—¿Con vuestro padre y vuestra madre?
Kahega pareció escandalizado.
—
No
—dijo, enfáticamente—. No en la misma aldea.
—¿En una aldea distinta, entonces?
—Sí, por supuesto. Somos Kikuyus.
Ross estaba perpleja. Kahega lanzó una carcajada.
Kahega se ofreció a llevar el equipo electrónico que Ross tenía colgado de un hombro, pero ella no aceptó. Ross se vio obligada a comunicarse con Houston a intervalos regulares durante el día, y finalmente logró hacerlo, probablemente debido a que el operador de obstrucción del consorcio hizo un descanso para el almuerzo. Logró comunicarse y registrar otra vez Tiempo-Posición de Terreno.
En la pantalla apareció:
TRRNO TEMPO-POSICN -10.03
Habían perdido casi una hora desde la verificación de la noche anterior.
—Debemos avanzar más rápidamente —dijo Ross.
—Tal vez prefiera ir al trote —dijo Munro—. Es muy buen ejercicio. —Luego, porque pensó que la estaba tratando mal, agregó—: Pueden pasar muchas cosas entre este lugar y Virunga.
Oyeron el lejano gruñido de truenos, y minutos después cayó sobre ellos una lluvia torrencial, de gotas tan densas y pesadas que realmente dolían. La lluvia cayó incesantemente durante una hora, y luego paró tan abruptamente como había empezado. Todos estaban empapados y se sentían deprimidos, y cuando Munro ordenó un alto para comer, Ross no protestó.
Amy se fue de inmediato a recorrer la selva; los porteadores cocinaron arroz con curry, y Munro, Ross y Elliot quemaron con un cigarrillo las sanguijuelas que se les habían adherido a las piernas. Estaban hinchadas de sangre.
—Ni siquiera me había dado cuenta —dijo Ross.
—La lluvia las pone peor —dijo Munro. Luego levantó la vista abruptamente, fijándola en la jungla.
—¿Ocurre algo? —preguntó Ross.
—No, nada —dijo Munro, y empezó a explicar por qué había que quemar las sanguijuelas: cuando se las arrancaba, la cabeza quedaba enterrada en la carne y causaba una infección.
Kahega les trajo comida.
—¿Están bien los hombres? —le preguntó Munro, en voz baja.
—Sí. Los hombres están bien. No tendrán miedo.
—¿Miedo a qué? —quiso saber Elliot.
—Siga comiendo. Actúe con naturalidad —dijo Munro. Elliot paseó la vista por el claro sin apenas disimular su nerviosismo.
—¡Coma! —susurró Munro—. No los insulte. Se supone que usted no sabe que están aquí.
El grupo comió en silencio durante unos minutos. Luego se oyó un rumor en la maleza y de ella surgió un pigmeo.
Era un hombre de piel clara, de alrededor de un metro cincuenta de estatura y pecho redondo como un tonel; iba vestido con un taparrabos y al hombro llevaba un arco y un carcaj con flechas. Examinó a los miembros de la expedición, al parecer tratando de determinar quién era el jefe.
Munro se puso de pie y dijo algo rápidamente en un lenguaje que no era swahili. El pigmeo replicó. Munro le dio uno de los cigarrillos con que había estado matando las sanguijuelas. El pigmeo no quería que se lo encendieran; lo metió en un saquito de cuero junto a su carcaj. Siguió una breve conversación. El pigmeo señaló la jungla varias veces.
—Dice que en su aldea hay un hombre blanco muerto —informó Munro. Cogió su mochila, que contenía su botiquín de primeros auxilios—. Tendré que darme prisa.
—No hay tiempo para eso —dijo Ross—. Además, el hombre ya está muerto.
Munro la miró, frunciendo el entrecejo.
—No está
completamente
muerto —replicó Munro—. No está muerto para siempre.
El pigmeo asintió vigorosamente. Munro explicó que los pigmeos clasificaban las enfermedades en varias etapas. Primero una persona tenía calor, luego fiebre, luego estaba enferma, luego muerta, luego completamente muerta, y finalmente muerta para siempre.
De la maleza surgieron otros tres pigmeos. Munro asintió.
—Ya sabía que no estaba solo —dijo—. Estos tipos aborrecen viajar solos. Los otros nos estaban observando; como hubiésemos hecho un movimiento indebido, nos habrían ensartado con sus flechas. Están envenenadas.
Los pigmeos, sin embargo, parecían muy serenos, por lo menos hasta que Amy surgió de entre la maleza haciendo un ruido infernal. Entonces gritaron y aprestaron sus arcos. Amy se aterrorizó y corrió hacia Peter, saltando a sus brazos, abrazándolo y cubriéndolo de barro.
Los pigmeos empezaron a discutir entre ellos, probablemente tratando de decidir qué significaba la presencia de ese gorila. Hicieron varias preguntas a Munro. Finalmente, Elliot puso a Amy en el suelo y preguntó a Munro:
—¿Qué les ha dicho?
