Con el transcurso de los años se había ganado lo que hasta días antes había considerado una bien cimentada fama de hombre duro, pero escudriñando ahora en su interior se veía obligado a reconocer que tal dureza había nacido, como nace casi siempre, de una desesperada necesidad de ocultar sus propias debilidades.
En su ya más que lejana juventud, un mal día de amargo recuerdo el miedo le obligó a reaccionar con inusitada violencia, y cuando, como por desgracia ocurre demasiado a menudo, a algún estúpido se le ocurrió atribuir dicha violencia a una supuesta firmeza de carácter, acabó por atribuirse tal mérito, y era ésa una falsa imagen de sí mismo que le había acompañado durante la mayor parte de su vida.
Lo acontecido durante los últimos días le había devuelto, no obstante, y de modo harto brusco, a la realidad, puesto que el miedo continuaba presente, y en esta ocasión no tenía oportunidad de reaccionar con la violencia de aquel día, ya que se trataba de miedo al desierto, al viento, a la arena, a la espantosa soledad, y a una muerte cuyo hedor inundaba las oscuras montañas.
El miedo sin testigos, aquel que no necesita maquillarse puesto que tan sólo actúa para un espectador muy concreto y muy comprometido, es el único que otorga al que lo experimenta la medida exacta de sus capacidades, y el que le obliga a sincerarse consigo mismo marcándole el camino que debe seguir en un futuro si es que desea alejar para siempre esos temores.
Bruno Serafian tenía los suficientes años como para ser capaz de reconocer —«sin testigos»— que se le había pasado el tiempo de continuar siendo el temido
Mecánico
, y llegaba la hora de conformarse con ser el hombre tranquilo y sosegado que a decir verdad tendría que haber sido si unas circunstancias muy puntuales y por completo ajenas a su voluntad no se hubieran cruzado aquel maldito día en su camino.
Lo peor que puede ocurrirle a un ser humano es no llegar a ser lo que en justicia debiera haber sido, sino convertirse en el resultado de una jugarreta del destino, que se divierte trastocándolo todo con la misma inconsciencia con la que un niño se divierte arrancándole las plumas a un canario.
Bruno Serafian estaba llamado a ser un magnífico orfebre capaz de crear joyas deslumbrantes que le hubieran proporcionado admiración, riqueza, hermosas mujeres y respeto, pero la suerte quiso que se detuviera justo en el umbral de tan apetecible futuro.
Ahora era ya demasiado tarde para recuperar el rumbo perdido, y lo sabía.
La luna se ocultó, la noche se hizo aún más negra y en las tinieblas su imaginación se disparó obligándole a creer que el rugir del viento se volvía insoportable.
Todas sus esperanzas se centraron en conseguir ver buitres volando al amanecer.
V
olaba muy alto, trazando círculos.
Bajo él, con la incierta claridad del alba despuntando apenas en la distancia, todo era una masa amarillenta de polvo en suspensión que obligaba a pensar que el mundo se había convertido en una sopera de polenta de la que tan sólo sobresalía, como un garbanzo negro, la cima del aislado macizo rocoso.
—¡Mierda! ¡No se ve un carajo! ¿Qué hacemos?
—Esperar… ¿Qué remedio?
Una gran vuelta. Luego otra. Y otra más.
Abajo, unos hombres que habían empleado las dos últimas horas en arrastrarse hasta el punto en que estaba previsto que aterrizara el avión asistían angustiados a sus evoluciones, conscientes de que si el piloto desistía en sus empeño estaban irremisiblemente condenados a la más espantosa de las muertes.
Algunos, los que aún conservaban fuerzas, agitaban los brazos con desesperación aun a sabiendas de que casi con toda seguridad los de arriba no podían verles.
—¡Aquí, aquí! —gritaban en la más estúpida e inútil de las llamadas.
El sol comenzó a ganar altura en el horizonte.
El viento dudaba.
El viento ha sido siempre, y lo seguirá siendo hasta el fin de los siglos, el rey indiscutible del desierto, el que forma los ríos de dunas, el que entierra las mayores ciudades y los más fértiles oasis, o el que deja al descubierto de improviso viejas ruinas que se complació en ocultar durante generaciones.
Y los reyes que se saben indestronables suelen ser caprichosos.
Les basta con alzar un dedo para que viva o muera la gente.
¿Cuántos seres humanos y cuántas bestias habían muerto en el Sahara por culpa del viento?
Nadie sería capaz de calcularlo.
El sol estaba ya frente al morro del avión pero aún se le podía mirar abiertamente puesto que una sucia cortina formada por millones de granos de arena lo difuminaba como si se ocultara tras la más espesa de las nubes.
—¡Esto se pone feo!
El copiloto asintió con un levísimo ademán de cabeza al confirmar:
—¡Feo de cojones!
—Y esa gente lo debe estar pasando mal.
—Peor lo pasaremos nosotros si no aclara el panorama.
