—¿Todos esos refranes los aprendes en los libros? —quiso saber Suleiman, al que se le advertía en cierto modo avergonzado por la magnitud de su ignorancia.
Algunos, aunque la mayoría se han ido transmitiendo de boca en boca. Nuestra madre sabe muchos, pero tú raramente le prestas atención. Conviene escucharlos e intentar desentrañar la enseñanza que ocultan, porque si generaciones de nuestros antepasados se esforzaron para que llegaran hasta nosotros, es porque de ese modo nos dejaron en herencia lo único que en verdad importa cuando nos vemos obligados a vivir en el desierto: la experiencia que impide que el sol nos derrita, la sed nos vuelva locos o la arena nos entierre antes de tiempo.
—Te prometo que si salimos de ésta prestaré más atención a los refranes.
—Pues recuerda éste en primer lugar…:
«Culo en la arena no quita las penas»
, así que ponte en marcha…
Empezaba la caza.
El sol permitió que el último de sus rayos se deslizara sobre la llanura para ir a despedirse de los picachos de piedra negra, y casi de inmediato se hundió tras una pequeña duna con la flácida dejadez de quien ha cumplido una larga jornada de trabajo en la que durante doce horas ha estado golpeando un duro yunque con un martillo de hierro incandescente.
Por unos instantes el paisaje se tiñó de un rojo pálido, como de sangre aguada, y podría creerse que ese rojo difuminaba sin estridencias al resto de los colores, ya que pasaban a convertirse uno tras otro en una infinita gama de matices de grises, que se apoderaban del mundo como paladines y adelantados de su verdadero amo y señor, el negro, cuyas huestes ondeaban ya sus estandartes allá en el horizonte.
Miríadas de mosquitos surgieron de una antiquísima salina que se vislumbraba hacia el noroeste, y llegaron atraídos por el olor a sangre que desde hacía tres días flotaba como un manto invisible sobre las viejas montañas.
Nunca, en milenios, se había producido un fenómeno semejante en aquellos perdidos confines del desierto.
Jamás se había dado el caso de que coincidieran tantas vidas…
Y tantas muertes.
Centenares de buitres, docenas de hienas y chacales, y casi una veintena de seres humanos, compartían un espacio reservado desde siempre a un puñado de famélicos antílopes y cabras salvajes.
Y hedían los cadáveres. ¡Un montón de cadáveres!
Para los mosquitos de la olvidada salina aquél constituía sin duda el prodigioso festín que llevaban siglos esperando.
Para las eternas moscas una orgía inimaginable.
Bruno Serafian se despojó de unas gafas ya inútiles para frotarse una y otra vez los ojos con los dedos y acabar por pinzarse con fuerza el entrecejo.
Lanzó un corto reniego.
Aborrecía el desierto.
A cualquier hora y en cualquier época del año.
Una vez más se preguntó la razón por la que había elegido aquella absurda forma de ganarse la vida, y por qué llevaba tanto tiempo en un gigantesco continente que había acabado odiando.
Echaba de menos el humo y el asfalto.
Echaba de menos la nieve y el frío.
Echaba de menos el ruido del tráfico.
En aquellos momentos hubiera dado cualquier cosa por alzar la cabeza y poder contemplar el vuelo de cientos de golondrinas.
Pero lo que volaban eran buitres.
Docenas de buitres que descendían trazando círculos cada vez más estrechos, puesto que pronto la tierra comenzaría a enfriarse y había llegado para ellos la hora del banquete.
Pese a que la arena se le había introducido en las fosas nasales, pudo advertir que un fétido hedor se había apoderado del ambiente.
Olor a muerte.
¡Mierda! ¿Dónde estarían los vivos y dónde los muertos?
Observó el farallón que avanzaba como la proa de un gigantesco navío que se adentrara en la arena del desierto, y se vio obligado a admitir que un buen tirador apostado allá arriba conseguiría muy fácilmente que el número de cadáveres aumentara.
Aquellas tristes «montañas», que de tan míseras ni siquiera nombre tenían, y que apenas alcanzarían los doscientos metros de altura, constituían no obstante una impresionante fortaleza natural contra la que podían estrellarse varios ejércitos.
Recorrió con la vista cada rincón y cada arista en busca de posibles enemigos, pero muy pronto comenzó a parpadear una y otra vez, puesto que le escocían los ojos y le asaltaba la extraña impresión de que los objetos carecían de relieve.
Se volvió al hombre que se situaba a su derecha aunque ligeramente retrasado:
—¿Qué te parece? —quiso saber.
—Acojonante.
—¿Ves algo?
—¿Qué coño quieres que vea? Me apuesto una bola a que esos hijos de la gran puta no se van a dejar ver ni muertos.
—¿Lo intentamos o esperamos a que caiga la noche?
—La noche puede ser aún peor y el tiempo apremia.
El armenio aún dudó unos instantes, pero al fin alzó el brazo e hizo un inequívoco gesto de avanzar al tiempo que mascullaba:
—¡Que sea lo que Dios quiera!
