Congo (26 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

A través del vidrio hecho añicos del parabrisas de la cabina, vieron el cuerpo del piloto, cubierto de moscas negras. Las moscas zumbaron y golpearon contra los vidrios cuando ellos se asomaron. Yendo a popa, trataron de mirar por las ventanillas del fuselaje, pero aun en el abollado tren de aterrizaje el cuerpo del avión estaba demasiado alto.

Kahega logró trepar a un árbol tronchado, y desde allí subió a un ala y miró hacia el interior.

—No hay gente —dijo.

—¿Provisiones?

—Sí, muchas provisiones. Cajas y recipientes.

Munro dejó a los otros, pasó por debajo de la cola aplastada y se puso a examinar el extremo más alejado del avión. El ala de babor, oculta de su vista, estaba ennegrecida y despedazada, y faltaban los motores. Eso explicaba por qué se había estrellado: el último de los misiles del ejército de Zaire había dado en el blanco, destrozando la mayor parte del ala. Sin embargo, a Munro los restos le resultaban extrañamente misteriosos. Algo no encajaba. Observó detenidamente todo el fuselaje, desde la nariz, luego la línea de ventanillas, el tocón del ala, las portezuelas de emergencia, de la parte posterior…

—Qué cosa… —dijo Munro en voz baja.

Fue rápidamente a reunirse con los demás, que estaban sentados sobre una de las ruedas bajo la sombra del ala de estribor. La rueda era tan enorme que Ross estaba sentada sobre ella y balanceaba las piernas sin tocar el suelo.

—Bueno —dijo Ross, sin poder ocultar su satisfacción—. No recibieron las malditas provisiones.

—No —dijo Munro—. Y vimos este avión anteanoche, lo que quiere decir que hace treinta y seis horas que está aquí.

Munro esperó la reacción de Ross.

—¿Treinta y seis horas?

—Eso es. Treinta y seis horas.

—Y no regresaron a buscar las provisiones…

—Ni siquiera lo intentaron —dijo Munro—. Mire las puertas principales, de proa y de popa. Nadie ha intentado abrirlas. ¿Por qué no volvieron?

En un sector de la densa jungla, el suelo crujía y crepitaba. Hicieron a un lado las frondas de palmeras y vieron una alfombra de huesos blancos destrozados.


Kanyamagufa
—dijo Munro. El lugar de los huesos. Echó un vistazo rápido a los porteadores para ver cuál era su reacción; pero no demostraban sino sorpresa. Eran Kikuyus, del África Oriental, y no tenían las supersticiones de las tribus que bordean la selva ecuatorial.

Amy levantó las patas de los afilados fragmentos blanqueados.

«Suelo doler»
, dijo por señas.

—¿Qué lugar es éste? —le preguntó Elliot.

«Nosotros venir lugar malo».

—¿Qué lugar malo?

Amy no tenía respuesta.

—¡Pero si son huesos! —dijo Ross, mirando detenidamente el suelo.

—Eso es —dijo rápidamente Munro—, pero no son huesos humanos. ¿No es así, Elliot?

Elliot también miraba el suelo. Vio restos blanqueados de los esqueletos de varias especies, aunque a simple vista no pudo identificar ninguna.

—¿Son humanos o no, Elliot?

—No lo parecen —respondió Elliot, mirando fijamente el suelo. Lo primero que notó fue que la mayor parte de los huesos provenía de animales pequeños: pájaros, monos y roedores. Otros trozos eran en realidad fragmentos de animales más grandes, aunque era difícil precisar su tamaño. Quizá monos grandes, pero no había monos grandes en la selva ecuatorial.

¿Chimpancés? No había chimpancés en esa parte del Congo. Tal vez fuesen gorilas. Vio un fragmento de un cráneo con marcados bordes supraorbitales; lo recogió y le dio vueltas entre las manos.

Era un fragmento de cráneo de gorila, sin duda. Sintió el espesor del hueso en los senos frontales, y vio el comienzo de la característica cresta sagital.

