Los ojos del tuareg (34 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Novela

Tras unos instantes de duda Gacel decidió dejarse ver.

El propietario de la horrenda camisa se dirigió a su encuentro, y cuando se hallaba lo suficientemente cerca, inquirió en un francés en verdad chapucero y macarrónico:

—¿Gacel…? ¿Eres Gacel, el tuareg?

—Lo soy.

—Traemos algo para ti…

Se volvió e hizo un gesto a su compañero que permanecía junto al aparato, quien penetró en la cabina para empujar fuera, sin miramiento alguno, a un hombre maniatado que al caer sobre las rocas perdió el pie y quedó de hinojos.

Gacel lo reconoció en el acto.

—¿Y eso…? —no pudo evitar inquirir desconcertado.

—De parte del «comendatore» Ferrara…

—Hace días que dejé en libertad a los rehenes.

—Lo sabemos, pero el «comendatore» siempre cumple sus promesas.

Juntos se aproximaron hasta donde un aterrorizado Marc Milosevic les observaba con el rostro desencajado por el terror, y el
imohag
no pudo por menos que arrugar la nariz con gesto de desagrado.

—¡Huele a perros muertos! —dijo.

—¡Dínoslo a nosotros, que llevamos horas soportándolo…! —masculló el otro—. En cuanto se dio cuenta de que veníamos hacia aquí se cagó encima. ¡Ahí dentro no hay quien pare!

—¿Y qué esperan que haga con él?

—Cortarle una mano.

El tuareg medió unos instantes sin apartar la vista de aquella piltrafa humana sucia, apestosa y con los ojos enrojecidos por el llanto que parecía a punto de sufrir un ataque de histeria, y que en nada recordaba al prepotente y agresivo Marc Milosevic que un día le amenazara con un arma.

El piloto, que había detenido los rotores, y sus dos acompañantes aguardaban expectantes.

Sin prisas, plenamente consciente de la importancia del momento, Gacel Sayah extrajo de la funda una larga y afilada gumía de la que jamás se separaba y se apoderó de la mano derecha del cautivo que lanzó un profundo gemido de terror.

—¡No! —casi aulló—. ¡No por favor! ¡Perdóname! ¡Perdóname, te lo suplico! Estaba muy cansado y no sabía lo que hacía.

Su verdugo aguardó hasta que instintivamente cerró los ojos para no ver lo que iba a ocurrirle y en ese justo momento se limitó a producirle un ancho corte en el dorso de la mano.

Ya ha habido suficiente dolor… —dijo—. Lo único que deseo es que cada vez que contemples esta cicatriz recuerdes la magnitud del mal que causaste y reflexiones sobre las consecuencias de tus actos… —Limpió la sangre de la gumía en el pantalón del herido y señaló al tiempo que la enfundaba nuevamente—: Por lo que a mí respecta, todo ha terminado… —Se volvió al hombre de la impactante camisa rosa para concluir—: Saluda de mi parte a Pino Ferrara y dile que lamento profundamente la muerte de Mauricio.

Luego dio media vuelta y se alejó por donde había venido.

Los italianos permanecieron unos instantes confusos y sin saber qué hacer, hasta que al fin el piloto señaló:

—¡Más vale que nos larguemos! El viaje es largo.

El dueño del pañuelo se lo entregó a Marc Milosevic para que se restañara la sangre al tiempo que le ayudaba a erguirse.

—¡Te has librado de una buena! —masculló—. Yo te hubiera cortado la mano y los cojones, pero ese morito te despacha con una simple cicatriz de la que incluso presumirás exhibiéndola como heroico recuerdo de la guerra en Bosnia. ¡Y a los muertos que los jodan! ¡Anda, vámonos de aquí!

Lo empujó obligándolo a trepar al aparato, y pocos instantes después se encontraban de nuevo en vuelo, rumbo al nordeste.

Sin embargo, al cabo de unos veinte minutos el italiano estudió con detenimiento la oscura llanura salpicada de pedruscos que se extendía bajo él, se cercioró de que el macizo rocoso había desaparecido por completo a sus espaldas y se inclinó para golpear levemente el hombro del piloto.

—¡Aquí está bien! —dijo.

El otro asintió con un gesto e inició la maniobra de descenso para concluir por tomar tierra aunque sin hacer intención de detener los motores.

El mafioso de la camisa rosa abrió una afilada navaja y cortó con ella las ataduras de su prisionero al tiempo que indicaba la pesada cantimplora que se encontraba bajo su asiento:

—Si la administras bien, ese agua te puede durar un par de días.

Marc Milosevic le observó con los ojos desorbitados por el terror.

—¿Pero es que piensan abandonarme en mitad del desierto? —inquirió como si se sintiera incapaz de aceptar un hecho tan inconcebiblemente monstruoso.

—Cumplimos órdenes.

—Pero ¿por qué…? —casi sollozó fuera de sí—. ¿Por qué? El tuareg me ha perdonado.

