Congo (8 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

Los árabes llamaban a este misterioso y fascinante lugar la Ciudad Perdida de Zinj.
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Sin embargo, a pesar de su fama perdurable, la señorita Johnson encontró pocas descripciones detalladas de la ciudad En 1187 Ibn Baratu, un árabe de Mombasa, apuntó que «los nativos de la región hablan… de una ciudad perdida, tierra adentro, lejos, llamada Zinj. Allí los habitantes, que son negros, vivieron una vez en la riqueza y el lujo; hasta los esclavos se adornaban con joyas y especialmente con diamantes azules, pues hay allí un gran depósito de ellos».

En 1292, un persa llamado Mohammed Zaid declaró que «un gran diamante (del tamaño) del puño cerrado de un hombre… fue exhibido en las calles de Zanzíbar, y todos decían que provenía del interior donde se encuentran las ruinas de una ciudad llamada Zinj, y es aquí donde pueden hallarse diamantes en profusión desparramados en el suelo y también en los ríos…».

En 1334, otro árabe, Ibn Mohammed, escribió que «nuestro representante hizo arreglos para buscar la ciudad de Zinj, pero desistió al enterarse de que la ciudad había sido abandonada hace mucho, y no es más que ruinas. Se dice que el aspecto de la ciudad es muy extraño, pues las puertas y ventanas están hechas con la curva de la media luna, y que las residencias están en poder de una raza violenta de hombres velludos que hablan en susurros un idioma desconocido…».

Luego llegaron los portugueses, infatigables viajeros. Hacia 1544 se aventuraban tierra adentro desde la costa occidental remontando el río Congo, pero pronto encontraron obstáculos que les impidieron explorar África Central durante cientos de años. El Congo no era navegable más allá del primer grupo de rápidos, a poco más de trescientos kilómetros de la costa (en lo que una vez fuera Leopoldville, y hoy es Kinshasa). Los nativos eran hostiles y caníbales. Y la jungla hirviente era fuente de enfermedades —malaria, enfermedad del sueño, esquitosomiasis, paludismo— que diezmaban a los intrusos extranjeros.

Los portugueses nunca lograron penetrar en el Congo central. Tampoco pudieron hacerlo los ingleses, al mando del capitán Brenner, en 1644; toda su expedición se perdió. El Congo seguiría siendo, durante doscientos años, un lugar en blanco en los mapas civilizados del mundo.

Pero los primeros exploradores repitieron las leyendas del interior, incluyendo la historia de Zinj. Un artista portugués, Juan Diego de Valdez, hizo un dibujo muy aclamado de la Ciudad Perdida de Zinj, en 1642.

—Pero —dijo Sarah Johnson— también dibujó a hombres con cola y monos manteniendo comercio carnal con mujeres nativas. Aparentemente, Valdez era lisiado —prosiguió—. Pasó toda la vida en la ciudad de Setúbal, bebiendo con los marineros y basándose para hacer sus dibujos en las conversaciones que sostenía con ellos.

África no fue totalmente explorada hasta mediados del siglo XIX, por Burton y Speke, Baker y Livingstone, y en especial por Stanley. Ninguno de ellos encontró ni rastros de la Ciudad Perdida de Zinj. En los últimos cien años tampoco se habían encontrado señas de ella.

Una profunda tristeza se apoderó de los integrantes del Proyecto Amy.

—Os advertí que traía malas noticias —dijo Sarah Johnson.

—¿Quieres decir —dijo Peter Elliot—, que esta lámina se basa en una descripción, y que en realidad no sabemos si la ciudad existe o no?

—Me temo que así es —respondió Sarah Johnson—. No existen pruebas de que la ciudad de la lámina exista. No es más que una historia.

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Resolución

La confianza incuestionable que depositaba Peter Elliot en los datos seguros del siglo XX —hechos, números, gráficos— no lo preparaba para la posibilidad de que el grabado de 1642, con todos sus detalles, fuera simplemente la fantasiosa especulación de un artista desinhibido. La noticia causó estupor.

Los planes para llevar a Amy al Congo parecieron de repente ingenuamente infantiles: el parecido entre sus dibujos esquemáticos e incompletos y el grabado de Valdez de 1642 era evidentemente una coincidencia. ¿Cómo podían imaginar que la Ciudad Perdida de Zinj fuera otra cosa que una antigua fábula? En el mundo del siglo XVII, de horizontes dilatados y nuevas maravillas, la idea de una ciudad así habría parecido perfectamente razonable, incluso posible. Pero en el computerizado siglo XX, la existencia de la Ciudad Perdida de Zinj era tan probable como Camelot o Xanadú. Habían sido tontos en tomarla en serio un solo instante.

—La ciudad perdida no existe —dijo Elliot.

—Oh, sí existe —afirmó ella—. De
eso
no hay duda.

Elliot levantó la mirada rápidamente, y entonces se dio cuenta de que no era Sarah Johnson quien le había contestado. En la parte de atrás de la habitación había una muchacha alta, delgada, de veintitantos años. Podría haberse dicho que era hermosa, de no ser por su aspecto frío y reservado. Llevaba un traje sastre severo, y tenía un maletín que dejó sobre la mesa y procedió a abrir.

