Los ojos del tuareg (33 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

—¡Lo mismo te digo!

—¡Suerte…! ¡La vais a necesitar!

—¡Suerte…! ¡Tú también la vas a necesitar!

Los cuatro miembros de la familia se apartaron porque al alzar el vuelo el helicóptero levantaba nubes de arena y polvo y permanecieron muy quietos observando cómo la rugiente máquina voladora ganaba altura, trazaba un amplio círculo y regresaba para cruzar sobre sus cabezas mientras varios de los pasajeros les despedían agitando la mano.

De pronto, la portezuela se abrió y la pesada bolsa de color naranja voló por los aires para ir a caer a unos veinte metros de distancia.

En lo alto Nené Dupré sacó casi medio cuerpo al exterior, les dedicó un rotundo corte de mangas y sonrió de oreja a oreja al gritar con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡El que ríe el último ríe mejor! Dicho eso puso rumbo al nordeste y a los pocos minutos el aparato no era ya más que un punto en el horizonte.

Tan sólo entonces la familia Sayah se aproximó a la bolsa, Aisha la abrió y se quedó unos instantes alelada, con la boca abierta y los ojos como platos.

—¿Es posible que exista tanto dinero? —exclamó al fin.

—Exista o no exista, no vamos a quedárnoslo —le hizo notar su hermano—. No es nuestro.

—¿Y qué piensas hacer con él? —quiso saber Suleiman—. ¿Dejarlo aquí para que los chacales se limpien el culo? ¿O dejarlo aquí y esperar a que dentro de cien años un viajero perdido se tropiece con él?

—No lo sé, ni me importa.

—¡Escucha, hijo…! —intervino Laila que había tomado asiento en una piedra mientras observaba con atención un grueso fajo de billetes muy nuevos que Aisha le había entregado—. Tú eres el jefe de la familia y siempre respetaré tus decisiones, pero tu hermano tiene razón y dejar aquí todo este dinero no beneficiaría a nadie…

—Está manchado de sangre.

—Si todo el dinero manchado de sangre se abandonara en el desierto, jamás volveríamos a ver la arena… —sentenció la buena mujer con una leve sonrisa—. Y lo mejor que se puede hacer para «lavarlo», no es lo que hace el padre de Pino Ferrara, sino emplearlo bien.

—Todo el mundo asegura que va a emplear bien el dinero, pero a la hora de la verdad nadie lo hace.

—Podemos ser una excepción… —le hizo notar su madre—. Te propongo un trato: nos quedamos con la mitad de este dinero, y la otra mitad la empleamos en mejorar los pozos de la zona que buena falta les hace. Nuestra gente necesita agua y lo sabes.

Gacel Sayah tardó en responder, observó uno tras otro a sus hermanos, leyó en sus ojos una velada súplica que permitía adivinar que aceptarían su decisión por dolorosa que pudiera parecerles, y al fin se inclinó para observar por primera vez el contenido de la bolsa naranja.

—¡De acuerdo! —masculló—. Me parece un trato justo.

Aisha no pudo contenerse y se precipitó a abrazarle mientras Suleiman se limitaba a esbozar una leve sonrisa de satisfacción al tiempo que comentaba:

—Me encanta que ese francés sea más testarudo que tú. ¿Qué hacemos ahora?

—Marcharnos cuanto antes.

—¿Con un solo camello…? —le hizo notar Suleiman—. Las mujeres no aguantarían tres días de marcha.

—¿Y qué remedio nos queda?

—Iré hasta
Sidi-Kaufa
y regresaré con un camión —señaló Suleiman.

—¿Un camión…? —repitió asombrada su madre—. ¿Pretendes alquilar un camión para nosotros solos?

—¿Por qué no? Ahora podemos permitírnoslo.

—¡Qué pronto te has acostumbrado a ser rico…! —ironizó Laila en tono burlón—. ¡Nada menos que un camión…!

—¡No es para tanto!

—¿Y adónde iremos a parar con semejante despilfarro…?

Gacel se vio obligado a intervenir, por lo que, acuclillándose junto a su madre, eligió dos de los billetes del gran fajo que tenía en la mano y los abanicó muy suavemente ante sus ojos.

—«Esto» bastará para pagar un camión que nos lleve muy lejos… —dijo al tiempo que con la otra mano le acariciaba el cabello tal como le gustaba hacer a menudo—. Es más dinero del que hemos visto en años, y tienes que empezar a hacerte a la idea de que las cosas han cambiado.

—¡Pero es que…!

—No quiero discusiones —añadió él con cierta sequedad pero con manifiesta intención—. Si el dinero empieza a traernos problemas, prefiero que las cosas continúen como están. ¡Lo dejamos aquí y que no se hable más!

—¡Ah, no…! —se apresuró a replicar ella apartándose como si creyera que le iban a quitar lo que tenía—. ¡Eso sí que no! Acepto lo del camión, pero tenemos que guardar una parte para la dote de tu hermana…

Aisha es joven, hermosa, inteligente, decente, buena y trabajadora… —fue la respuesta—. Encontrará el marido que quiera, pero te doy mi palabra de que además tendrá la mejor dote que ninguna muchacha del «Pueblo del Velo» haya tenido nunca.