—Ese tuareg es muy dueño de hacer lo que quiera, aunque personalmente no esté de acuerdo con su decisión —fue la tranquila respuesta—. Es el «comendatore» el que no te perdona que hayas sido el causante de la muerte del mejor amigo de su hijo…

—¡Pero yo no lo maté! Fueron los de la organización.

—Lo sabemos, y nos ocuparemos de ellos a su debido tiempo, pero lo que está claro es que todo esto lo empezaste tú por imbécil y por bocazas… ¡Así que, abajo!

—¡No pueden hacerlo! Sería un asesinato.

Su interlocutor se limitó a abrir la portezuela empujándole al exterior.

—¡En ese caso dormiré mal esta noche! —comentó al tiempo que inquiría sarcásticamente—: ¿No buscabas emociones…? Pues ahora tienes ocasión de experimentar auténticas emociones.

Cerró de un golpe e hizo un significativo gesto al piloto alzando el pulgar de tal modo que en cuestión de segundos el aparato ganó altura para continuar su marcha como si nada hubiera ocurrido.

Marc Milosevic tardó largo rato en reaccionar.

Había quedado tendido en el suelo, asido a la cantimplora, cegado por el polvo que levantaban las hélices, y tan aturdido por cuanto acababa de suceder, que tuvo que esperar a que el aparato dejara de ser una mosca en el horizonte para llegar a la conclusión de que le habían abandonado y no tenían la más remota intención de regresar en su busca.

Tendido sobre la oscura tierra apisonada y recostado en una de las infinitas piedras que parecían haber sido caprichosamente esparcidas por la llanura por un ciclópeo sembrador borracho, apenas hizo ademán de ponerse en pie, convencido de que realizar tan pequeño esfuerzo significaba una pérdida de tiempo.

Le habían condenado a muerte y lo sabía, pero sabía también que le habían condenado a la más cruel e inhumana de las muertes; aquella que ni tan siquiera el peor de los beduinos infligiría al peor de sus enemigos.

Únicamente alguien nacido muy lejos del Sahara sería capaz de elegir tan espantosa forma de ejecución.

Y nadie nacido en el Sahara hubiera sido tan cruel como para proporcionarle, además, el agua necesaria para prolongar su agonía.

Buscó a su alrededor.

El horizonte era el mismo hacia cualquier punto que se volviese: una delgada e imprecisa línea de color castaño que allá muy lejos se juntaba con un cielo de un azul virulento.

Ni una minúscula montaña, ni una amarillenta duna que sirviera de punto de referencia; ni tan siquiera un mísero matojo polvoriento que intentara dar fe de que se encontraban en la Tierra y no en la Luna.

Ninguna otra llanura podía ser más plana, ni ningún otro paisaje más monótono, puesto que cabría asegurar que cada una de las piedras era idéntica a la siguiente, y que había sido puesta allí, más para confundir al viajero que para ayudarle a orientarse.

Aguardó, como una piedra más entre tanta piedra, confiando en que el corazón de quienes le habían abandonado se ablandara.

Aguardó más de una hora.

Pero todo resultaba inútil puesto que en lo más profundo de sí mismo sabía que incluso la roca en la que se apoyaba podría llegar a ser mucho más humana que aquel indiferente trío de asesinos.

Ni siquiera lloraba.

Ni siquiera maldecía su suerte o se lamentaba por haber cometido el absurdo e infantil error que le había llevado a poner colofón a su vida de una forma tan trágica.

No necesitaba hurgar demasiado en su interior para aceptar que en realidad no estaba siendo castigado por el simple delito de haber arrojado una lata de aceite a un miserable pozo beduino, sino por otros muchos delitos, incomparablemente más graves, de los que no deseaba acordarse en aquellos momentos.

Siempre había presumido de haber sido capaz de pasar la mayor parte de su vida haciendo equilibrios en el filo de una afilada navaja, y debido a ello ahora no tenía derecho a lamentarse por el hecho de que al fin dicha navaja se hubiera vuelto contra él.

De lo que en verdad se lamentaba era que se hubiese vuelto por una muerte absurda de la que no se sentía en absoluto responsable.

Tal vez un juez demasiado meticuloso podría haberle pedido responsabilidades por algunos de los acontecimientos ocurridos años atrás en Bosnia, pero estaba convencido de que ni al más intransigente de dichos jueces se le ocurriría relacionarle de forma directa con el trágico fin de Mauricio Belli.

Él nunca pretendió que sucediera cuanto había sucedido.

Ni tan siquiera se le pasó por la mente que un absurdo arranque de ira —en cierto modo justificado por las circunstancias— desembocara en tan lamentable cadena de disparates.

Pasó mucho tiempo antes de que se decidiera a descalzarse, quitarse los pantalones, limpiarse el culo con los calzoncillos y arrojarlos lo más lejos posible.

Ya que iba a morir pretendía conservar al menos una cierta dignidad.

Le avergonzaba no haber sabido controlar su esfínter delante de aquellos tres hijos de mala madre.