—Soy la doctora Ross —anunció—, del Fondo para la Vida Salvaje, y necesito su opinión acerca de estas fotos.

Hizo circular una serie de fotografías, que el personal observó mientras lanzaban silbidos y suspiros varios. En la cabecera de la mesa, Elliot aguardaba impacientemente a que le llegaran las fotos.

Eran imágenes en blanco y negro, con rayas horizontales, tomadas de una pantalla de vídeo. Pero la imagen era inconfundible: una ciudad en ruinas, en medio de la jungla, con curiosas puertas y ventanas en forma de media luna.

5
Amy

—¿Por satélite? —repitió Elliot, sin poder disimular la tensión en su voz.

—Así es, las fotos fueron transmitidas por satélite desde África hace dos días.

—¿Quiere eso decir que usted conoce la ubicación de estas ruinas?

—Por supuesto.

—¿Y su expedición parte en cuestión de horas?

—En seis horas y veintitrés minutos, para ser exactos —respondió Ross, consultando su reloj digital.

Elliot dio por concluida la reunión y habló privadamente con Karen Ross durante más de una hora. Más tarde Elliot dijo que Karen lo había «engañado» con respecto al propósito de la expedición y los peligros a que tendrían que enfrentarse. Pero estaba ansioso por ir, y probablemente no demasiado dispuesto a ser muy exigente con las razones de la expedición o los peligros de la misma. Como hábil becario, había aprendido hacía mucho a sentirse cómodo en situaciones en que el dinero de otras personas y sus propias motivaciones no coincidían exactamente. Éste era el lado cínico de la vida académica: ¿cuántas investigaciones puras habían recibido fondos porque existía la posibilidad de que pudieran llegar a curar el cáncer? Un investigador podía hacer cualquier promesa con tal de recibir su dinero.

Aparentemente, no se le ocurrió a Elliot que Karen pudiera estar utilizándolo con la misma frialdad con que él la utilizaba a ella. Desde el comienzo, Karen no fue completamente sincera: había recibido instrucciones de Travis de explicar la misión de STRT al Congo «con la menor cantidad posible de datos». Ella era una experta en eso; igual que todo el personal de STRT, había aprendido a decir sólo lo necesario. Elliot la trató igual que a todos sus benefactores, y eso fue un serio error.

En un análisis final, Ross y Elliot se juzgaron mutuamente de acuerdo a la apariencia engañosa que presentaban. Elliot parecía tan tímido y retraído que en una ocasión un profesor de Berkeley hizo el siguiente comentario: «No es sorprendente que haya dedicado su vida a los monos; no se anima a hablar con la gente». Pero Elliot había sido un vigoroso jugador de fútbol en la Universidad, y su tímido comportamiento académico ocultaba un empuje y una ambición extraordinarios.

Igualmente, Karen Ross, a pesar de su juvenil belleza y su suave y seductor acento tejano, poseía gran inteligencia y fuerte resistencia interior. (Había madurado temprano, y como dijera una vez una profesora del instituto, era «la flor y nata de la viril feminidad tejana»). Karen se sentía responsable por la anterior expedición de STRT, y estaba decidida a rectificar errores pasados. Elliot y Amy podrían ayudarla una vez que estuvieran en el terreno. Eso bastaba como razón para que los llevara consigo. Además, a Karen le preocupaba el interés que Hakamichi demostraba por los trabajos de Elliot. Si llevaba consigo a éste y a Amy, eliminaba una posible ventaja para el consorcio del japonés, otra razón suficiente para llevarlos. Finalmente, necesitaba cubrirse en caso de que detuvieran la expedición en la frontera: un primatólogo y un gorila eran una tapadera perfecta.

Pero lo que de verdad quería Karen Ross eran los diamantes del Congo, y estaba lista para decir, hacer y sacrificar cualquier cosa con tal de conseguirlos.

En las fotografías tomadas en el aeropuerto de San Francisco, Elliot y Ross aparecen como dos sonrientes académicos jóvenes, listos a emprender una divertida expedición por África. En realidad, sus motivaciones eran distintas, e inflexiblemente sustentadas. Ni Elliot quería decirle cuan teóricos y académicos eran sus objetivos, ni Ross cuan pragmáticos eran los de ella.

De cualquier forma, para el mediodía del 14 de junio, Karen Ross se encontraba con Peter Elliot en el desvencijado «Fiat» de él, avanzando a lo largo de Hallowell Road, frente al campo de deportes de la Universidad. Ella tenía cierto recelo: se dirigían a ver a Amy.

Elliot abrió la puerta con el letrero en rojo NO MOLESTAR. EXPERIMENTOS CON ANIMALES. Detrás de la puerta, Amy gruñía y arañaba impacientemente. Elliot se detuvo.

