Congo (35 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

En realidad, Elliot trabajaba con la mayor rapidez posible. Tenían once palabras confiables grabadas en la cinta. Su problema era componer un mensaje inequívoco. Eso no era tan fácil como había parecido al principio.

Para empezar, el lenguaje de los gorilas no era puramente verbal. Para transmitir información los gorilas usaban combinaciones de signos y sonidos. Esto presentaba un problema clásico en la estructura lingüística: ¿cómo se transmitía la información? (L.S. Verinski dijo en una oportunidad que si visitantes de otros mundos vieran hablar a los italianos, llegarían a la conclusión de que el italiano es básicamente un lenguaje de signos y gestos, con sonidos agregados simplemente para dar énfasis). Elliot necesitaba un mensaje simple que no dependiera de gestos.

Pero no tenía idea de la sintaxis de los gorilas, que podía alterar el significado en casi todas las circunstancias. Incluso un mensaje breve podía resultar ambiguo si la sintaxis no era correcta.

Ante esa incertidumbre, Elliot consideró la posibilidad de transmitir una sola palabra. Pero ninguna de las que tenía en la lista era adecuada. Su segunda idea fue transmitir varios mensajes breves, en caso de que uno fuera ambiguo. Escogió tres mensajes: «Irse», «No venir» y «Malo aquí».

A las nueve ya habían aislado los componentes específicos de sonidos. Pero aún tenían una tarea complicada por delante. Elliot necesitaba que se repitieran los sonidos una y otra vez. Lo mejor que tenían a su disposición era la cámara de vídeo que se rebobinaba automáticamente y volvía a transmitir su mensaje. Podía retener los cinco sonidos en la memoria de 256 K y volver a repetirlos, pero la regulación del tiempo era crítica. Durante la hora siguiente, frenéticamente, trataron de juntar las combinaciones de palabras hasta que sonaran correctas para sus oídos.

Para entonces ya eran las diez.

Munro se acercó con su pistola láser.

—¿Creen que esto resultará?

—No hay modo de saberlo —respondió Elliot.

Se le había ocurrido una docena de objeciones. Habían grabado la voz de una hembra; los gorilas, ¿reaccionarían ante una hembra? ¿Aceptarían sonidos sin gestos? ¿Sería claro el mensaje? ¿Sería aceptable el espaciado de los sonidos? ¿Prestarían atención los gorilas?

No había forma de saberlo. Simplemente, harían la prueba.

Igualmente incierto era el problema de la transmisión. Ross había fabricado un altavoz sacando el diminuto altavoz del magnetófono de bolsillo y pegándolo a un paraguas sobre un trípode plegable. El altavoz sonaba sorprendentemente fuerte, pero la reproducción era poco convincente.

Poco después, oyeron los primeros suspiros.

Munro apuntó la pistola láser en medio de la oscuridad. A través de sus gafas de visión nocturna escrutó el follaje. Una vez más, los suspiros provenían de todas direcciones; pero no se veía nada. Los monos estaban callados en los árboles. Sólo se oía el suave y ominoso suspirar. Mientras escuchaba, Munro pensó que los sonidos debían de representar alguna especie de lenguaje, y… en ese momento apareció un gorila. Kahega disparó. Su rayo láser trazó una trayectoria de luz en medio de la noche. El gorila se agachó y se escondió en medio de espesos helechos.

Munro y los demás se situaron en sus puestos a lo largo del perímetro. Estaban agazapados, tensos. Las luces nocturnas infrarrojas proyectaban sus sombras sobre la cerca de tela metálica y la jungla que se extendía más allá de ésta.

Los suspiros continuaron varios minutos más, y luego, lentamente, fueron desvaneciéndose, hasta que volvió a hacerse el silencio.

—¿Qué habrá sido? —preguntó Ross.

—Están esperando —respondió Munro, frunciendo el entrecejo.

—¿Esperando qué?