—Querían saber si el gorila era suyo, y dije que sí. Querían saber si era una hembra, y dije que sí. Querían saber si usted tenía relaciones con la gorila, y dije que no. Dijeron que eso estaba bien, pero que usted no debía encariñarse demasiado con la gorila, porque de lo contrario sufriría.
—¿Por qué sufriría?
—Dijeron que cuando la gorila crezca, huirá a la selva, destrozándole el corazón o, de lo contrario, lo matará.
Ross seguía oponiéndose a que hicieran un desvío para ir a la aldea pigmea, que quedaba a varios kilómetros, sobre la orilla del río Liko.
—Llevamos mucho retraso respecto a la línea de tiempo —dijo—, y cada vez nos retrasamos más.
Por primera y última vez durante la expedición, Munro perdió la paciencia.
—Oiga lo que voy a decirle, doctora. No nos hallamos en el centro de Houston, sino del maldito Congo, y estar herido aquí no es bueno. Tenemos medicinas. Ese hombre puede necesitarlas. No podemos abandonarlo. Sencillamente no está bien.
—Si vamos a esa aldea —dijo Ross— perderemos otras nueve o diez horas. En este momento todavía tenemos una oportunidad. Si nos demoramos, nuestras esperanzas se habrán esfumado.
Uno de los pigmeos empezó a hablar a Munro rápidamente. Éste asintió varias veces, mirando a Ross. Luego se volvió a los otros.
—Dice que el hombre enfermo tiene algo escrito en el bolsillo de la camisa. Hará el dibujo para nosotros.
Ross consultó su reloj y suspiró.
El pigmeo cogió una ramita y trazó grandes letras en el barro. Las dibujó con cuidado, frunciendo el entrecejo de tan concentrado que estaba, mientras reproducía los extraños símbolos: STRT.
—Oh, Dios —dijo Ross en voz baja.
Los pigmeos no caminaban en la selva, sino que marchaban a un trote vivo, deslizándose sobre las enredaderas y ramas, eludiendo los charcos de lluvia y las nudosas raíces de los árboles con facilidad engañosa. Ocasionalmente miraban hacia atrás sobre el hombro y reían al advertir lo difícil que les resultaba a los tres blancos seguir su ritmo de marcha.
Para Elliot, era extremadamente difícil: tropezaba con las raíces, se pegaba en la cabeza con las ramas, y las espinosas enredaderas le desgarraban la carne. Respiraba con dificultad, tratando de mantenerse a la par de los hombrecitos que avanzaban con facilidad delante de él. A Ross no le iba mucho mejor, y hasta Munro, que hasta ese momento había parecido sorprendentemente ágil, mostraba señales de fatiga.
Finalmente llegaron a un arroyo y un claro iluminado por el sol. Los pigmeos hicieron una pausa, se pusieron en cuclillas y volvieron la cara al sol. Los blancos se desplomaron, respirando con dificultad. Esto pareció divertir a los pigmeos, que se echaron a reír.
Los pigmeos fueron los primeros habitantes humanos de la selva ecuatorial del Congo. Debido a su baja estatura, su peculiar modo de ser y su gran agilidad, eran famosos desde hacía siglos. Más de cuatro mil años atrás, un comandante egipcio llamado Herkouf entró en la gran selva al oeste de las Montañas de la Luna. Allí encontró una raza de hombrecitos que cantaban y bailaban para su dios. La sorprendente historia de Herkouf sonaba verdadera, y tanto Herodoto como tiempo después Aristóteles insistieron en que estas historias de los hombres diminutos eran verdaderas, no fabulosas. Los bailarines de Dios inevitablemente adquirieron connotaciones míticas con el transcurso de los siglos.
Incluso en el siglo XVII, Europa no estaba segura de que realmente existieran hombrecitos con cola que tenían el poder de volar entre los árboles, de hacerse invisibles y de matar elefantes. El hecho de que en ocasiones los esqueletos de los chimpancés fueran tomados por esqueletos de pigmeos aumentaba la confusión. Colin Tumbull acota que muchos elementos de la fábula son realmente ciertos: los taparrabos, hechos de corteza machacada, cuelgan de tal manera que parecen colas; los pigmeos se confunden con la selva, de modo que pueden hacerse virtualmente invisibles, y, además, siempre han perseguido y cazado elefantes.
Sin dejar de reírse, los pigmeos, se pusieron de pie y reanudaron su marcha. Con un suspiro de resignación, los blancos se incorporaron con dificultad y los siguieron. Corrieron una media hora más, sin hacer ninguna pausa ni vacilar un instante. Luego Elliot olió humo y llegaron a un claro junto a un río, donde estaba situada la aldea.
Vio diez chozas redondas de no más de un metro cuarenta de altura, dispuestas en semicírculo. Todos los aldeanos estaban tomando al sol de la tarde; las mujeres limpiaban setas y frutos cortados durante el día o cocinaban gusanos y tortugas sobre hogueras chisporroteantes; los niños correteaban y molestaban a los hombres que, sentados frente a las casas, fumaban tabaco mientras las mujeres trabajaban.