—¿Elliot? —dijo Munro con voz tensa—. ¿Son humanos?

—Decididamente, no —respondió Elliot.
¿Qué podría destrozar el cráneo de un gorila?
Debe de haber sucedido después de muerto, pensó. Un gorila había muerto y después de muchos años el esqueleto blanqueado había sido triturado de alguna forma. Ciertamente no podía haber sucedido mientras vivía.

—No son humanos —dijo Munro—. Un montón de huesos, pero ninguno humano. —Pasó junto a Elliot, y lo miró como diciéndole:
«Mantenga la boca cerrada»
—. Kahega y sus hombres saben que usted es experto en estas cosas —dijo Munro, mirándolo fijamente.

¿Qué habría visto Munro? Por cierto había estado cerca de la muerte bastantes veces como para reconocer un esqueleto humano al verlo. La mirada de Elliot se posó sobre un hueso curvo que estaba blanco de tan viejo. Lo levantó. Era un fragmento del arco cigomático de un cráneo humano. Un pómulo.

Hizo girar el hueso en la mano. Volvió a mirar el suelo de la jungla, y las enredaderas que se extendían como tentáculos encima de la blanca alfombra ósea. Vio muchos huesos frágiles, algunos tan delgados que eran traslúcidos, y que, suponía él, provenían de animales pequeños.

Ya no estaba tan seguro.

Recordó una pregunta de la Universidad. ¿Cuáles son los siete huesos que componen la órbita del ojo humano? Malar, hueso nasal, el orbital inferior, esfenoides —ya iban cuatro—, el etmoides, cinco… algo debe venir desde abajo, de la boca, el palatino, seis, falta uno, pero no recordaba el nombre. Malar, nasal, orbital inferior, esfenoides, etmoides, palatino… huesos delicados, huesos traslúcidos, huesos pequeños.

Huesos humanos.

—Por lo menos, no son huesos humanos —dijo Ross.

—No —convino Elliot. Miró a Amy.

«Gente morir aquí».

—¿Qué ha dicho? —preguntó Ross.

—Que el aire de este lugar no hace bien a la gente.

—Es hora de que reanudemos la marcha.

Munro lo llevó aparte.

—Lo hizo muy bien —le dijo—. Hay que tener cuidado, por los Kikuyus. No hay que atemorizarlos. ¿Qué dijo su mono?

—Dijo que allí había muerto gente.

—Sabe más que los demás —dijo Munro, asintiendo tristemente—. Aunque sospechan.

Detrás de ellos, el grupo avanzaba en fila india, sin hablar.

—¿Qué diablos habrá pasado? —preguntó Elliot.

—Muchos huesos —dijo Munro—. Leopardo, colobo, rata de la selva, tal vez algún gálago, huesos humanos…

—Y de gorila —dijo Elliot.

—Sí —dijo Munro—. También lo vi. Gorila. —Sacudió la cabeza—. ¿Qué puede matar a un gorila, profesor? Elliot no supo qué contestar.

Del campamento del consorcio no quedaba prácticamente nada. Las tiendas estaban hechas pedazos, los negros cadáveres cubiertos de densas nubes de moscas. En el aire húmedo, el hedor era opresivo, y el zumbido de las moscas un furioso ruido monótono. Todos, excepto Munro, permanecieron en el borde del campamento.

—No hay alternativa —dijo—. Debemos averiguar qué les sucedió a éstos. —Entró en el campamento, pasando por encima de la cerca aplastada.

Al entrar, Munro accionó las defensas perimétricas, que emitieron una señal aguda de alta frecuencia. Del otro lado de la cerca, los demás se taparon los oídos, y Amy resopló, disgustada.

«Ruido malo».

Munro se volvió para mirarlos.

—A mí no me afecta —dijo—. Es el castigo que tienen ustedes, por no entrar.

