Congo

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

 

En el corazón de África salvaje se desarrolla una apasionante aventura en pos de encontrar la ciudad perdida de Zinj, punto clave de una terrible intriga internacional.

Sus protagonistas: una chica ambiciosa al servicio de una poderosa multinacional; un joven científico californiano; Amy, un gorila entrañable; y un experto cazador que conoce los misterios de la selva. Se enfrentan con peligros mortales: pigmeos siniestros, bestias monstruosas, ríos de lava, espías de naciones enemigas, mercenarios implacables…

Michael Crichton

Congo

ePUB v1.2

Perseo
08.07.12

Título original:
Congo

Michael Crichton, 1980

Traducción: Rolando Costa Picazo

Diseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.2)

ePub base v2.0

Para Bob Gottlieb

Cuanto mayor experiencia y conocimientos tengo de la naturaleza humana, más me convenzo de que la parte más grande del hombre es puramente animal.

H
ENRY
M
ORTON
S
TANLEY
, 1887

El gran gorila macho me llamó la atención… Daba una sensación de dignidad y fuerza contenida, de absoluta seguridad en su apariencia majestuosa. Sentí deseos de comunicarme con él… Nunca antes, al ver a un animal, había sentido lo mismo. Mientras nos observábamos mutuamente a través del valle, me pregunté si reconocería el parentesco que nos ligaba.

G
EORGE
B. S
CHALLER
, 1964

INTRODUCCIÓN

Sólo los prejuicios, y un truco en la proyección de Mercator, nos impiden reconocer la inmensidad del continente africano. África, que cubre más de treinta millones de kilómetros cuadrados, es casi tan grande como América del Norte y Europa juntas. Y tiene casi el doble del tamaño de América del Sur. Así como nos equivocamos con respecto a su naturaleza esencial: el continente negro comprende en su mayor parte cálidos desiertos y grandes llanuras herbosas.

En realidad, existe una sola razón por la que se llama a África el continente negro: las vastas selvas ecuatoriales que ocupan la región central. Ésa es la cuenca de desagüe del río Congo y comprende una décima parte del continente: unos tres millones de kilómetros cuadrados de oscura selva húmeda y silenciosa; un rasgo geográfico único y uniforme que ocupa casi la mitad de la superficie continental de los Estados Unidos. La selva primitiva existe, igual e indesafiable, desde hace más de sesenta millones de años.

Aun hoy, sólo medio millón de personas habitan la cuenca del Congo, agrupadas por lo general en aldeas a lo largo de los márgenes de las lentas corrientes cenagosas que atraviesan la jungla. La gran expansión del bosque permanece inviolable, y hasta el presente existen miles de kilómetros inexplorados.

Tal es el caso, particularmente, del extremo nordeste de la cuenca del Congo, donde la selva ecuatorial se encuentra con los volcanes de Virunga, en el borde del valle de la Gran Depresión.

Virunga, que carece de rutas comerciales establecidas o de rasgos importantes de interés, no fue vista por ojos occidentales hasta hace menos de cien años.

La carrera para hacer «el descubrimiento más importante de la década de los ochenta» en el Congo tuvo lugar durante seis semanas de 1979. El presente libro narra los trece días de la última expedición estadounidense al Congo, en junio de 1979, apenas cien años después de que Henry Morton Stanley explorara el Congo en 1874-1877. Una comparación entre ambas expediciones revela mucho de la naturaleza cambiante —e inmutable— de las exploraciones de África en el siglo intermedio.

A menudo se recuerda a Stanley únicamente como al periodista que encontró a Livingstone en 1871, pero su verdadera importancia se debe a exploraciones posteriores. Moorehead lo llama «una nueva especie de hombre en África… el explorador que es, a la vez, hombre de negocios… Stanley no fue a África para reformar a la gente, ni a construir un imperio, ni llevado por ningún interés real por temas como la antropología, la botánica o la geología. Para decirlo sin rodeos, fue a África para hacerse famoso».

Cuando en 1874 Stanley partió nuevamente rumbo a Zanzíbar, fue financiado con generosidad por los diarios. Y cuando salió de la jungla al océano Atlántico novecientos noventa y nueve días después, luego de haber sufrido penurias increíbles y la pérdida de más de dos tercios de la expedición original, tanto él como los diarios que lo ayudaron eran dueños de una de las grandes historias del siglo: Stanley había recorrido toda la extensión del río Congo.

Pero dos años después, Stanley estaba de regreso en África bajo circunstancias muy distintas. Viajaba con un nombre falso e hizo una cantidad de expediciones para desorientar a los espías que lo seguían y deshacerse de ellos. Las pocas personas que sabían que estaba en África sólo podían imaginar que era por «algún gran plan comercial».

En realidad, Stanley era financiado por Leopoldo II de Bélgica, quien tenía la intención de adquirir personalmente una vasta extensión de África. «No se trata de colonias belgas —escribió Leopoldo a Stanley—. Se trata de crear un nuevo estado, tan grande como sea posible… El rey, como persona privada, desea poseer propiedades en África. Bélgica no quiere una colonia ni territorios. El señor Stanley debe, por lo tanto, comprar tierras u obtenerlas mediante concesiones…».

Este increíble plan fue llevado a cabo. Hacia 1885, un estadounidense decía de Leopoldo: «Posee el Congo, igual que Rockefeller posee la Standard Oil». La comparación era adecuada en más de un sentido, pues la exploración de África empezaba a ser dominada por el comercio.