—Eso es lo que quería oír.

—¡De acuerdo entonces…! —Gacel se volvió a su hermano al tiempo que hacía un gesto hacia la bolsa de deportes—. Coge lo que necesites y vuelve con ese camión. Compra también algo de ropa porque lo cierto es que con estos andrajos no podemos presentarnos en ninguna parte, pero procura no llamar la atención.

—¡Haré una lista de lo que necesitamos…! —se apresuró a señalar Laila.

Su hijo mayor la observó de arriba abajo y no pudo por menos que esbozar una leve sonrisa humorística al tiempo que negaba una y otra vez con la cabeza:

—¡Aún no hace diez minutos que somos ricos, y ya empezamos a tener «necesidades»…!

Permitió no obstante que, de regreso a la gran cueva, ambas mujeres apuntaran cuidadosamente sus peticiones en un pedazo de papel, y ayudó a Suleiman a cargar el único dromedario que les quedaba.

—Ve con cuidado… Supongo que aún continuamos teniendo enemigos —le recomendó—. No hagas alardes de dinero, y tómate el tiempo que necesites.

—Me preocupa dejarte solo… ¿Y si surgen problemas?

—¿Aquí…? No lo creo. Las mujeres estarán seguras en la cueva y siempre he sabido cómo arreglármelas…

—¿Y si se les ocurriera volver?

—¿A los mercenarios…? Imagino que no estarán tan locos… ¡Ve tranquilo y que Alá te guíe!

—¡Que él te proteja!

Cuando su hermano desapareció tras una lejana duna, Gacel Sayah tomó asiento sobre una roca y se dedicó a contemplar la puesta de sol mientras meditaba sobre cuanto había ocurrido y sobre cómo debía enfocar el futuro de su familia de allí en adelante.

Aún le costaba trabajo hacerse a la idea de que la miseria en que siempre habían vivido había quedado definitivamente atrás.

Aún su mente se negaba a asimilar que la mitad de la asombrosa cantidad de dinero que contenía aquella bolsa pudiera ser suya.

Aún le parecía estar viviendo un sueño.

Estaba asustado.

Por primera vez en su vida, el valiente
«inmouchar»
que había demostrado ser capaz de encarar incontables peligros sin perder la calma se sentía atemorizado por el rumbo que estaban tomando los acontecimientos.

Su padre y la experiencia le habían enseñado a enfrentarse a la miseria y a todos los posibles enemigos de los habitantes de los desiertos más inhóspitos, pero nadie le había enseñado a convivir en armonía con uno de sus más viejos enemigos: el dinero.

Tradicionalmente, para los beduinos ese dinero no constituía más que una forma práctica de equilibrar pequeñas diferencias cuando se trataba de realizar un trueque, útil en especial a la hora de compensar el precio de dos camellos con el de siete cabras, o el de cinco metros de tela con el de un saco de cebada.

En los grandes mercados de los oasis solían abundar los dátiles y el ganado, pero por lo general escaseaban los billetes, y cuando al fin estos últimos se dignaban hacer su aparición, acostumbraban a estar tan viejos y manoseados que más parecían reliquias de tiempos muy remotos que auténtica moneda de curso legal.

Ahora, sin embargo, y en lo más profundo de «La Cueva de las Gacelas» se ocultaba una panzuda bolsa de colores chillones que contenía más billetes nuevos, relucientes y embriagadoramente olorosos de los que hubieran circulado jamás a todo lo largo de la historia del afamado mercado de
Sidi-Kaufa
, y por lo tanto resultaba en cierto modo lógico que el
imohag
Gacel Sayah se sintiera confuso hasta el punto de plantearse serias dudas sobre cuál debería ser la actitud a adoptar frente a tan impactantes e insospechados acontecimientos.

Para la inmensa mayoría de los seres humanos, pasar bruscamente de la pobreza a la riqueza se traducía de inmediato en una rápida y casi compulsiva ansiedad a la hora de adquirir todos aquellos bienes materiales —por lo general superfluos— que desde siempre habían poblado sus más locos sueños, pero para cierto tipo de nómadas, tales bienes superfluos podían llegar a convertirse en una auténtica pesadilla.

Quienes en realidad amaban al desierto amaban ante todo la libertad de movimientos, y tras años de verse obligado a permanecer en un mismo punto por causas totalmente ajenas a sus deseos, Gacel Sayah aspiraba a emular las hazañas de su padre, que había sido el único guerrero capaz de atravesar por dos veces «La tierra vacía de Tikdabra», así como explorar los más olvidados rincones del Teneré.

Cierto era que ahora tenía la oportunidad de conseguir una hermosa esposa con la que establecerse en algún fértil oasis chadiano, o incluso descender hasta las orillas del Níger con el fin de comprarse una amplia casa en la mítica Tombuctú donde podría dedicarse a criar docenas de camellos, pero lo cierto era que ni una cosa ni otra le atraía.