Munro se acercó a un cadáver, y le dio vuelta con el pie. Luego se inclinó, espantando la nube de moscas, y examinó la cabeza detenidamente.

Ross se volvió para mirar a Elliot, que parecía estar en estado de shock. Reaccionaba como el científico típico, inmovilizado por el desastre. A su lado, Amy se cubría los oídos, sobresaltada. Pero Ross no estaba inmovilizada. Inspiró y entró en el perímetro.

—Tengo que saber qué defensas instalaron.

—Bien —dijo Elliot. Se sentía indiferente, aturdido, como si estuviera a punto de desmayarse. La visión y el olor de todo aquello lo mareaban. Vio avanzar a Ross cuidadosamente por el campamento; la vio alzar una caja negra, con un extraño cono acústico. Siguió el trayecto de un cable hasta el centro del campamento. Poco después la señal de alta frecuencia cesó; ella la había desconectado.

«Mejor ahora»
, dijo Amy por señas.

Con una mano, Ross rebuscaba entre el equipo electrónico mientras con la otra se tapaba la nariz, por el hedor.

—Veré si tienen armas, doctor —dijo Kahega.

Él también entró en el campamento. Vacilantes, los demás porteadores lo siguieron.

Solo, Elliot se volvió hacia Amy. Ella inspeccionaba impávidamente la destrucción, aunque lo tomó de la mano.

—Amy, ¿qué sucedió en este lugar? —preguntó Elliot.

«Venir cosas».

—¿Qué cosas?

«Cosas malas».

—¿Qué cosas malas?

«Cosas malas venir cosas venir malas».

—¿Qué cosas?

«Cosas malas».

Obviamente, Elliot no conseguiría nada con esa clase de preguntas. Le dijo que se quedara fuera del campamento, y entró, desplazándose entre los cadáveres y las moscas zumbadoras.

—¿Alguien encontró al jefe? —preguntó Ross.

Del otro lado del campamento, Munro dijo:

—Menard.

—¿De Kinshasa?

Munro asintió.

—¿Quién es Menard? —preguntó Elliot.

—Conocía el Congo —dijo Ross mientras caminaba entre los restos—. Pero no era bastante bueno.

Un momento después, se detuvo.

Elliot se acercó a ella. Ross estaba mirando un cadáver que yacía boca abajo, en el suelo.

—No le dé vuelta —dijo ella—. Es Richter.

Elliot no entendía cómo podía estar tan segura. El cuerpo estaba cubierto de moscas negras. Se agachó.

—¡No lo toque!

—Está bien —dijo Elliot.

—Kahega —gritó Munro, levantando un recipiente de plástico verde—. Hagámoslo de una vez.

Kahega y sus hombres se movieron rápidamente, echando queroseno sobre las tiendas y los cadáveres. Elliot alcanzó a percibir el fuerte olor.

Ross, en cuclillas junto a una tienda de provisiones destrozada, gritó:

—¡Denme un minuto!

—Tómese todo el tiempo que quiera —dijo Munro. Se volvió hacia Elliot, que miraba a Amy, fuera del campamento.

«Gente mala. Gente no creer cosas malas venir»
, decía con señas Amy para sí misma.

—Parece muy tranquila —dijo Munro.

—Pues en realidad no lo está —dijo Elliot—. Creo que sabe lo que ocurrió aquí.

—Espero que nos lo diga —dijo Munro—. Porque todos los hombres murieron de la misma forma. Les aplastaron el cráneo.

Las llamas del campamento se elevaban en el aire y el humo negro formaba volutas a medida que la expedición avanzaba en medio de la jungla. Ross estaba callada, ensimismada.

—¿Qué encontró? —preguntó Elliot.

—Nada bueno —dijo ella—. Tenían un sistema periférico perfectamente adecuado, muy similar a nuestro PDA, perímetro de defensa animal. Los conos que encontré son unidades de percepción auditiva; cuando reciben una señal emiten un sonido de frecuencia ultra alta que resulta muy doloroso al oído. No da resultado con los reptiles, pero es muy eficaz con los mamíferos. Harían huir a un lobo o a un leopardo.

