Congo (3 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

Uno de los técnicos le dijo:

—Conectaremos los radiofaros de respuesta en un minuto. ¿Quiere café?

—No —contestó Ross.

—Quería estar allá, ¿verdad?

—Lo merecía —repuso ella. Miró con fijeza las pantallas de vídeo, el despliegue hipnotizador de formas que rotaban y cambiaban mientras los técnicos comenzaban el inacabable proceso de inmovilizar las fluctuaciones de una transmisión por satélite en órbita a quinientos kilómetros de altura.

—Clave de señal.

—Clave de señal. Marca de contraseña.

—Marca de contraseña.

—Determinación de posición de onda.

—Determinación de posición de onda. Registramos.

Ella casi no prestó atención a las frases familiares. Observó cómo las pantallas mostraban campos grises de crepitante estática.

—¿Llamamos nosotros o ellos? —preguntó.

—Nosotros iniciamos —dijo un técnico—. Teníamos programado comunicarnos al amanecer, hora local. De modo que como ellos no llamaron, lo hicimos nosotros.

—Me pregunto por qué no lo habrán hecho —dijo Ross—. ¿Ocurre algo?

—No lo creo. Dimos la señal de iniciación y ellos la tomaron para empezar la comunicación en quince segundos. Todos los códigos estaban bien. Ah, aquí vamos.

A las 6.22, hora del Congo, se produjo la transmisión. Después de un borrón final de estática, las pantallas se despejaron. Estaban viendo una parte del campamento del Congo, aparentemente una vista de una cámara de vídeo montada en un trípode. Vieron dos tiendas, un fuego casi consumido, vestigios de la bruma del amanecer. No había signos de actividad, ni de gente.

Uno de los técnicos se rió.

—Al parecer, los hemos sorprendido durmiendo. Creo que sí era necesaria allí. —Karen Ross era famosa por insistir en los formalismos.

—Ponga el remoto —dijo ella.

El técnico apretó el control remoto. La cámara, que estaba a dieciséis mil kilómetros de distancia, pasó a ser controlada por Houston.

—Recorra —dijo ella.

El técnico manipuló un mando de la consola. Observaron mientras las imágenes de vídeo se trasladaban a la izquierda. El campamento estaba destruido: las tiendas aplastadas y desgarradas, el equipo desparramado por el barro. Una tienda ardía, emitiendo nubes de humo negro. Vieron varios cadáveres.

—Dios —murmuró uno de los técnicos.

—Cambie de enfoque —ordenó Ross—. Ponga en seis-seis.

La cámara recorrió el campamento. Luego pasó a observar la jungla. Todavía no se veían señales de vida.

—Ponga reverso.

La pantalla mostró el disco plateado de la antena portátil y la caja negra del transmisor. Cerca había otro cuerpo. Era uno de los geólogos, boca arriba.

—Dios, ese es Roger…

—Enfoque de cerca —dijo Ross. En la cinta, su voz sonaba fría, casi indiferente.

La cámara mostró la cara. Vieron algo grotesco: la cabeza aplastada, chorreando sangre por los ojos y la nariz; la boca, abierta hacia el cielo.

—¿Qué cosa pudo haber hecho
algo así
?

En ese momento, una sombra se proyectó sobre el rostro muerto de la pantalla. Ross dio un salto hacia delante, cogió la palanca y el control. La imagen se amplió rápidamente hasta que pudieron ver el contorno de la sombra. Era un hombre. Y se movía.

—¡Hay alguien ahí! ¡Alguien sigue vivo!

—Cojea. Parece herido.

Ross fijó sus ojos en la sombra. A ella no le pareció que fuera un hombre que cojeara. Había advertido algo extraño, y no se daba cuenta de qué podía tratarse.

—Caminará frente a la lente —dijo ella. Era demasiado esperar—. ¿Qué es esa estática del audio?

Se oía un sonido extraño, como un siseo o un suspiro.

—No es estática, está en la transmisión.

—Resuélvalo —ordenó Ross.

Los técnicos apretaron botones, alterando las frecuencias, pero el sonido continuó, peculiar e indistinto. Y luego la sombra se movió, y el hombre caminó frente a la lente.

—Dioptría —dijo Ross, pero ya era tarde. La cara había aparecido, muy cerca de la lente. Estaba demasiado próxima para enfocarla sin una dioptría. Todo lo que vieron fue una sombra borrosa. Antes de poder hacer nada, desapareció.

—¿Un nativo?

—Esta región del Congo está deshabitada —dijo Ross.


Algo
habita allí.

—Intenten enfocarlo de nuevo.

La cámara giró en toma panorámica. Karen se la imaginó sobre el trípode, en la jungla, con el motor zumbando mientras la lente daba vueltas. Luego, de repente, la imagen se ladeó y apareció inclinada.

—La ha volteado.

—¡Maldición!