Luego gritó a pleno pulmón:
—¡Desplegaos!
Repitió la orden a través de la radio con el fin de que el segundo grupo, que aguardaba al otro lado del macizo rocoso, se pusiera a su vez en marcha.
Se iniciaba el asalto.
Cada paso parecía constituir una victoria puesto que cada hombre lo daba convencido de que él y no otro era el blanco elegido por sus invisibles enemigos, y tenían plena conciencia de que eran aquéllos unos enemigos que jamás erraban el tiro, por lo que estaban expuestos a pasar de respirar a pleno pulmón a estar muertos en apenas una fracción de segundo.
El viento arreciaba.
La arena volaba.
Los mosquitos se cebaban en cada centímetro del cuerpo que permaneciera al descubierto.
Milagrosamente alcanzaron la punta del farallón e iniciaron su avance por entre las primeras rocas sin que nadie los acosara, y eso pareció infundirles nuevos ánimos alimentando la esperanza de que tal vez los beduinos hubiesen decidido no plantar cara de momento.
Diez metros.
Luego veinte.
Retumbó un disparo atronando las montañas y su eco se escurrió a lo largo del desfiladero acompañado del alarido del mercenario que marchaba justo a espaldas de Bruno Serafian.
—¡Me han dado! ¡Me han dado! —repetía como una obsesiva cantinela—. ¡Me han dado! ¡Me han dado!
—¡Ya lo hemos oído! —gruñó
el Mecánico
—. ¿Dónde te han dado?
—En la pierna. Me estoy desangrando.
—¡Improvisa un torniquete, agacha la cabeza y deja de quejarte! —fue la áspera respuesta—. ¿Alguien ha visto algo?
No obtuvo respuesta.
—¡Mierda…! Nos quiere cazar como a conejos. ¡Todos quietos y abrid bien los ojos!
El tiempo parecía desgranarse muy lentamente, pero a cada minuto la oscuridad iba en aumento.
Nadie se movía consciente de que mantenerse ocultos tras una roca o un montón de arena era la única forma de no correr la misma suerte de quien continuaba maldiciendo y lamentándose mientras se esforzaba, sin demasiado éxito, por contener la sangre que le manaba a borbotones de la destrozada pierna.
De improviso, y casi con la postrera claridad del día, la delgada figura de Gacel Sayah se recortó por un instante en la cima del farallón, por lo que alguien gritó indicando el punto exacto:
—¡Allí está! ¡Allí está! ¡A la izquierda!
Tronaron al unísono las armas, pero la fantasmal silueta se había ocultado tras una roca de tal forma que podría pensarse que lo que en verdad había pretendido era dejarse ver con el exclusivo fin de atraer por unos instantes la atención de sus enemigos.
Y así era, puesto que apenas unos segundos más tarde, la pequeña duna que se encontraba a tres metros por detrás del último de los mercenarios pareció cobrar vida. Suleiman Sayah surgió de la tumba de arena en la que había permanecido enterrado todo ese tiempo y, apoyando la rodilla en la espalda del desprevenido número «Once», le aferró por el cuello y le quebró el espinazo sin darle tiempo a lanzar ni tan siquiera un grito de alarma.
En un abrir y cerrar de ojos se apoderó de su arma, sus municiones, sus prismáticos de visión nocturna y la semivacía cantimplora, y echó a correr para perderse de vista entre las sombras antes de que nadie tuviera oportunidad de reaccionar.
Media hora más tarde, ya en plena noche y sintiéndose seguro protegido por un pequeño anfiteatro de rocas, Bruno Serafian lanzó un hondo resoplido con el que evidenciaba su suprema fatiga, bebió un corto sorbo de agua con el fin de aclararse la reseca garganta, e inquirió:
—¿De dónde coño salió ese cerdo?
—De la arena —fue la respuesta—. Debimos pasar a menos de tres metros de donde estaba enterrado y ni siquiera le vimos.
—¿Cómo es posible?
—Se supone que tú eres el experto —le hizo notar el sudafricano—. Pero he oído decir que se tumban boca arriba, se cubren bien de arena, se colocan una tela muy fina sobre la nariz y respiran a través de ella. Por lo visto pueden permanecer así, como si estuvieran muertos, durante horas.
—Pero ¿cómo ha sabido en qué momento tenía que salir?
—Imagino que por el ruido de los disparos. Su compinche no quiso atacarnos hasta estar seguro de que habíamos llegado al lugar exacto, acabábamos de sobrepasarlo y ya le dábamos la espalda. Debían tenerlo todo muy bien planeado.
—¡Hijos de la gran puta! —no pudo por menos que exclamar el armenio—. Y lo peor no es que nos hayan dejado un muerto y un herido. Lo peor es que se han llevado un visor nocturno, lo cual significa que saben cómo usarlo.
—Probablemente era eso lo que venían buscando.
—¿Tú crees?
—Yo ya no creo nada… —se apresuró a responder su interlocutor—. Pero lo que resulta innegable es que nos las están dando todas en el mismo carrillo y no me gusta… ¡No me gusta nada!
