«Amy no mentir. Peter no mentir».
—Sé buena, Amy —dijo él—. Karen es una persona agradable.
Amy gruñó, regresó a su trabajo y se puso a pintar con rapidez.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Karen.
—Dele tiempo —respondió Elliot con una sonrisa tranquilizadora—. Necesita acostumbrarse.
No se molestó en explicarle que era mucho peor con los chimpancés. Los chimpancés arrojaban excrementos a los extraños y, a veces, a lo mismos investigadores a quienes conocían muy bien. En algunas oportunidades atacaban para ejercer dominio. Los chimpancés tenían una gran necesidad de determinar quién mandaba. Por suerte, a los gorilas les importaban menos las jerarquías de dominio, y eran menos violentos.
En ese momento, Amy arrancó el papel del caballete y lo hizo pedazos ruidosamente, desparramándolos por el suelo.
—¿Es esto parte del acostumbramiento? —preguntó Karen Ross. Parecía más divertida que asustada.
—Amy, termina ya —dijo Peter, permitiéndose cierta irritación en el tono de voz—. Amy…
Amy se sentó en el centro de la habitación, rodeada por los pedazos de papel. Siguió rompiéndolos, enfadada, y dijo con sus signos:
«Esta mujer. Esta mujer».
Era un comportamiento clásico de desplazamiento. Cuando los gorilas no se sienten cómodos con una agresión directa, hacen algo simbólico. En términos simbólicos, estaba destrozando a Karen Ross, haciéndola pedazos.
Y empezaba a excitarse, a hacer lo que en el Proyecto Amy se llamaba una «secuencia». Del mismo modo que las personas se ponen coloradas primero, luego ponen el cuerpo tenso, se gritan y se arrojan algo antes de recurrir a la agresión física directa, los gorilas atraviesan una secuencia estereotipada de comportamiento para llegar a la agresión física. El romper papel, o arrancar hierba, es seguido por movimientos laterales, como los de un cangrejo, y gruñidos. Luego golpearía el suelo, haciendo todo el ruido posible.
Y después, Amy embestiría, a menos que él interrumpiese la secuencia.
—Amy —dijo con severidad—. Karen mujer botón.
Amy dejó de romper el papel. En su mundo, «botón» era el término reconocido con que designaba a una persona de cierta jerarquía.
Amy era extremadamente sensible a los estados de ánimo y al comportamiento individual, y no tenía dificultad en observar al personal y determinar quién era superior. Pero entre extraños, Amy, como gorila, era totalmente impenetrable a los indicadores formales de estatus: la ropa, el comportamiento, el idioma carecían de significado para ella.
De más joven, atacaba, inexplicablemente, a los policías. Después de morder a varios (y de varias denuncias) se dieron cuenta por fin de que a Amy los uniformes de la Policía, con sus botones brillantes, le parecían absurdos y ridículos. Pensaba que alguien vestido como un payaso debía de tener poca importancia, y, en consecuencia, se lo podía atacar sin problemas. Después de que le enseñaron el significado de la palabra «botón», empezó a tratar con deferencia a todos los que llevaban uniforme.
Amy dirigió a Ross, mujer «botón», una mirada respetuosa. Rodeada por los papeles rotos, se sintió turbada de repente, como si hubiera cometido una equivocación social. Sin que le dijeran nada, fue al rincón y se puso de cara a la pared.
—¿De qué se trata? —dijo Ross.
—Sabe que se ha portado mal.
—¿La pone en el rincón, como a los niños? No hizo ningún daño. —Antes de que Elliot pudiera advertirle nada, fue hacia Amy, que miraba fijamente hacia el rincón, Karen se quitó el bolso, que llevaba colgado del hombro, y lo puso en el suelo, al alcance de Amy. No sucedió nada por el momento. Luego Amy cogió el bolso, miró a Karen, luego a Peter.
Peter dijo:
—Destrozará todo lo que tiene.
—No importa.
Amy abrió el broche de bronce y vació el contenido del bolso en el suelo. Empezó a revisarlo todo, diciendo por señas:
«Lápiz labial, Amy gustar el lápiz labial, Amy gustar, Amy querer lápiz labial».
—Quiere el lápiz labial —dijo Peter.
Ross se inclinó y lo buscó. Amy lo destapó y trazó un círculo rojo en la mejilla de Karen. Luego sonrió y gruñó, feliz, y cruzó la habitación hasta el espejo de pie. Comenzó a pintarse los labios.
—Me parece que las cosas van mejor —dijo Karen Ross.
Frente al espejo, de cuclillas, Amy se pintaba la cara.
Sonrió ante su imagen, luego se puso lápiz labial en los dientes. Pareció un buen momento para hacerle la pregunta.
—¿Amy quiere hacer viaje? —dijo Peter.
A Amy le encantaban los viajes, y los consideraba un premio especial. Después de algún día en que se había portado bien, Peter solía llevarla a pasear a un bar con servicio para automovilistas y le compraba una naranjada, que tomaba con una cañita mientras disfrutaba de la conmoción que causaba a las personas a su alrededor. Lápiz labial y la promesa de un viaje era demasiado para una sola mañana. Preguntó, por señas:
«¿Viaje en coche?».