La imagen de vídeo crepitó, y aparecieron líneas de estática. Se hizo muy difícil poder distinguir algo.

—¡Arréglenlo! ¡Arréglenlo!

Antes de que se rompiese la antena parabólica plateada, tuvieron la visión final de un gran rostro y una mano oscura. La imagen del Congo se convirtió en un punto, y desapareció.

2
Señal de interferencia

Durante el mes de junio de 1979, Servicios Tecnológicos para los Recursos Terrestres tenía grupos de campo estudiando yacimientos de uranio en Solivia, y de cobre en Paquistán, el aprovechamiento agrícola en Cachemira, el avance de los glaciares en Islandia, recursos madereros en Malasia y yacimientos de diamantes en el Congo. No era nada inusual tratándose de STRT; por lo general tenían entre seis y ocho grupos en el terreno a la vez.

Como sus equipos estaban con frecuencia en regiones azarosas o políticamente inestables, observaban con cuidado las primeras «señales de interferencia». (En la terminología de detección remota, una «señal» es la aparición característica de un objeto o rasgo geológico en una fotografía o imagen de vídeo). La mayor parte de las señales de interferencia eran políticas. En 1977, STRT rescató por aire a un equipo en Borneo durante una rebelión comunista, y también en Nigeria, en 1978, durante un golpe militar. En ocasiones, las señales eran geológicas: rescataron a un equipo de Guatemala después del terremoto.

Según R. B. Travis, que fue despertado en la madrugada del 13 de junio de 1979, los vídeos del Congo mostraban la «peor señal de interferencia posible», aunque el origen de la misma seguía siendo un misterio. Todo lo que sabían era que el campo había sido destruido en apenas seis minutos, lapso que mediaba entre la iniciación de la señal desde Houston y la recepción en el Congo. La rapidez era atemorizante. La primera orden de Travis fue averiguar «qué diablos sucedía allá».

Travis, un hombre corpulento, de cuarenta y ocho años, estaba acostumbrado a las crisis. Era ingeniero espacial. A los treinta y tantos años había empezado a dedicarse a la administración. Travis había logrado mantener un buen sentido del humor después de una década de problemas de alta tecnología. Su filosofía administrativa se resumía en un letrero colgado sobre la pared detrás del escritorio, que decía: «Algo siempre sale mal».

Pero lo sucedido en la noche del 13 de junio no le pareció divertido. Había perdido toda la expedición, todos los hombres de STRT habían muerto. Ocho hombres, más los porteadores nativos. ¡Ocho hombres! El peor desastre en la historia de STRT, peor aún que el de Nigeria de 1978. Travis se sintió fatigado sólo de pensar en todas las llamadas telefónicas que le esperaban. No las que haría él, sino las que recibiría. ¿Estaría fulano de regreso para la graduación de su hija, o para el partido del hijo? Todas estas llamadas serían pasadas a Travis, y él tendría que oír las voces esperanzadas, y sus propias respuestas cautelosas: no estaba seguro, comprendía el problema, haría todo lo posible, por supuesto, por supuesto… El engaño por venir lo agotaba de antemano.

Porque, al menos durante dos semanas, quizás un mes, Travis no podía decir a nadie lo que había sucedido. Y luego sería él quien haría las llamadas, y las visitas, y asistiría a los funerales en los que no habría ataúdes sino un mortal espacio en blanco, un vacío, y las inevitables preguntas de las familias y los parientes, que él no podría responder, mientras todos escudriñaban su rostro a la espera del menor espasmo muscular, la más leve señal o vacilación.

¿Qué podía decirles?

Su único consuelo era que, quizá dentro de unas pocas semanas, podría decirles más. Una cosa era segura: si tuviera que hacer esas terribles llamadas esa noche, no podría decir nada en absoluto, porque STRT no tenía ni idea de lo que había ocurrido. Este hecho acrecentaba la fatiga de Travis. Y había otros detalles: Morris, el auditor de seguros, que lo había visitado para preguntarle qué quería hacer con las condiciones. STRT extendía pólizas de seguro a nombre de cada miembro de las expediciones, y también para los porteadores nativos. Éstos recibían quince mil dólares cada uno como seguro, cifra que parecía trivial hasta que se pensaba que el ingreso promedio de un africano era de ciento ochenta dólares estadounidenses al año. Pero Travis siempre sostenía que los miembros locales de las expediciones debían compartir los beneficios de los riesgos incluso cuando eso significara pagar a las viudas sumas que, en sus circunstancias, eran considerablemente abultadas. E incluso aunque costara en seguros una pequeña fortuna a STRT.

—Reténgalas —dijo Travis.

—Esas pólizas nos cuestan
por día

—Reténgalas.

—¿Por cuánto tiempo?

—Treinta días —repuso Travis.

—¿Treinta días
más
?

—Así es.

—Pero sabemos que los asegurados han muerto. —Morris no se conformaba con la pérdida de dinero. Su mentalidad se rebelaba.