—Cuando la vea —dijo—, recuerde que es un gorila, no un ser humano. Los gorilas tienen su propia etiqueta. No hable fuerte ni haga movimientos bruscos hasta que se acostumbre a usted. Si sonríe, no muestre los dientes, porque mostrar los dientes es una amenaza. Y conserve la mirada baja, porque mirar de frente a un extraño se considera hostil. No esté muy cerca de mí ni me toque, porque es muy celosa. Si le habla, no le mienta. Aunque ella usa un lenguaje de signos, entiende la mayor parte de nuestras palabras, y nosotros por lo general le hablamos continuamente. Se da cuenta cuándo le mienten, y no le gusta.

—¿No le gusta?

—Si lo hace, la ignorará, no le hablará y se pondrá de mal humor.

—¿Algo más?

—No; todo saldrá bien. —Le sonrió de modo tranquilizador—. Verá nuestro saludo tradicional, que ya es poco apropiado, porque ella está muy crecida. —Abrió la puerta—. Buenos días, Amy —dijo.

Una enorme sombra negra saltó a sus brazos. Elliot se hizo hacia atrás por el impacto. Karen se sorprendió ante el tamaño del animal. Se había imaginado algo más pequeño y bonito. Amy era tan grande como una mujer adulta. Besó a Elliot en la mejilla con sus grandes labios. Su cabeza negra parecía enorme al lado de la de él. El aliento de la gorila le nubló las gafas. Ross percibió un olor dulzón, y vio cómo él se libraba delicadamente de sus largos brazos, que le rodeaban los hombros.

—¿Amy feliz esta mañana? —preguntó.

Amy se llevó rápidamente los dedos cerca de la mejilla, como si estuviera espantando una mosca.

—Sí, hoy me he retrasado —dijo Elliot.

Amy volvió a mover los dedos, y Karen se dio cuenta de que estaba hablando. La rapidez era sorprendente; había esperado algo más lento y deliberado. Notó que la gorila mantenía la mirada fija en el rostro de Elliot. Se mostraba extraordinariamente atenta y concentraba en él toda su vigilancia de animal. Parecía absorberlo todo, la postura de Elliot, su expresión, el tono de su voz, sus palabras.

—Tuve que trabajar —dijo Elliot.

Ella volvió a suspirar rápidamente, como si se tratara de un ser humano que desecha algo.

—Sí, así es, la gente trabaja.

Elliot llevó a Amy de regreso a la caravana, y con un gesto indicó a Karen Ross que los siguiera.

Una vez adentro, dijo:

—Amy, te presento a la doctora Ross. Saluda a la doctora Ross.

Amy la miró, recelosa.

—Hola, Amy —dijo Karen, sonriendo, mientras miraba el suelo. Se sentía como una tonta al comportarse de ese modo, pero aquel simio era lo bastante grande como para atemorizarla.

Amy miró con fijeza a Karen Ross durante un momento, luego se alejó a su caballete. Había estado pintando con los dedos, y retomó esa actividad, ignorándolos.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ross. Se sentía rechazada.

—Ya veremos —repuso Elliot.

Después de unos momentos, Amy volvió a donde estaban, caminando a cuatro patas. Se dirigió hacia Karen, la olió entre las piernas y la examinó detalladamente. Se mostró especialmente interesada en su bolso de piel, que tenía un brillante broche. Ross dijo más tarde que «fue igual que una fiesta en Houston. Otra mujer me estudiaba detenidamente. Tenía la sensación de que en cualquier momento me preguntaría dónde había comprado la ropa».

No terminó allí, sin embargo. Amy, deliberadamente, embadurnó la falda de Ross con rayas de pintura verde.

—Me parece que esto no va muy bien —dijo Karen Ross.

Elliot observó el desarrollo de esta primera reunión con mayor aprensión de la que estaba dispuesto a reconocer. Presentar personas desconocidas a Amy resultaba difícil a menudo, especialmente si eran mujeres.

Durante todos esos años, Elliot había aprendido a reconocer muchos rasgos claramente «femeninos» en Amy. Sabía cómo mostrarse recatada, reaccionaba cuando la lisonjeaban, le preocupaba su apariencia, le encantaba el maquillaje y era muy exigente con el color de los jerseys que usaba en invierno. Prefería los hombres a las mujeres, y se mostraba abiertamente celosa con las amigas de Elliot. Raras veces las llevaba para presentárselas, pero algunas mañanas ella lo olfateaba para ver si olía a perfume, y siempre hacía un comentario si él no se había cambiado la ropa.

La situación habría sido divertida si Amy ocasionalmente no atacara a mujeres extrañas sin que éstas la provocasen. Y un ataque de Amy nunca resultaba divertido.

Amy regresó al caballete y dijo con las manos:

«No gusta mujer no gusta a Amy no gusta mujer irse».

—Vamos, Amy, sé una buena gorila —dijo Peter.

—¿Qué dijo? —preguntó Karen, dirigiéndose al lavabo para sacarse las manchas verdes de la falda. Peter notó que no chillaba como otros visitantes cuando eran agredidos por Amy.

—Dice que le gusta su vestido —mintió él.

Amy le clavó la mirada, como hacía siempre que Elliot traducía mal sus palabras.

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