—No, no en coche. Un viaje largo, muchos días.
«¿Irme de casa?».
—Sí, lejos de casa. Muchos días.
Esto la hizo sospechar. Las únicas dos ocasiones en que había dejado la caravana por muchos día había sido para ir al hospital: por una neumonía primero y por una infección en las vías urinarias más tarde. No habían sido viajes agradables.
«¿Adónde el viaje?».
—A la jungla, Amy.
Se produjo una larga pausa. Al principio Peter Elliot pensó que Amy no había entendido, aunque ella conocía la palabra jungla, y era capaz de comprender las palabras juntas. Amy hizo algunas señas, pensativa, para sí, repetidas veces, como solía hacer cuando meditaba algo.
«Viaje jungla jungla viaje ir viaje jungla ir».
Hizo a un lado el lápiz labial. Miró los pedazos de papel en el suelo, y luego empezó a recogerlos y ponerlos dentro de la papelera.
—¿Qué significa eso? —preguntó Karen Ross.
—Eso significa que Amy quiere hacer el viaje —respondió Peter Elliot.
El morro del «Boeing 747» de carga estaba abierto como una mandíbula, mostrando el cavernoso interior, brillantemente iluminado. El avión había sido llevado a Houston desde San Francisco esa tarde; ahora eran las nueve de la noche, e intrigados obreros estaban cargando la gran jaula de aluminio, cajas de vitaminas, un asiento con bacinilla y cajones con juguetes. Uno de los trabajadores sacó una taza con la figura de Mickey Mouse, la miró y sacudió la cabeza.
Fuera estaba Elliot con Amy, que se cubría los oídos para protegerlos del ruido de los motores del reactor. Dijo por señas a Peter:
«Pájaros ruidosos».
—Nosotros volamos en el pájaro, Amy —dijo él.
Amy nunca había volado, ni había visto un avión de cerca. Vamos en coche, decidió, mirando el avión.
—No podemos ir en coche. Volamos.
«¿Volamos adónde volamos?»
, preguntó Amy.
—Volamos a la jungla.
Esto pareció dejarla perpleja, pero él no quería explicar nada más. Como todos los gorilas, Amy tenía aversión al agua y se negaba a cruzar hasta el arroyo más pequeño. Él sabía que se desesperaría al saber que cruzaría grandes masas de agua. Cambiando de tema, sugirió que subieran al avión y echaran un vistazo. Mientras subían Amy preguntó:
«¿Dónde mujer botón?».
Él no había visto a Karen Ross desde hacía cinco horas, y se sorprendió al advertir que ya se encontraba a bordo, hablando por un teléfono montado en la pared de la bodega. Se tapaba el oído libre para poder oír mejor. Elliot la oyó decir:
—Bueno, Irving cree que es suficiente… Sí, tenemos cuatro unidades nueve cero siete, y estamos preparados… Sí, ¿por qué no?
Terminó la conversación y se volvió hacia Elliot y Amy.
—¿Está todo bien? —preguntó él.
—Perfectamente. Les enseñaré esto. —Lo condujo más adentro de la bodega de carga, con Amy al lado. Elliot miró hacia atrás y vio al chófer subiendo la rampa con una serie de cajas numeradas de metal, con la leyenda INTEC, INC., seguida de números de orden.
—Ésta —dijo Karen Ross—, es la bodega principal de carga.
Estaba llena de camiones, Land Cruisers, vehículos anfibios, botes inflables, y montones de ropa, equipo, alimentos, todo numerado con códigos de ordenador y cargado en contenedores. Ross le explicó que STRT podía preparar expediciones a cualquier parte del planeta en cuestión de horas.
—¿Para qué tanta prisa? —preguntó Elliot.
—Son negocios —dijo Karen Ross—. Hace cuatro años no había compañías como STRT. Ahora hay nueve en el mundo, y lo que vende es ventaja competitiva, o sea rapidez. Hace diez años, una compañía, digamos una compañía petrolera, podía pasarse meses o años investigando un sitio posible de explotación. Eso ya no es competitivo; actualmente los negocios hacen que las decisiones deban tomarse en cuestión de semanas, cuando no de días. El ritmo de todo se ha acelerado. Ya nos estamos preparando para la década de 1980, cuando daremos respuestas en
horas
. En este momento un contrato de STRT se desarrolla en poco menos de tres semanas, o quinientas horas, como promedio. Para 1990 estaremos preparados para dar información al «cierre del día». Un ejecutivo podrá llamarnos a la mañana solicitando una información de cualquier parte del mundo, y nosotros tendremos un informe completo transmitido por ordenador antes del cierre de los negocios del día, en un total de diez o doce horas.
Siguieron caminando. Elliot observó que aunque lo que primero llamaba la atención eran los camiones y demás vehículos, gran parte del espacio de la aeronave estaba destinado a contenedores de aluminio con la leyenda C3I.