—Así es —repitió Travis—. Pero es mejor que mande un poco de dinero a las familias de los africanos, para mantenerlas calladas.

—¡Dios! ¿De cuánto estamos hablando?

—Quinientos dólares a cada una.

—¿Cómo lo contabilizamos?

—Gastos legales —respondió Travis—. Cárguelos a gastos por disposiciones legales del lugar.

—¿Y las familias del equipo de estadounidenses que hemos perdido?

—Tienen Master Charge —dijo Travis—. Deje de preocuparse.

En ese momento entró en el despacho Roberts, el oficial de enlace de Prensa de STRT.

—¿Quiere que destapemos la lata?

—No —contestó Travis—. Quiero mantenerla cerrada.

—¿Cuánto tiempo?

—Treinta días.

—¡Maldición! En treinta días su propio personal hablará de ello —dijo Roberts—. Eso es seguro.

—Si lo hacen, usted se encargará de negarlo —dijo Travis—. Necesito otros treinta días para cumplir con este contrato.

—¿Sabemos lo que sucedió?

—No —dijo Travis—. Pero lo sabremos.

—¿Cómo?

—Por las cintas.

—Esas cintas son un lío.

—Por ahora —dijo Travis. Y convocó los equipos especiales de programadores. Desde hacía tiempo, Travis había llegado a la conclusión de que si bien STRT era capaz de despertar a consejeros políticos en todo el mundo, era más factible conseguir informaciones desde dentro de la organización.

—Todo lo que sabemos de la expedición al Congo —dijo— está registrado en ese vídeo final. Quiero una recuperación visual y de audio de siete bandas, y la quiero ya. Porque esa cinta es todo lo que tenemos.

Los equipos especializados pusieron manos a la obra.

3
Recuperación

STRT se refería al proceso con la denominación de «recuperación de datos», o, a veces, como «salvamento de datos». Ambos términos traían a la mente imágenes de operaciones realizadas en el fondo del mar, y eran extrañamente apropiados.

Recuperar o salvar datos significaba traer a la superficie un sentido coherente desde las profundidades de masivos acopios de información electrónica. E, igual que el salvamento marino, era un proceso lento y delicado, donde un solo paso en falso significaba la pérdida irrecuperable de los mismos elementos que se trataba de traer a la superficie. STRT tenía cuadrillas de salvamento, experimentadas en el arte de la recuperación de datos. Una cuadrilla se puso a trabajar de inmediato en la recuperación del audio, otra en la recuperación visual.

Karen Ross ya estaba ocupada en la primera de estas tareas. Los procedimientos que seguía eran muy complicados, y, sólo podía realizarse en STRT.

Servicios Tecnológicos para los Recursos Terrestres era una compañía relativamente nueva, formada en 1975 en respuesta a un crecimiento explosivo de información acerca de la Tierra y sus recursos. La cantidad de material que manejaba STRT era impresionante: sólo las imágenes recibidas por satélite de la Tierra representaban más de quinientas mil; cada hora se conseguían dieciséis nuevas imágenes. Con el agregado de fotografías aéreas, fotografía infrarroja y radar de apertura artificial, la información total a disposición de STRT excedía los dos millones de imágenes. Toda esta información debía ser catalogada y dispuesta para ser recobrada al instante. STRT era como una biblioteca que adquiriera setecientos nuevos libros por día. No era de sorprender que los bibliotecarios trabajaran con ritmo febril continuamente.

Los visitantes de STRT no parecían darse cuenta de que, aun con ordenadores, esa capacidad para manejar datos habría sido imposible hacía diez años. Tampoco comprendían cuál era la naturaleza básica de la información: daban por sentado que las imágenes sobre la pantalla eran fotografías, pero no lo eran.

La fotografía es un sistema químico del siglo XIX para registrar información mediante la utilización de sales de plata sensibles a la luz. STRT usaba un sistema electrónico del siglo XX para registrar información, análogo al de las fotografías químicas, pero muy diferente. En lugar de cámaras, utilizaba exploradores multiespectrales y en lugar de película, cintas compatibles de computadora. En realidad, STRT no se ocupaba de «imágenes», tal como se las concebía comúnmente según la tecnología fotográfica anticuada, sino que adquiría «registros de datos» que convertía en «exhibiciones de datos» cuando surgía la necesidad.

Como las imágenes de STRT eran simples señales eléctricas registradas en cinta magnética, era posible realizar una gran variedad de manipulación electrónica de las imágenes. STRT contaba con ochocientos treinta y siete programas de ordenador para alterar las imágenes: podía realzarlas, eliminar elementos indeseables, para hacer resaltar determinados detalles. Ross usó catorce programas en el vídeo del Congo, especialmente en la sección cargada de estática en la que aparecían la mano y la cara, justo antes de que destrozaran la antena.

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