando aproximarse a su objetivo llegando desde el nordeste.

Unos hombres corrían y otros disparaban alocadamente, pero muy pronto la mayoría llegó a la conclusión de que se encontraban demasiado lejos como para tener la más mínima posibilidad de abatir a un brioso animal que daba la impresión de volar sobre la arena.

El tuareg parecía haber calculado al detalle la velocidad y resistencia de su montura, exigiéndole el máximo a base de golpearla en el cuello y los lomos con una larga fusta, hasta el punto de que cabría asegurar que era aquélla una carrera en la que el animal estaba condenado a morir reventado.

Metro a metro, zancada a zancada, el bravo «mehari» continuó su marcha ante la desesperación de quienes comprobaban, horrorizados, que no existía forma humana de detenerlo, y cuando al fin la noble bestia dio el primer traspié y resultó evidente que había llegado al límite de sus fuerzas, menos de setecientos metros le separaban del nacimiento de las dunas.

En esos momentos Gacel Sayah saltó de la montura, rodó sobre la arena, giró sobre sí mismo como un gato, e inició a su vez una veloz carrera de poco más de doscientos metros con el arma en la mano para tumbarse cuan largo era sobre un montículo de arena.

Aguardó unos instantes con el fin de tomar aire y serenar el pulso, se encaró el rifle, ajustó la mira telescópica y rápidamente efectuó una docena de disparos.

Al menos cinco balas impactaron en el blanco perforando la dura chapa de acero y permitiendo que de inmediato gruesos chorros de agua escaparan en todas direcciones.

Los siete hombres gritaban, maldecían, corrían y disparaban.

Dudaban entre intentar acabar con su atacante o procurar llegar al barril con intención de contener la sangría del precioso líquido, pero Gacel Sayah ni siquiera reparaba en su presencia, atento únicamente a continuar con su destructiva labor, hasta que al fin pareció darse por satisfecho convencido de que había causado un daño.

Tan sólo entonces se puso en pie para iniciar una rítmica carrera en dirección opuesta a la que había traído.

Cuatro de los mercenarios se lanzaron tras él.

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