Así ha seguido siendo hasta nuestros días. Stanley habría aprobado la expedición estadounidense de 1979, llevada a cabo en secreto, con especial insistencia puesta en la rapidez, pero las diferencias lo habrían dejado atónito. Cuando Stanley pasó cerca de Virunga en 1875, fue después de casi un año de viaje; los norteamericanos realizaron su expedición en poco más de una semana. Stanley, que viajaba con un pequeño ejército de cuatrocientos hombres, se habría sorprendido al ver una expedición de solamente doce, uno de los cuales era un gorila. Los territorios que los estadounidenses cruzaron un siglo después eran Estados políticos autónomos. El Congo era ahora Zaire, y el río Congo, el río Zaire.

En realidad, para 1979 la palabra «Congo» técnicamente sólo se refería a la cuenca de desagüe del río Zaire, aunque todavía se usaba en círculos geológicos por razones de familiaridad y por sus connotaciones románticas.

A pesar de estas diferencias, ambas expediciones tuvieron resultados sorprendentemente similares. Como Stanley, los norteamericanos perdieron dos tercios de sus hombres, y salieron de la jungla con la misma desesperación que los hombres de Stanley un siglo antes. Y, como Stanley, regresaron con cuentos increíbles de caníbales y pigmeos, civilizaciones en ruinas en medio de la jungla y fabulosos tesoros perdidos.

Quiero expresar mi agradecimiento a R. B. Travis, de los Servicios Tecnológicos para los Recursos Terrestres, de Houston, por permitirme utilizar interrogatorios en vídeo; a la doctora Karen Ross, de STRT, por los datos acerca de la expedición; al doctor Peter Elliot, del Departamento de Zoología de la Universidad de California en Berkeley, y al personal del Proyecto Amy, incluyendo a la misma Amy; al doctor William Wens, de Minería y Manufacturas Kasai, de Zaire; al doctor Smith Jefferson, del Departamento de Patología Médica de la Universidad de Nairobi, Kenia; y al capitán Charles Munro, de Tánger, Marruecos.

También estoy en deuda con Mark Warwick, de Nairobi, por su interés inicial en el proyecto; con Alan Binks, de Nairobi, por ofrecerse generosamente a llevarme a la región de Virunga, en Zaire; con Joyce Small por arreglar el transporte, casi siempre con poco tiempo disponible, a oscuras regiones del mundo; y por último, mi agradecimiento especial a mi asistente, Judith Lovejoy, cuyos esfuerzos incansables en tiempos muy difíciles fueron cruciales para poder completar el presente libro.

M. C.

Prólogo
El lugar de los huesos

El alba llegó a la selva ecuatorial del Congo.

El sol pálido disipó el frío de la mañana y la bruma húmeda, revelando un mundo silencioso y gigantesco. Árboles enormes, con troncos de más de diez metros de diámetro, se elevaban hasta setenta metros de altura y allí extendían su denso palio de follaje, ocultando el cielo y goteando constantemente. Cortinas de musgo gris, enredaderas y lianas colgaban enmarañadas de los árboles; orquídeas parásitas brotaban de los troncos. Los helechos gigantescos, brillantes de humedad, llegaban desde el suelo hasta la altura del pecho de un hombre o más y hacían que la neblina se mantuviese baja. Aquí y allá había una nota de color: capullos rojos y enredaderas azules. La impresión general, sin embargo, era la de un vasto mundo gris verdoso, de tamaño exagerado, un lugar extraño, inhóspito para el hombre.

Jan Kruger dejó a un lado el rifle y estiró los músculos rígidos. El alba llegaba rápidamente en el ecuador; había aclarado bastante, aunque la niebla permanecía. Echó un vistazo al lugar del campamento de la expedición que había estado vigilando: ocho tiendas de campaña de nylon, de color anaranjado brillante, una tienda azul, para el rancho, telas embreadas que cubrían las cajas con el equipo, en un vano intento por mantenerlo seco. Vio al otro guardián, Misulu, sentado sobre una piedra; Misulu lo saludó con la mano, adormecido. Cerca estaba el equipo de transmisión: una antena parabólica, plateada, la negra caja transmisora, los cables coaxiales, serpenteantes, conectados con la cámara de vídeo portátil montada en el trípode desmontable. Los norteamericanos usaban este tipo para transmitir diariamente informes por satélite a la oficina central en Houston.

Kruger era el
bwana mukubwa
, contratado para llevar la expedición al Congo. Ya antes había conducido expediciones: compañías petroleras, grupos cartográficos, equipos madereros y equipos geológicos, como éste. Las compañías que enviaban sus equipos querían a alguien que conociera las costumbres y los dialectos locales lo suficientemente bien para vérselas con los porteadores y arreglar los viajes. Kruger era adecuado para este trabajo. Hablaba kiswahili tan bien como bantú, además de un poco de bagindi, y había estado en el Congo muchas veces, aunque nunca en Virunga.

Kruger no se imaginaba qué interés podían tener estos geólogos estadounidenses en ir a la región Virunga, de Zaire, en el extremo nordeste de la selva ecuatorial del Congo. Zaire era el país del África Negra más rico en minerales; el primer productor mundial de cobalto y diamantes industriales, y el séptimo productor de cobre. Además, poseía importantes yacimientos de oro, estaño, zinc, tungsteno y uranio. Pero la mayor parte de los minerales se encontraban en Shaba y Kasai, no en Virunga.

Kruger sabía que no debía preguntar por qué querían ir a Virunga los estadounidenses y, de todos modos, conoció la respuesta bastante rápido. Una vez que la expedición pasó el lago Kivu y entró en la selva ecuatorial, los geólogos empezaron a barrer el río y los lechos de los arroyos. La búsqueda de depósitos superficiales significaba que iban detrás de oro, o de diamantes. Resultó que lo que les interesaba eran los diamantes.

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