—¿Quién nos manda meternos en estos líos?
—El dinero.
—Pues ahora mismo devolvería todo lo que nos han pagado con tal de no encontrarme aquí arriba.
Y ellos por no encontrarse ahí abajo. ¿Qué hacemos?
—Seguir dando vueltas.
El viento rugió con más fuerza.
Luego, de improviso, pareció haberse cansado de repetir una y mil veces idéntica canción y se volvió a la cama.
Sin el aliento de su música, la arena se aburrió de bailar y comenzó a regresar, muy lentamente, a su lugar de origen.
El sol brilló con la fuerza de siempre y ya resultaba imposible mirarle de frente.
En el cielo hicieron su aparición los primeros buitres.
Quince minutos más tarde el pesado Hércules se posó en la amplia explanada del norte para deslizarse rugiendo y levantando nubes de polvo hasta el lugar exacto en que un grupo de hombres lloraban, reían y se abrazaban, conscientes de que habían esquivado por centímetros el afilado filo de la guadaña.
Sin tan siquiera detener los motores el piloto aguardó a que sus maltrechos pasajeros estuvieran a bordo para lanzarse de nuevo pista adelante cruzando los dedos y rogando que la arena que aún se mantenía en suspensión no bloquease los filtros de aire.
Luego se perdió de vista volando muy alto, rumbo a la lejana y siempre agitada Angola.
El silencio se apoderó una vez más de aquel olvidado rincón del desierto.
Cuando el rumor de los motores se alejó para siempre, Bruno Serafian apoyó la cabeza en las rodillas y por primera vez en muchísimos años lloró mansamente.
No experimentaba el más mínimo afecto por quienes consideraba que le habían traicionado, pero no deseaba pasar el resto de su vida con la carga de tantas muertes sobre sus espaldas.
Las consecuencias de sus muchos errores comenzaban a hacerse más llevaderas.
La tensión de las últimas horas se relajó de improviso, por lo que cerró los ojos y permitió que el sueño le invadiera.
Cuando se despertó continuaba estando solo, y solo permaneció durante los tres días que siguieron, puesto que le habían proporcionado agua y provisiones, pero a no ser por el hecho evidente de que alguien tenía que haberlas dejado en la cueva podría creerse que el avión se había llevado consigo hasta el último habitante de la zona.
Fueron tres días extraños que pusieron a prueba su entereza, sin más compañía que el hedor que desprendían los cadáveres, y que tan sólo desapareció cuando los hambrientos chacales dieron buena cuenta de hasta el último hueso, momento en que los buitres desaparecieron en la distancia y el vacío más absoluto se adueñó una vez más del macizo rocoso.
Por fin, y cuando menos lo esperaba, la delgada silueta del tuareg se recortó contra el cielo.
—
¡Metulem, metulem…!
—le saludó—. ¿Cómo te encuentras?
—A punto de volverme loco. ¿Dónde estabas?
—Durmiendo.
—¿Tres días seguidos?
—Ya te advertí que un beduino debe estar «entrenado» para la máxima acción o el máximo descanso según las circunstancias. ¿Necesitas algo?
—Compañía. ¿Dónde está el resto de los rehenes?
—En lugar seguro, pero si te llevo con ellos tendrás que pasar la mayor parte del tiempo maniatado. —Hizo un gesto con el que pretendía abarcar la desolación del paisaje que les circundaba—. Sin embargo aquí puedo dejarte libre. No creo que se te ocurra huir.
—¿Y adónde podría ir?
—A ninguna parte, desde luego.
—¿Y por qué no los dejas libres también a ellos?
—Son demasiados y están alterados a causa del encierro. No quiero correr riesgos.
—¿Cómo están de salud?
—Bien, dentro de lo que cabe —fue la sincera respuesta—. Y algo más animados puesto que saben que ya no corren peligro y que su liberación es tan sólo cuestión de tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Eso ya no depende de mí… —le hizo notar Gacel—. No creo que estén en condiciones de cruzar el desierto, y por lo tanto no queda más remedio que confiar en que vengan a buscarnos.
—¿Quién podría hacerlo?
—El piloto del helicóptero.
—¿Nené Dupré…? —inquirió Bruno Serafian y ante el gesto de asentimiento añadió—: No sé por qué siempre tuve la impresión de que se había puesto de tu lado.
—No creo que esté de ningún lado. Lo único que pretende es ayudar.
El armenio se encogió de hombros al comentar:
—Al fin y al cabo eso es algo que carece ya de importancia. Lo que ahora importa es que venga pronto.
Nené Dupré hizo su aparición dos días más tarde, sobrevoló la zona durante largo rato, aguardó a que Gacel Sayah lo saludara con inequívocos gestos de que todo estaba tranquilo, y por fin se decidió a tomar tierra sobre una ancha explanada de piedra.
Cuando poco más tarde el tuareg le hubo puesto al corriente de cuanto había sucedido durante las últimas y difíciles jornadas, no pudo por menos que agitar la cabeza con gesto pesaroso.