Munro sacudió cabeza. Rodeó el recinto del campamento mirando a los otros guardianes, tratando de descifrar lo que ocurría. Muchas veces había podido predecir el comportamiento de animales —un leopardo herido en la selva, un búfalo arrinconado— pero esto era distinto. Se vio obligado a reconocer que no sabía qué podía esperar. Ese gorila, ¿habría ido a explorar, a mirar sus defensas? ¿O habría comenzado el ataque, y por alguna razón lo habían detenido? ¿Se trataba de una maniobra para hacerles perder los nervios? En alguna ocasión Munro había visto que cuando los chimpancés atacaban a un grupo de mandriles, por ejemplo, hacían breves incursiones en las que aislaban y mataban algún animal joven, para aumentar la ansiedad de aquéllos antes del ataque final.

Entonces oyó el rugido del trueno. Kahega señaló el cielo. Ésa era la respuesta.

—¡Maldición! —exclamó Munro.

A las diez y media cayó sobre ellos una lluvia torrencial. El frágil altavoz se empapó y empezó a chorrear agua. La lluvia causó cortocircuitos y la cerca defensiva dejó de funcionar. Las luces nocturnas parpadeaban, y dos focos estallaron. La tierra se hizo barro, y la visibilidad se redujo a cinco metros. A causa del ruido de la lluvia al golpear contra el follaje, tenían que gritar para oírse. Eso era lo peor. No habían terminado las cintas. El altavoz probablemente no funcionaría, y si lo hiciese, de cualquier modo no se oiría. La lluvia obstruiría el láser e impediría la diseminación de los gases lacrimógenos.

Cinco minutos después, los gorilas atacaron.

La lluvia cubría sus pasos. Parecían aparecer de la nada, arremetiendo contra la cerca en tres direcciones simultáneas. Desde ese primer momento, Elliot se dio cuenta de que ese ataque sería distinto de los anteriores. Los gorilas habían aprendido la lección y estaban decididos a acabar el trabajo.

Primates de ataque, adiestrados, sagaces y crueles
; aunque ésa había sido su propia descripción, se sentía alelado al ver la prueba delante de él. Los gorilas atacaban en olas, como disciplinadas tropas de asalto. Sin embargo, le parecía más horripilante que un ataque de tropas humanas. Para ellos no somos más que animales, pensó. Una especie rara, por la cual no sienten nada. No somos más que una plaga que debe ser eliminada.

A estos gorilas no les importaba por qué estaban allí, qué razones los habían llevado al Congo. No mataban para comer, ni para defenderse ni para proteger su cría. Mataban porque habían sido adiestrados para ello.

El ataque prosiguió con rapidez sorprendente. En cuestión de segundos, los gorilas traspusieron el perímetro y penetraron en el campamento. Avanzaban gruñendo y rugiendo, sin que nada pudiese impedirlo. La fuerte lluvia les achataba el pelaje, dándoles un aspecto aún más amenazador bajo las luces. Elliot vio diez o quince animales en el campamento, pisoteando las tiendas y atacando a la gente. Azizi murió de inmediato; su cráneo fue aplastado entre dos paletas de piedra.

Munro, Kahega y Ross disparaban con sus pistolas láser, pero a causa de la confusión y de la mala visibilidad, su efectividad era limitada. Los rayos láser parecían fragmentarse en medio de la lluvia torrencial; las balas siseaban y chisporroteaban. Una de las municiones estalló, desparramando ráfagas en todas direcciones. Todos se arrojaron al suelo. Varios gorilas resultaron muertos a causa de las balas perdidas. Se agarraban el pecho, en una extraña parodia de la muerte humana.

Elliot se volvió hacia el equipo de grabación y Amy se abrazó a él, gruñendo de miedo. La apartó y conectó la cámara.

Los gorilas habían dominado a todos los miembros del grupo. Munro estaba tendido de espaldas, con un gorila encima. A Ross no se la veía por ninguna parte. Kahega rodaba por el barro, con un gorila aferrado a él. Elliot casi no oyó los horribles ruidos que emanaban del altavoz, y los gorilas no prestaban atención.