—¿Alguna idea?
—¿Alguna idea? ¿Alguna idea? —refunfuñó despectivamente un número «Doce» al que se diría fuera ya de sus casillas—. Yo no he venido aquí a tener ideas, sino a enfrentarme a unos enemigos a los que aún no he conseguido ni olerles los pies. Nos matan, nos hieren, nos roban, nos dejan sin agua, y si no nos violan debe ser porque no les gustan nuestros culos. ¡Estoy hasta los huevos!
—Si quieres, puedes irte.
—¿Adónde?
—No hay mucho donde elegir: montaña o desierto…
—¿Y qué tal el coño de tu madre?
—¡Tengamos la fiesta en paz! —medió Sam Muller, que por enésima vez demostraba ser el más equilibrado de los presentes—. Con estas cosas lo único que conseguimos es seguirles el juego a esos cabrones. Somos profesionales, y la primera obligación de un buen profesional es encarar las adversidades sabiendo conservar la sangre fría.
—Resulta difícil conservar algo frío en semejante lugar y en semejantes circunstancias.
—Estoy de acuerdo, pero ésta es la forma de vivir que elegimos, y su mérito no estriba en arrasar un poblado de civiles, sino en hacer de tripas corazón cuando nos están pateando los cojones. —Hizo un inequívoco gesto con la mano—. Yo voy a salir ahí afuera, a cazar o a que me cacen, porque me consta que si en estos momentos no lo hiciera, jamás podría volver a empuñar un arma.
—¡De acuerdo! ¡Vamos allá!
Bruno Serafian conectó la radio y aguardó a que Julio Mendoza respondiera para ordenar roncamente:
—¡Adelante hasta llegar a la cima cueste lo que cueste!
—Nos ponemos en marcha.
—¡Y fuego contra todo lo que se mueva!
—¡Entendido!
—¡Una cosa más…! —advirtió el armenio—. ¡Olvídate de los visores nocturnos! Esos cabrones también los tienen. Emplea las bengalas.
Diez minutos más tarde, el cielo de uno de los lugares más desolados del planeta se iluminó como si en tan remoto rincón del desierto se estuviera celebrando una alegre verbena.
Rojas bengalas ascendían lanzando un leve silbido, para estallar y caer muy lentamente alejando las tinieblas a base de conferir al ya de por sí fantasmagórico paisaje un aspecto aún más tenebroso si es que ello resultaba tan siquiera concebible.
La noche se hizo día.
Y el silencio algarabía, porque casi al instante docenas de buitres alzaron el vuelo agitando ruidosamente las alas, mientras que hienas, chacales, «fenec», antílopes, cabras y hasta las ratas, las serpientes y un ágil guepardo, que acababa de llegar atraído por la pestilencia que el viento había extendido hasta el corazón mismo de la llanura, iniciaron una enloquecida carrera sin rumbo fijo, puesto que era aquél un diabólico fenómeno antinatural que ninguno de ellos había contemplado anteriormente.
Y al igual que los hombres habían conseguido desconcertar y desasosegar a las bestias, las bestias consiguieron desconcertar y desasosegar a unos hombres, que ni por lo más remoto imaginaban que con su acción iban a desencadenar semejante estampida.
Los minutos que siguieron tuvieron más de comedia que de tragedia.
La insoportable pestilencia de los cadáveres dejaba constancia de que la muerte se había adueñado indiscutiblemente del lugar, pero las disparatadas idas y venidas de las bestias que se estorbaban entre sí e incluso chocaban con los seres humanos constituían un divertido espectáculo digno de ser contemplado con una sonrisa en los labios.
Por su parte los buitres alzaban el vuelo graznando en los momentos en que se iluminaba el cielo, pero se precipitaban contra el suelo en cuanto reinaba de nuevo la oscuridad, en un continuo trajín en el que parecían no saber nunca a qué carta quedarse, puesto que desde la creación del mundo ningún ser alado recordaba que los días y las noches pudiesen sucederse con tan vertiginosa rapidez.
Alguien disparó contra una hiena cojitranca que se le echaba encima enseñando amenazadoramente los colmillos, alguien creyó que el disparo iba destinado a su persona y disparó a su vez, alguien replicó desde las sombras, y así entre todos consiguieron que el maremágnum alcanzara proporciones auténticamente dantescas, sin que nadie fuera capaz de entender qué era lo que en verdad estaba sucediendo y a que se debía tamaño alboroto.
Las reglas de un mundo que se regía desde siglos atrás por unas normas muy estrictas se habían alterado por completo.
A
l amanecer la paz se había apropiado una vez más del islote de negras rocas desperdigado sobre un mar de rojizas arenas.
Bruno Serafian hizo un recuento de bajas y le sorprendió constatar que pese a cuanto había sucedido y que sus dos grupos habían conseguido establecer contacto cerrando la tenaza, nadie había muerto pese a que cuatro de sus hombres se encontraban heridos de más o menos consideración.