Les había proporcionado una divertida anécdota que contar a sus nietos: contarían cómo muchos años atrás un bosnio acojonado se les había cagado literalmente de miedo.

No era digno de alguien que, como él, había encarado tantas veces la muerte.

La muerte ajena, eso sí.

Al fin se puso en pie y echó a andar en dirección opuesta a aquella hacia la que había lanzado los calzoncillos.

Nunca supo por qué lo hizo, pero debió responder a un instintivo impulso de alejarse cuanto antes de una prueba tan física y palpable de su incontrolable cobardía.

En realidad… ¿qué más daba un punto que otro?

Lo único que buscaba era un lugar en el que caerse muerto, y en aquella inconcebible llanura cualquier lugar parecía bueno para eso.

Avanzaba como un autómata, sin pensar en nada, huyendo de los recuerdos, y huyendo sobre todo de la posibilidad de sentir lástima de sí mismo.

¿De qué le serviría sentir autocompasión si nadie sería testigo?

Sudaba a mares y sabía muy bien que eso era lo peor que podía ocurrirle en semejantes circunstancias, pero en realidad no le importaba.

Cuanto antes le llegara la muerte, mejor.

Cuanto antes perdiera el conocimiento, menos sufriría.

El corazón le latía con fuerza, la sangre le golpeaba en las sienes como el retumbar de lejanos cañonazos, la vista comenzaba a fallarle, le faltaba el aire, y tenía plena conciencia de que aquéllos eran los primeros síntomas de un próximo colapso.

Hizo un supremo esfuerzo para no beber.

Sabía que de nada le serviría intentar prolongar su agonía.

Resultaba, eso sí, muy difícil resistirse a la tentación.

Muy, muy difícil.

Un pequeño reflejo parpadeó en la distancia.

Se detuvo, prestó atención y se limpió el sudor que le caía sobre los ojos, para llegar a la amarga conclusión de que se había tratado de un espejismo.

La llanura continuaba siendo la misma, y mismos los horizontes.

Nada destacaba por parte alguna y el reflejo, corto e intermitente, tenía que haber sido fruto de su imaginación.

Continuó su avance y luchó de nuevo contra el ansia de beber.

Se repitió el reflejo que duró apenas una décima de segundo, y que provenía de un punto no demasiado lejano, tal vez a poco más de un kilómetro de distancia.

Intentó tranquilizarse y aguzar la vista, pero una vez más no distinguió nada.

Nada de nada.

—¡Esto se acaba…! —musitó apenas—. Me estoy volviendo loco.

Pero por tercera vez algo brilló entre las piedras.

Apretó el paso y se dirigió directamente hacia allí alimentando alguna especie de impalpable esperanza, pero al llegar al punto marcado se dejó caer de rodillas al tiempo que dejaba escapar un ronco lamento.

El viento jugueteaba caprichosamente con una lata de refresco, y cada vez que su plateada parte inferior quedaba expuesta a los rayos del sol que había empezado a declinar, lanzaba violentos destellos.

¡Una simple lata de refresco! Aquélla había sido su vana y postrera esperanza de salvación: una lata de refresco que giraba una y otra vez sobre sí misma.

Permaneció largo tiempo observándola sin hacer tan siquiera intención de tocarla, puesto que su aparición se le antojaba una cruel y estúpida burla del destino.

¿Cuántas veces había tenido en sus manos una de aquellas latas sin imaginar siquiera que sería la última cosa «civilizada» que vería?

Resultaba en verdad demoledor e incongruente.

Uno de los más conocidos símbolos del consumismo y el progreso humano, bailando al ritmo del viento en el más desolado de los paisajes del planeta.

¿Cómo era posible?

Poco a poco la pregunta comenzó a abrirse camino a través de las brumas que se habían adueñado de su cerebro: ¿Cómo era posible?

¿Cómo había llegado hasta allí aquella lata?

¿Y cómo era que aún no se hubiera oxidado y continuara siendo capaz de lanzar destellos cuando el sol la golpeaba?

¿Quién la había abandonado allí? De pronto, una absurda idea cruzó por su mente.

Intentó desecharla, pero regresó una y otra vez intentando adquirir el carácter de absoluta certeza.

Absurdo, pero cierto… ¡Había sido él mismo!

Había sido él mismo, Marc Milosevic, el que abandonara allí aquella lata el día en que se vieron obligados a detenerse con el fin de reponer una vez más el agua que perdía el radiador de su vehículo.

Buscó a su alrededor.

Allí estaban, muy cerca, las huellas de su coche.

Y junto a ellas, las huellas del coche de Marcel Charriere, al que con tanta rabia había estado persiguiendo durante aquel maldito día de infausta memoria.

Aquélla tenía que ser, necesariamente, la pedregosa llanura que se extendía entre el pozo de los tuaregs al que había arrojado una lata de aceite a primera hora de la mañana y el gran pozo del palmeral de
Sidi-Kaufa
al que habían llegado al atardecer.

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