Otro de los porteadores, Muzezi, lanzó un alarido al tropezar con una caja de municiones; su cuerpo se sacudió bajo el impacto de las balas y cayó de espaldas, con el cuerpo humeando. Por lo menos doce gorilas estaban muertos o yacían en el barro, gimiendo. Las cajas ya no tenían municiones.

Elliot vio a un gorila, desgarrando metódicamente una tienda. En el otro extremo del campamento, algunos de sus compañeros hacían sonar los utensilios de aluminio como si fueran paletas de metal. Entraron más gorilas, ignorando los sonidos chirriantes que salían del altavoz. Elliot se sintió enfermo al darse cuenta de que el plan había fracasado.

Estaban perdidos; sólo era cuestión de tiempo.

Un gorila lo atacó enarbolando las paletas de piedra. Aterrorizada, Amy le tapó los ojos a Elliot.

—¡Amy! —gritó él, sacándole los dedos. Esperaba sentir en cualquier momento el impacto de las paletas y el instante de dolor cegador.

Vio que el gorila se arrojaba sobre él. Puso el cuerpo rígido. A dos metros de distancia, el animal se detuvo tan abruptamente que resbaló en el fango y cayó hacia atrás. Se quedó sentado, sorprendido, ladeando la cabeza y escuchando.

Entonces Elliot se percató de que la lluvia casi había cesado. Sólo caía una llovizna fina. Paseando la mirada por el campamento, Elliot vio que otro gorila se detenía para escuchar, luego otro, otro más, y otro. El campamento adquirió el aspecto de un cuadro vivo, con los gorilas inmóviles en medio de la neblina.

Estaban prestando atención a los sonidos que surgían del altavoz.

Contuvo el aliento, sin atreverse a tener esperanzas. Los gorilas parecían confundidos. Sin embargo, Elliot pensaba que en cualquier momento renovarían el ataque con la misma intensidad de antes.

Eso no sucedió. Los gorilas se alejaron. Escuchaban. Munro se incorporó y alzó su fusil del barro. Pero no disparó. El gorila de pie junto a él parecía estar en trance, como si hubiera olvidado el ataque.

Bajo la fina lluvia, con las luces nocturnas, titilantes, los gorilas se alejaron, uno a uno. Parecían perplejos, desequilibrados. Los chirridos proseguían.

Los gorilas cruzaron la pisoteada cerca perimétrica y desaparecieron una vez más en la jungla. Y entonces, los miembros de la expedición quedaron solos, mirándose entre sí, temblando bajo la lluvia nebulosa. Los gorilas ya no estaban.

Veinte minutos después, mientras trataban de reconstruir su destrozado campamento, la lluvia arreció otra vez, con la misma furia de antes.

DÍA 13
MUKENKO

25 de junio de 1979

1
Diamantes

Por la mañana, una delgada capa de ceniza negra cubría el campamento; a lo lejos Mukenko despedía grandes cantidades de humo negro. Amy tiró a Elliot de la manga.

«Irse ahora»
, expresó insistentemente.

—No, Amy —dijo él.

Ninguno de los integrantes de la expedición estaba con ánimos de marcharse; Elliot tampoco. Al levantarse, empezó a pensar en los datos que necesitaba reunir antes de partir de Zinj. Ya no se conformaba con el esqueleto de una de esas criaturas. Al igual que ocurría con los hombres, su singularidad iba más allá de los detalles de estructura física; residía en su comportamiento. Elliot quería vídeos de los gorilas grises, y más grabaciones de su lenguaje. Y Ross estaba más decidida que nunca a encontrar los diamantes. Munro no estaba menos interesado.

«Irse ahora».

—¿Por qué irse ahora?

«Tierra mala. Irse ahora».

Elliot carecía de experiencia en actividad volcánica, pero lo que veía no le impresionaba. El Mukenko estaba más activo que en días anteriores, pero el volcán lanzaba humo y gas desde que habían llegado a Virunga.

