Cómo no escribir una novela (3 page)

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Authors: Howard Mittelmark & Sandra Newman

Tags: #Ensayo, Humor

No encuentro palabras

Cuando el autor no logra comunicar

Ahora que por fin había llegado a París, Chip comprendió por qué la llamaban la Ciudad de la Luz. Era por su luz. Había algo especial e indescriptible en París. Era tan diferente de Indiana… París tenía algo que no lograba concretar, cierto…
Je ne sais quoi
. ¡Finalmente comprendió por qué la llamaban así!

Le pegó un mordisco a su Big Mac, y como siempre había sospechado, incluso el Big Mac sabía diferente allí. Era una diferencia increíble, algo que se había perdido durante toda su vida… hasta ahora. Era alucinante.

¡Ah, París! ¡La Ciudad de la Luz!

Un subgénero de La sesión de fotos de las vacaciones son esas novelas en las que el exotismo del lugar únicamente existe en los recuerdos de la experiencia que ha vivido el autor. Esa experiencia se graba tan intensamente en la mente del escritor que no se da cuenta de que no ha sabido transmitir al lector de una forma concreta la realidad que él ha vivido, física o emocional, en ese lugar. A diferencia de La sesión de fotos de las vacaciones, nunca ha habido una época en que estas novelas hayan logrado venderse, porque no permiten que el lector vea nada. Es el equivalente de enseñar las fotos de nuestra visita al Machu Picchu, esas en las que nosotros siempre estamos en primer término, sonriendo y señalando el Machu Picchu, y no dejando que se vea bien. En estas novelas el lector no comparte la experiencia del autor. Y se pregunta: «¿Qué diablos es eso que está detrás de este tipo? Parece el Machu Picchu. O puede que sea un McDonald’s».

Este error no sólo se da con los lugares exóticos. Palabras como «alucinante» e «increíble» pueden anular cualquier experiencia, acontecimiento o escenario (Véase la Tercera Parte, El estilo: ideas básicas).

El chicle de la repisa

Cuando se despista al lector sin querer

Irina entró en el cuarto de los niños para asegurarse de que el fuego estaría encendido cuando sus dos amadas hermanas llegasen. Antes de agacharse para remover las brasas se sacó de la boca el húmedo y rosado chicle que había estado mascando desde que había partido de la finca familiar en el campo para ir a San Petersburgo. La repisa de la chimenea estaba vacía de todo adorno e Irina plantó el largo y húmedo pegote de chicle en ella.

En ese preciso instante el tío Vania, de camino al conservatorio, se detuvo ante el piano para tocar un acorde disonante y estremecedor que pareció quedarse suspendido en el aire y presagiar futuras desgracias.

—¡Irina! —dijo Masha con placer, entrando en el cuarto.

Sus mejillas estaban rosadas por los vientos invernales y el frío todavía erizaba sus gruesas y lujosas pieles. De las tres, Masha siempre había sido la más inclinada a seguir la moda y adoraba sus pieles por encima de todo, salvo quizás de sus amadas hermanas. Masha abrió los brazos y cruzó la habitación para abrazar a su querida Irina. La manga de su abrigo de marta cibelina preferido se acercó mucho al pegajoso chicle, que aún pringoso y caliente por las llamas que ahora se alzaban bajo la repisa era casi una acechante presencia en la habitación, ansioso y malevolente, como una anémona de mar dispuesta a cazar en sus aguas. Se diría que sólo una intervención divina permitió que la manga saliera indemne.

—¡Irina! ¡Masha! —gritó Natasha cuando entró en la habitación y las vio enlazadas en un fuerte abrazo.

Natasha era la más guapa, y la más coqueta, y sus hermanas la habían hecho rabiar amorosamente desde que era pequeña por su largo pelo rubio, que siempre llevaba suelto aunque no era la costumbre.

Justo cuando Natasha llegó junto a sus hermanas un inquietante viento entró por una ventana abierta y levantó su largo y hermoso pelo, y se lo alborotó sobre los hombros, haciéndolo flotar como una rubia nube, indefensa e inocente de todo peligro, a sólo unos milímetros —según el sistema decimal francés— del chicle de la repisa.

—Venga, vamos a otra habitación a contarnos con todo detalle nuestros infortunios —dijo Natasha.

—Sí, vamos —dijo Masha, y las tres se fueron.

***

Más tarde, ese mismo día, el tío Vania, al volver del huerto de los cerezos, limpió el chicle de la repisa.

La buena noticia es que, como escritor de ficción, puedes crear un mundo de la nada. La mala es que como creas un mundo completamente nuevo, todo lo que aparece es una elección consciente y el lector dará por supuesto que hay una razón para todas esas decisiones. Los descuidos a este respecto pueden traer cierto número de consecuencias no deseadas. La más importante de ellas es lo que se conoce entre los escritores como El chicle de la repisa, o sea, ese elemento introducido al principio de una novela que parece tan importante que el lector está todo el rato pendiente de él, preguntándose cuándo entrará en juego. Si no lo hace, tu lector se sentirá defraudado. Recuerda:
si hay un chicle en la repisa en el primer capítulo debe pasar algo con él antes de que se acabe el libro
.