—Así es —dijo Ross—. Comando, Control, Comunicaciones e Inteligencia. Son componentes micrónicos, lo más costoso que llevamos. Cuando empezamos a equipar expediciones, el 12% del costo lo comprendía la electrónica. Ahora ese costo es del 31% y sube año tras año. Comunicaciones del terreno, percepción remota, defensa, y cosas por el estilo.
Los llevó a la parte de atrás del avión, donde había un espacio agradablemente amueblado, con una gran terminal de ordenador y literas para dormir.
Amy dijo:
«Bonita casa».
—Sí, es bonita.
Fueron presentados a Jensen, un joven geólogo de barba, y a Irving Levine, que anunció que era un «triple E». Los dos hombres estaban atareados con una especie de estudio en el ordenador pero lo interrumpieron para dar la mano a Amy, que los miró muy seria, y luego dedicaron la atención a la pantalla. Amy quedó fascinada con las brillantes imágenes y letras que aparecían en el monitor y quería apretar las teclas. Indicó:
«Amy jugar caja».
—Ahora no, Amy —dijo Elliot, sacándole las manos.
Jensen preguntó:
—¿Siempre es así?
—Temo que sí —contestó Elliot—. Le gustan los ordenadores. Siempre ha habido uno cerca de ella, desde que era muy chica, y los considera de su propiedad. —Luego agregó—: ¿Qué es un triple E?
—Experto en electrónica de expedición —respondió alegremente Irving. Era un hombre de baja estatura, con una sonrisa pícara—. Hago lo que puedo. Conseguimos algún material de Intec, eso es todo. Dios sabrá lo que tendrán los alemanes y los japoneses.
—Oh, maldición, empezó de nuevo —dijo Jensen, sonriendo al ver que Amy apretaba los botones.
—¡Amy, no! —ordenó Elliot.
—No es más que un juego. Probablemente no les resulte interesante a los monos —dijo Jensen—. No puede hacer ningún daño.
Amy declaró por señas:
«Amy buen gorila»
, y volvió a apretar las teclas.
Parecía muy tranquila, y Elliot agradeció la distracción que proporcionaba el ordenador. Siempre le divertía ver la silueta pesada y negra de Amy ante la pantalla de un ordenador. Se tocaba el labio inferior, pensativa, antes de apretar una tecla, como si parodiase el comportamiento humano.
Ross, práctica como siempre, los llevó de regreso a temas concretos.
—¿Dormirá Amy en una de las literas?
Elliot sacudió la cabeza.
—No. Los gorilas esperan tener una cama distinta todas las noches. Dele unas mantas y ella hará un nido en el suelo para dormir.
Ross asintió.
—¿Qué hay de sus vitaminas y medicinas? ¿Toma píldoras?
—Por lo general hay que sobornarla, o esconder las píldoras en un trozo de plátano. Traga el plátano sin masticar. —Ross asintió, como si se tratara de algo importante—. Tenemos vitaminas para todos —dijo—. Me ocuparé de que ella tome las suyas.
—Toma las mismas vitaminas que la gente, sólo que necesitará mucho ácido ascórbico.
—Suministramos tres mil unidades diarias. ¿Es suficiente? Muy bien. ¿Tolerará píldoras contra la malaria? Tenemos que empezar a tomarlas ya.
—Por lo general —dijo Elliot—, reacciona a las medicinas igual que los seres humanos.
Ross asintió.
—¿Le molestará la cabina presurizada? Está regulada a cinco mil pies.
Elliot negó con la cabeza.
—Es un gorila de montaña; viven a una altura sobre el nivel del mar de entre mil quinientos y tres mil metros, de modo que está adaptada. Pero está acostumbrada a un clima húmedo y se deshidrata rápidamente, de modo que tendremos que obligarla a beber mucho.
—¿Puede usar el baño?
—La taza es muy alta para ella —dijo Elliot—. Le traje su asiento con bacinilla.
—¿Hará allí sus necesidades?
—Seguro.
—Tengo un nuevo collar para ella. ¿Se lo querrá poner?
—Si se lo da como obsequio.
Mientras se referían a otros detalles de los requerimientos de Amy, Elliot se dio cuenta de que en esas últimas horas había sucedido algo, sin él notarlo: el comportamiento impredecible y neurótico de Amy, causado por sus sueños, había desaparecido. Era como si el comportamiento anterior le fuera extraño; ahora, que emprendía un viaje, ya no estaba malhumorada e introspectiva. Se mostraba sociable, y volvía a ser un gorila joven. Empezó a pensar si sus sueños y su depresión (la pintura con los dedos, y todo eso) no sería el resultado del ambiente de laboratorio, el confinamiento de todos esos años. Al principio el laboratorio había sido agradable, como una cuna para un niño, pero tal vez ya le quedaba pequeño. Quizá, pensó, Amy necesitaba un poco de excitación.
Mientras hablaba con Ross, Elliot sintió que algo notable estaba a punto de ocurrir. Esa expedición con Amy era el primer ejemplo de un acontecimiento que hacía años habían predicho los investigadores de primates: la tesis de Pearl.