A una señal de Munro, esperaron en las afueras de la aldea hasta que fueron vistos. Entonces entraron. La llegada provocó gran interés. Los niños reían y los señalaban; los hombres pidieron tabaco a Munro y Elliot; las mujeres tocaban el pelo rubio de Ross, haciendo comentarios acerca de él. Una niñita gateó hasta meterse debajo de las piernas de Ross y se puso a examinar sus pantalones. Munro explicó que las mujeres no estaban seguras de si Ross se teñía el pelo, y la niña había decidido resolver la cuestión.
—Dígales que es natural —dijo Ross, ruborizándose. Munro habló brevemente con las mujeres. Luego se volvió hacia Ross, y le dijo:
—Les dije que era el color del pelo de su madre, pero no estoy seguro de que me creyeran.
Dio cigarrillos a Elliot para que los repartiera entre los hombres, que los recibieron con sonrisas complacidas.
Una vez concluidos los preliminares, fueron conducidos a una casa de construcción reciente en el extremo de la aldea, donde los pigmeos les informaron que se hallaba el hombre muerto. Allí encontraron a un hombre muy sucio, de unos treinta años, sentado junto a la puerta, con las piernas cruzadas y mirando hacia fuera. Después de un momento Elliot se dio cuenta de que el hombre estaba en estado catatónico: no se movía en absoluto.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ross—. Es Bob Driscoll.
—¿Lo conoce? —preguntó Munro.
—Es un geólogo de la primera expedición al Congo. —Se inclinó a su lado y agitó la mano ante los ojos de Driscoll.
—Bobby, soy yo, Karen. Bobby, ¿qué te ha ocurrido?
Driscoll no respondió. Ni siquiera parpadeó. Siguió mirando hacia delante.
Uno de los pigmeos le explicó lo ocurrido a Munro, quien lo transmitió a los demás.
—Llegó a la aldea hace cuatro días —dijo Munro—. Estaba desenfrenado, y tuvieron que atarlo. Creyeron que tenía malaria, de modo que le hicieron una casa y le suministraron medicinas. Se tranquilizó. Ahora permite que le den de comer, pero no habla. Creen que tal vez fue capturado por los hombres del general Muguru y torturado, o de lo contrario es
agudu
, mudo.
Ross se hizo hacia atrás, horrorizada.
—En el estado en que se encuentra no se me ocurre qué podemos hacer por él —dijo Munro—. Físicamente está bien, pero… —Sacudió la cabeza.
—Daré la localización a Houston —dijo Ross—, y ellos enviarán ayuda desde Kinshasa.
Driscoll permanecía inmóvil. Elliot se inclinó para mirarlo a los ojos, y al acercarse, Driscoll arrugó la nariz. El cuerpo se le puso tenso. Dejó escapar un agudo gemido, como si estuviera a punto de aullar.
Consternado, Elliot retrocedió, y Driscoll se relajó, volviendo a su silencio.
—¿Por qué diablos ha hecho eso? —preguntó Elliot.
Uno de los pigmeos susurró algo al oído de Munro.
—Dice —repitió Munro— que usted huele a gorila.
Dos horas más tarde, volvieron a reunirse con Kahega y sus hombres, conducidos por un guía pigmeo a través de la selva al sur de Gabutu. Todos estaban hoscos e incomunicativos, y padecían disentería.
Los pigmeos habían insistido en que se quedaran a comer, y Munro pensó que no tenían otra alternativa que aceptar la invitación. La comida consistía principalmente en patatas silvestres llamadas
kitsombe
, con aspecto de espárrago arrugado; cebolla de la selva, llamadas
otsa
; y
modoke
, hojas de mandioca silvestre, además de varias clases de setas. También había pequeñas cantidades de carne de tortuga, agria y dura, y algunos gusanos, orugas, langostas, ranas y caracoles.
En realidad, la dieta contenía el doble de proteínas que la carne de vaca, pero no caía bien a estómagos desacostumbrados a ella. Por otra parte, la noticia que se discutía alrededor de la fogata no era apropiada para levantar el espíritu.
Según los pigmeos, los hombres del general Muguru habían establecido un campamento de provisiones en el acantilado Makran, adonde se dirigía Munro. Parecía prudente evitar las tropas. Munro explicó que no había palabra en swahili para expresar caballerosidad o espíritu deportivo, y lo mismo podía decirse del dialecto congoleño, el lingala.
—En esta parte del mundo, se trata de matar o morir. Es mejor que no nos acerquemos.
La única otra ruta posible los llevaba hacia el oeste, en dirección al río Ragora. Munro frunció el entrecejo mientras examinaba el mapa, y Ross adoptó una expresión compungida frente a su pantalla.
—¿Qué tiene de malo el río Ragora? —preguntó Elliot.
—Tal vez nada —contestó Munro—. Depende de si ha llovido mucho recientemente.
—Llevamos doce horas de atraso —dijo Ross consultando su reloj—. Lo único que podemos hacer es proseguir viaje por el río cuando anochezca.
—Yo haría eso, de todos modos —dijo Munro.
Ross nunca había oído que el guía de una expedición llevara a su grupo por la selva al caer la noche.