Le constaba que no tenía ningún derecho a arrastrar consigo a su madre y sus hermanos, por lo que sospechaba que a partir de aquel momento tal vez se iniciara un lento aunque inevitable relajamiento en lo que se refería a la conexión del núcleo familiar.

Paradójicamente, la libertad de elegir que proporcionaba la riqueza solía distanciar más a las personas de lo que las acostumbraba a unir la miseria, y sentado aquella tarde allí, en aquella roca de aquel lejanísimo lugar, Gacel Sayah pareció comprender la evidencia del solitario futuro que le aguardaba.

¡Insh’Alá…!

Si el Señor había decidido que fueran ricos, no le quedaba otro remedio que aceptarlo con todas sus consecuencias.

L
os días que siguieron fueron tranquilos.

Con agua y alimentos en abundancia, se encerraban en la cueva durante las horas de mayor bochorno, para sentarse en las noches a contemplar las estrellas y hacer planes sobre un futuro que cada miembro de la familia imaginaba de un modo diferente.

En un momento dado fue la propia Laila la que definió la situación con una acertada frase:

—Ser ricos obliga a pensar demasiado… —dijo—. Ser pobres no exige tanto esfuerzo.

No obstante, resultaba más que evidente que era aquél un esfuerzo que le agradaba, puesto que tanto ella como Aisha no cesaban de fantasear sobre cómo se las ingeniarían para dedicar parte de aquel dinero a mejorar los pozos de la región sin que se llegara a saber que eran los Sayah quienes los financiaban.

El desierto no era un lugar en el que resultara conveniente hacer alardes de riqueza.

No todos sus habitantes eran tuaregs.

Ni tampoco todos los tuaregs gente de fiar.

Gacel se mantenía en cierto modo al margen de las desmedidas ilusiones de las mujeres.

Sus sueños eran otros.

En un momento dado incluso soñó con viajar a París y dedicar dos o tres años a estudiar la forma de ser y de pensar de los franceses, con el fin de regresar lo suficientemente preparado como para aspirar a convertirse en el líder que las tribus tuaregs necesitarían si es que algún día decidían fundar una auténtica nación, libre y soberana.

A su modo de ver, los poderosos clanes del «Pueblo del Velo», el «Pueblo de la Espada» y el «Pueblo de la Lanza» tenían la ineludible obligación de olvidar sus viejas rencillas y aglutinarse en torno a un caudillo que les condujera a la victoria que por tradición se merecían.

Si eso llegaba a ocurrir, ¿por qué no podía ser Gacel Sayah, hijo del mítico Gacel Sayah, ese caudillo?

Al amanecer rechazó tan irracional sueño consciente de que un auténtico líder acababa por convertirse en rehén de sus propios seguidores, perdía su libertad y perdía por tanto la posibilidad de dedicarse a vagabundear por los inexplorados confines del desierto.

Perdía, en definitiva, su condición de nómada.

Tal vez por ello entre los
imohag
jamás había surgido un verdadero caudillo.

Su carácter estaba reñido con el mando del mismo modo que estaba reñido con la obediencia.

Gacel Sayah era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta por sí solo de que para hacer estallar una revolución hacía falta un líder carismático que fuera capaz de movilizar a las masas en un momento dado.

Pero por desgracia en el Sahara no existía masa alguna que movilizar. Tan sólo existían grupúsculos de seres humanos que difícilmente se dejarían arrastrar por un ideal que no estuviese relacionado con sus más firmes convicciones religiosas.

Probablemente una sangrienta «Guerra Santa» les impulsaría a luchar hombro con hombro, pero no se consideraba a sí mismo persona capaz de iniciar una de aquellas injustas y crueles contiendas fundamentalistas que tan sólo traían aparejadas muerte, destrucción y sufrimiento.

Buscó otros sueños.

Imaginó otros destinos.

En ello estaba la mañana en que les sorprendió un rumor que iba en aumento, y cuando distinguió a lo lejos la inconfundible silueta de un helicóptero que no se parecía en absoluto al de Nené Dupré, se apresuró a cargar su rifle para apostarse en una atalaya desde la que dominaba la mayor parte del macizo rocoso.

El aparato se detuvo en el aire, a unos cien metros de altura y poco más de trescientos de donde el beduino se ocultaba.

Permaneció allí durante unos cuantos minutos, y al fin descendió muy lentamente para ir a posarse muy cerca de donde días antes lo hiciera el francés.

Gacel observaba.

Las puertas se abrieron y dos hombres saltaron a tierra.

Se les advertía incómodos y desconfiados.

El piloto permanecía en su sitio, los rotores continuaban girando, y resultaba evidente que los recién llegados se mostraban más que dispuestos a regresar a la cabina con el fin de poner pies en polvorosa a la menor señal de peligro.

Al poco uno de ellos, que lucía una más que llamativa camisa rosa con flores estampadas, sacó del bolsillo posterior de su pantalón un enorme pañuelo blanco y lo agitó repetidas veces al tiempo que alzaba las manos como si tratara de dejar clara evidencia de que se encontraba desarmado.

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