—¿Existe algún peligro? —le preguntó a Munro.

—Kahega piensa que sí, pero probablemente busca una excusa para volver a su casa.

Amy corrió con los brazos levantados hasta donde estaba Munro y comenzó a golpear la tierra frente a él. Munro interpretó que la gorila tenía deseos de jugar. Rió y empezó a hacerle cosquillas. Ella le habló, por señas.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Munro—. ¿Qué estás diciendo, pequeña?

Amy gruñó de placer, y siguió con sus signos.

—Dice que debemos irnos ahora mismo —tradujo Elliot.

Munro dejó de hacerle cosquillas.

—¿De verdad? —preguntó secamente—. ¿Qué dice,
exactamente
?

Elliot quedó sorprendido ante la seriedad de Munro, aunque Amy aceptó el interés de éste como algo perfectamente correcto. Volvió a hacer señas para Munro, sin quitarle los ojos de encima.

—Dice que la tierra está mala.

—Humm —murmuró Munro—. Interesante. —Miró a Amy, y luego su reloj.

«Hombre con pelo nariz escuchar Amy irse casa ahora», dijo Amy.

—Dice que nos vayamos a casa ya mismo —dijo Elliot.

Munro se encogió de hombros.

—Dígale que entiendo.

Elliot tradujo. Amy se puso triste y no volvió a hacer señas.

—¿Dónde está la señorita Ross? —preguntó Munro.

—Aquí —contestó ella.

—Vamos ya —dijo Munro, y partieron rumbo a la ciudad perdida. Amy hizo señas que los acompañaba, y corrió para su sorpresa para ponerse a la par de ellos.

Ése era su último día en la ciudad, y todos los participantes de la expedición tuvieron una percepción similar: la ciudad, que antes les había parecido tan misteriosa, de alguna manera había perdido el misterio. Esa mañana vieron la ciudad tal cual era: un montón de viejos edificios derruidos en medio de una jungla tórrida, hedionda y desagradable.

Todos la hallaron tediosa, excepto Munro, que parecía preocupado.

Elliot hablaba acerca del lenguaje de los gorilas y de las razones por las que quería grabaciones; se preguntaba si sería posible conservar el cerebro de un gorila para llevarlo consigo. Al parecer, había cierto debate académico acerca de dónde provenía el lenguaje. Antaño la gente pensaba que el lenguaje se había desarrollado a partir de los gritos de los animales, pero luego se supo que los gritos y ladridos estaban controlados por el sistema límbico del cerebro, y que el verdadero lenguaje provenía de otra parte del cerebro llamado zona de Broca… Munro no podía prestarle atención. No hacía más que escuchar el lejano retumbar del Mukenko.

Munro tenía experiencia directa con volcanes. Cuando en 1968 el Mbuti, otro de los volcanes de Virunga, entró en erupción, él estaba en el Congo. Cuando el día anterior oyó las fuertes explosiones, supo que se trataba de esos ruidos carentes de explicación que anuncian la inminencia de un terremoto. Munro supuso que el Mukenko entraría pronto en erupción, y al ver titilar el rayo láser se dio cuenta de que había nueva actividad en las laderas superiores del volcán. Sabía que los volcanes son impredecibles, como atestiguaba esa ciudad en ruinas en la base misma de un volcán activo. Tanto en las laderas superiores de la montaña como a pocos kilómetros al sur de la ciudad, había vestigios de lava reciente, pero Zinj seguía sin ser alcanzada por ésta desde hacía quinientos años. Esto no era demasiado extraño, pues la configuración del Mukenko era tal que las erupciones ocurrían en las laderas del sur. Pero en modo alguno significaba que no corrieran peligro. El hecho de que las erupciones volcánicas fueran impredecibles significaba que podían verse en dificultades en cuestión de minutos. El peligro no se debía a la lava, que raras veces avanzaba más rápido que un hombre caminando. La lava tardaría varias horas en bajar de la cima del Mukenko. Lo más temible de una erupción volcánica es el gas y las cenizas que despide.

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