—Lo lamento por los muertos… —dijo—. Sobre todo por ese pobre muchacho que ninguna culpa tenía, pero en el fondo me alegra que todo haya acabado mejor de lo que imaginaba.
—¿Mejor…? —se sorprendió su interlocutor—. ¿Qué otra cosa esperabas?
—Una masacre en la que tú y los tuyos hubieseis llevado la peor parte.
El
imohag
hizo un amplio gesto abriendo los brazos y mostrando la desolación del paisaje que le rodeaba.
—¿Aquí…? —inquirió casi desconcertado—. Los franceses tenéis un dicho muy acertado:
«Más sabe el tonto en su casa que el listo en la ajena
», y te recuerdo que ésta es nuestra casa; un castillo contra el que incluso los misiles americanos se estrellarían porque Alá creó lugares como éste para que hombres como nosotros podamos seguir siendo libres. Ningún arma, salvo quizá esas famosas bombas atómicas que todo lo destruyen, podría vencernos, porque ninguna ha sido creada para luchar en el desierto.
—Y los tuaregs sí.
—Tú lo has dicho. Hemos tardado mil años, pero hemos aprendido a luchar con todas las garantías.
—¿Y qué piensas hacer ahora?
—Aún no lo hemos decidido.
—¿Volverás al pozo?
—Definitivamente no. Ese lugar ya no tiene futuro. En realidad nunca lo tuvo… —Fue a añadir algo más pero se interrumpió al advertir que de entre las rocas había surgido el grupo formado por los rehenes, su madre y su hermana…—. ¡Ahí los tienes! —exclamó—. Sanos y salvos.
—¡Bendito sea Dios!
El piloto acudió a estrechar la mano y abrazar a quienes parecían como idiotizados por encontrarse fuera de la cueva y a escasos metros de un helicóptero que los conduciría de regreso a sus casas, y resultó evidente que a más de uno se le saltaban las lágrimas al tener plena conciencia de que tan terrible pesadilla había llegado a su fin.
Fueron momentos confusos y en cierto modo emocionantes, que ganaron en intensidad aunque de un registro muy distinto cuando a lo lejos hizo su aparición el menor de los hermanos Sayah, que precedía a un cabizbajo Bruno Serafian.
—¿Ése es el tipo que mató a Mauricio Belli? —inquirió en tono agresivo el calvo que como siempre parecía llevar la voz cantante.
—Él asegura que fue un accidente.
—¿Qué clase de accidente?
Nené Dupré se apresuró a intervenir haciendo gestos con las manos para pedir calma:
—Éste no es lugar ni momento para discusiones… —dijo—. Nos espera un largo viaje, y cuanto antes nos vayamos y menos lo compliquemos, mejor… ¡Alégrense porque todo ha acabado y olvídense del resto!
—¡Pero…!
—¡No hay peros que valgan! —replicó el otro secamente—. A bordo no permitiré una palabra al respecto, y si alguien tiene intención de pronunciarla que lo diga ahora porque no pienso dejarle embarcar… ¿Está claro?
Uno a uno todos los presentes asintieron en silencio, y tras introducir la mano bajo uno de los asientos del aparato, el francés extrajo una pesada bolsa de deportes de color naranja que tendió a Gacel.
—Esto es para ti —dijo.
—¿Qué es?
—El millón de francos que me autorizaron a entregarte.
El beduino lo rechazó con un gesto despectivo.
Ya te he dicho que no puedo aceptarlo —masculló ásperamente—. Y no hay nada que me haya hecho cambiar de idea.
—¡Pero te pertenece…!
—No soy un secuestrador que admite rescate.
—No es un rescate… —insistió el otro—. Es una compensación por los perjuicios que os hemos causado.
—Tampoco lo acepto.
—¡Pero es que lo habéis perdido todo…! —insistió el piloto—. El pozo, el huerto, el ganado… ¡Todo!
—¡He dicho que no, y cuando un tuareg dice que no, es no!
—¡La puta que parió vuestro maldito orgullo! —El francés se volvió a Laila para suplicar con voz quebrada—: ¡Hazle entrar en razón! Con esto podréis iniciar una nueva vida en cualquier parte, y a esos hijos de puta de la organización les sobra el dinero.
La respuesta no admitía réplica:
—Gacel es el jefe de la familia, y sólo se hace lo que él decide.
—¡Joder con los tuaregs…! —no pudo por menos que exclamar un hastiado Nené Dupré—. ¡Ya me tenéis hasta las narices con tantas manías! ¡Yo me largo!
Empujó a los pasajeros para que se acomodaran lo más cómodamente posible en el aparato, ocupó su puesto, y momentos antes de poner en marcha el rotor apuntó con el dedo directamente a Gacel con un gesto amistoso.
—¡Eres el tipo más testarudo que he conocido nunca! —exclamó—. ¡Pero me ha encantado conocerte!