—Pues aquí no dio resultado —dijo Elliot.

—No —dijo Ross—. Y no molestó demasiado a Amy.

—¿Qué efectos produce en el oído humano? —preguntó Elliot.

—Usted mismo lo ha visto. Sólo es irritante. —Miró a Elliot—. Pero no hay muchos seres humanos en esta parte del Congo. Excepto nosotros.

—¿No podemos hacer una defensa perimétrica más eficaz? —preguntó Munro.

—Por supuesto que podemos. Haré el perímetro de la próxima generación, que detendrá cualquier cosa, excepto elefantes y rinocerontes —dijo Ross, pero no parecía demasiado convencida.

Más tarde encontraron los restos del primer campamento de STRT en el Congo. Casi pasaron de largo, pues durante los ocho días transcurridos las enredaderas de la jungla habían empezado a cubrirlos, borrando los rastros. No quedaba mucho: unos cuantos jirones de nylon anaranjado, una olla de aluminio abollada, el trípode aplastado y la cámara de vídeo rota, cuyos tableros verdes de circuito estaban desparramados por todas partes. No hallaron cadáveres, y como pronto anochecería, prosiguieron viaje.

Amy estaba claramente agitada.

«No ir».

Peter Elliot no le prestó atención.

«Lugar malo lugar viejo no ir».

—Vamos, Amy —dijo.

Quince minutos después hicieron un alto. Al levantar la mirada, vieron el cono oscuro del Mukenko elevándose por encima de la selva, y los débiles rayos verdes cruzados del láser, brillantes en el aire húmedo.

Inmediatamente debajo de los rayos estaban los bloques de piedra, cubiertos de musgo, medio ocultos por el follaje de la jungla, de la Ciudad Perdida de Zinj.

Elliot se volvió a mirar a Amy.

Amy no estaba.

4
Días

No podía creerlo.

Al principio pensó que lo estaba castigando, que se escondía para que él se arrepintiera de haberle arrojado el dardo antes de cruzar el río. Explicó a Munro y a Ross que era capaz de hacer esa clase de cosas, y se pasaron la siguiente media hora buscándola en la jungla. Llamaron pero no hubo respuesta, sólo el eterno silencio de la selva ecuatorial. La media hora se convirtió en una hora, luego casi en dos.

Elliot estaba aterrorizado.

Ya que entre el follaje no aparecía, había que considerar otra posibilidad.

—Tal vez haya huido con el grupo de gorilas que vimos —sugirió Munro.

—Imposible —replicó Elliot.

—Tiene siete años, está cerca de la madurez —dijo Munro, encogiéndose de hombros—. Al fin y al cabo, es una gorila.

—Imposible —insistió Elliot.

Pero sabía lo que estaba diciendo Munro. Inevitablemente, las personas que criaban monos descubrían en algún momento que ya no podían retenerlos. Con la madurez, los animales se hacían demasiado grandes, demasiado poderosos, verdaderos ejemplares de su propia especie, y era muy difícil controlarlos. Ya no era posible ponerles pañales y pretender que eran bonitas criaturas casi humanas. Sus genes codificaban diferencias inevitables que en última instancia no se podían ignorar.

—Las manadas de gorilas no son cerradas —le recordó Munro—. Aceptan a los extraños, particularmente cuando son hembras.

—Ella no haría una cosa así —insistió Elliot—. Jamás.

Desde la infancia, Amy se había criado entre personas. Estaba más familiarizada con el mundo occidental de carreteras y restaurantes con servicio para automovilistas que con la jungla. Si Elliot pasaba con el coche frente al restaurante favorito de Amy, ella no dejaba de darle un golpecito en el hombro para hacerle ver su error. ¿Qué sabía de la jungla? Para ella, era algo tan extraño como para Elliot. Y no sólo eso…

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