Por similares razones, detalles que se pasarían por alto en la vida real —un vistazo a una habitación, la letra de una canción que está sonando cuando uno entra en un bar— adquieren una gran importancia en una novela. Si tú sales corriendo y chorreando de la ducha para recoger un paquete inesperado, probablemente sea ese libro sobre plantas que pediste por Internet y del que ya te habías olvidado. Fin del asunto. Pero si tu personaje tiene que salir de la ducha por un paquete inesperado, tus lectores interpretarán que ese paquete desencadenará una importante serie de acontecimientos.

A continuación te mostraremos dos versiones muy comunes de este error.

Bah, olvídate de él

Cuando los problemas de un personaje se quedan sin explicar

El río nunca había estado tan hermoso y salvaje como la mañana de aquel viernes de abril. Crecido por las nieves derretidas de las montañas que se alzaban enormes por el oeste, las claras y heladas aguas se alborotaban alrededor de las botas de pescar que llevábamos mi hermano y yo, mientras observábamos en cordial silencio el fugaz arco iris que trazaba una trucha.

Mi hermano, que acababa de volver de la guerra, parecía inquieto y, aunque yo sólo era un niño de ocho años, reconocí el olor del ron que se cernía sobre él como los enjambres de mosquitos que descendían sobre nosotros en esos atardeceres. Y vi encenderse su rabia cuando nuestras sombrías meditaciones fueron interrumpidas por las groseras carcajadas de dos deportistas venidos de Michigan que caminaban torpemente por nuestros bosques. Él pareció darse cuenta de mi preocupación, y su enrojecida cara, brillante por el sudor, sonrió.

—La guerra les hace cosas a los hombres, Chip —me confesó, y entonces, por primera vez, cogió sin disimulo su petaca—. Cuando ese negro mastín se te mete en el alma, echa el diente a todos tus sueños de juventud.

Quise preguntarle sobre ese mastín negro pero se me olvidó hacerlo y nunca volví a tener una razón para pensar en ello otra vez, porque al día siguiente, incómodamente vestido con el traje de mi abuelo, estaba sentado en un autocar de la Union Pacific, a punto de emprender mi gran aventura en Yale.

En la vida real la gente está acuciada por problemas graves con los que no lidian durante mucho tiempo, si es que los tienen. Pero en la ficción todos los problemas son los acordes iniciales de una sinfonía. Si hay un hermano que tiene problemas con el alcohol, un niño que ha perdido su perro o incluso alguien cuyo coche se ha averiado, el lector se preocupará por esas personas y esperará que el autor del libro haga algo al respecto. Todos estos problemas necesitan su propio desarrollo dramático y su final. Pero es muy fácil que las subtramas se desboquen y se adueñen de la novela. Muchas veces es mejor que centres la atención de tus lectores en los problemas de tu personaje principal.

El abrazo fatal

Un objeto de amor inesperado

Anna rodeó con sus brazos a su hermano y lo estrechó fuertemente. Él podía oler su tenue perfume y el calor del cuerpo de su hermana hizo que todos sus problemas se desvanecieran. Desde que se había ido a la universidad sus formas se habían redondeado, y la suave y persistente presión de sus pechos se notaba perfectamente a través de su fina camiseta. Él dejó que ella se apartara y dijo un poco sonrojado:

—¿Por qué no puedo hablar con Amanda como lo hago contigo?

Anna se rió, pero evitó su mirada.

—No lo sé. ¿Quizás porque es guapa?

Hal se rió al oír esa respuesta. Para él, no había nadie más guapa que su hermana. ¡Ojalá ella se viera a sí misma como la veían los demás! Pero Hal apartó esas ideas de su cabeza. Tenía que concentrarse en sus problemas con Amanda, aunque estaba empezando a sospechar que debería buscar en cualquier otro sitio la verdadera pasión que estaba decidido a encontrar.

A veces el autor es el último en enterarse. Es muy fácil crear una historia de amor donde no debería haber ninguna. Nosotros llamamos a esto El abrazo fatal por razones evidentes, y por razones igual de evidentes, debe evitarse. Éstas son algunas modalidades:

  1. El secundario fatal.
    Un nuevo personaje se describe como «un hombre guapo y musculoso con el pelo de color azabache y una sonrisa descarada» o «una rubia explosiva con un top ajustado y reventón». El lector piensa de inmediato que ahí va a haber lío. Si bien la vida real está llena de personas atractivas que —reconozcámoslo— nunca nos mirarán dos veces, los protagonistas de una novela viven en un mundo maravilloso donde se da por sentado que todas las personas atractivas con las que se encuentran ya tienen un pie en su cama.
  2. Las aventuras de Alicia en el país de los regazos.
    Cualquier interés excesivo por menores o un contacto físico con niños dispara todas las alarmas. Si no quieres que tu lector piense que está leyendo la historia de un pedófilo, lo de mecer a un niño sobre las rodillas debe restringirse a los padres, como mucho a los tíos. Si tu personaje tiene algo que ver con alguna religión, si es un obispo, un sacerdote o un amable viejecito que ayuda en la iglesia con un peculiar brillo en la mirada, no deben acercarse a un niño ni siquiera para salvarlo del interior de un edificio en llamas.
  3. Cariño, vamos a necesitar un armario más grande.
    Si unos amigos se abrazan, brindan por su amistad y luego caen borrachos a dormirla en un camarote de una sola cama, debes saber que el lector ya lo ha pillado: esos dos son homosexuales encubiertos, y nada de lo que digas después va a hacerle cambiar de idea. Si no pretendes que sean gays que lo llevan en secreto, deja que Alan duerma en el sofá.

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