Congo (18 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

Amy, al ver que se marchaban, expresó:

«Preocupados».

—¿Preocupados por qué, Amy?

«Hombres preocupados preocupación preocupados problemas».

Al cabo de un rato, Elliot se dirigió a la parte posterior del avión donde vio que los hombres de Munro estaban medio enterrados bajo grandes pilas de paja. Guardaban las piezas del equipo con forma de torpedo hechas de muselina.

—¿Qué son? —preguntó Elliot señalando las cajas.

—Se llaman recipientes Crosslin —dijo Munro—. Muy seguros.

—Nunca había visto acondicionar nada de esta manera —dijo Elliot, observando trabajar a los hombres—. Al parecer, nuestras provisiones irán muy bien protegidas.

—De eso se trata —dijo Munro. Y se dirigió a la cabina, para hablar con el piloto.

Amy dijo por señas:
«Hombre con pelo nariz mentir Peter».
Con «hombre con pelo nariz» Amy se refería a Munro. Elliot la ignoró. Se volvió a Kahega.

—¿Cuánto falta para que lleguemos al aeropuerto?

Kahega levantó la vista.

—¿Aeropuerto?

—Mukenko.

Kahega hizo una pausa para pensar.

—Dos horas —dijo. Y luego rió. Dijo algo en swahili y todos sus hermanos también rieron.

—¿Qué encuentran de gracioso? —preguntó Elliot.

—Oh, doctor —dijo Kahega, palmeándolo en la espalda—. Usted es gracioso por naturaleza.

El avión se ladeó, trazando un lento y amplio círculo en el aire. Kahega y sus hermanos miraron por las ventanillas; Elliot se unió a ellos. Sólo vio la jungla ininterrumpida, y luego una columna de jeeps verdes desplazándose por un sendero lodoso. Parecía una formación militar. Oyó la palabra «Muguru» repetida varias veces.

—¿Qué ocurre? —preguntó Elliot—. ¿Estamos en Muguru?

Kahega sacudió la cabeza vigorosamente.

—Diablos, no. Este maldito piloto. Le advertí al capitán Munro. El maldito piloto se perdió.

—¿Está perdido? —preguntó Elliot. La palabra misma era escalofriante.

Kahega soltó una carcajada.

—El capitán Munro le dijo que cambiase de rumbo.

Ahora el avión volaba hacia el este, alejándose de la jungla en dirección a un área de colinas boscosas y ondulantes, cubiertas por árboles. Los hermanos de Kahega charlaban con excitación, reían y se palmeaban, al parecer muy divertidos.

En ese momento volvió Ross, caminando rápidamente por el pasillo, con el rostro tenso. Abrió unas cajas de cartón y sacó varias esferas de papel de aluminio prensado del tamaño de una pelota de baloncesto.

El papel plateado hizo que Elliot pensara en los adornos de los árboles de Navidad.

—¿Para qué son? —preguntó Elliot.

Fue entonces cuando oyó la primera explosión, y el Fokker se estremeció en el aire.

Corrió a la ventanilla y a la derecha vio un rastro de vapor blanco, recto y delgado, que terminaba en una nube de humo negro. El Fokker estaba volando de lado, inclinándose en dirección a la jungla. Mientras miraba, vio un segundo rastro que se elevaba hacia ellos desde el bosque verde.

Era un proyectil. Un proyectil teledirigido.

—¡Ross! —gritó Munro.

—¡Listo! —dijo Ross, también gritando.

Se oyó una explosión, y la vista por la ventanilla quedó oscurecida por un denso humo. El avión se estremeció, pero prosiguió con su trayectoria. Elliot no podía creerlo. Alguien les estaba disparando.

—¡Radar! —gritó Munro—. ¡Óptico no! ¡Radar!

Ross juntó las bolas de metal plateado en los brazos y corrió por el pasillo hacia la parte posterior. Kahega estaba abriendo la portezuela trasera. El viento entraba como un latigazo por el compartimiento.

—¿Qué diablos sucede? —preguntó Elliot.

—No se preocupe —le dijo Ross por encima del hombro—. Recuperaremos el tiempo.

Se oyó un fuerte silbido, seguido de una tercera explosión. El avión continuaba muy inclinado. Ross desgarró la envoltura de una de las bolas y la arrojó fuera.

Con los motores zumbando, el Fokker avanzó doce kilómetros hacia el sur y trepó a doce mil pies, para luego trazar círculos sobre la selva. Con cada revolución, Elliot podía ver las tiras de papel de aluminio que flotaban en el aire como una relumbrante nube metálica. Dos misiles más estallaron dentro de la nube. Aun desde lejos, el ruido y las ondas de choque perturbaban a Amy. Se mecía en su asiento, gruñendo.

—Eso es para confundir los sistemas de los misiles teledirigidos —explicó Ross, sentada frente a su ordenador portátil y pulsando teclas.

Elliot oyó sus palabras como en un sueño. No tenían sentido para él.

—Pero ¿quién nos está disparando?

—Probablemente el ejército de Zaire —respondió Munro.

—¿El ejército de Zaire? ¿Por qué?

—¿Un error? —dijo Ross, siempre apretando teclas, y sin levantar la vista.

—¿Un error? ¡Nos están disparando misiles! ¿No le parece que debe llamarlos y decirles que
se han equivocado
?

—No puedo —dijo Ross.

—¿Por qué no?

—Porque en Rawamagena no quisimos declarar el plan de vuelo —dijo Munro—. Eso significa que técnicamente estamos violando el espacio aéreo de Zaire.

—¡Dios mío! —exclamó Elliot.

Ross no dijo nada. Continuó trabajando en su ordenador, tratando de eliminar la estática de la pantalla, mientras presionaba una tecla tras otra.

—Cuando acepté unirme a esta expedición —dijo Elliot, casi fuera de sí—, no esperaba meterme en una guerra.

—Yo tampoco —dijo Ross—. Parece que ambos nos encontramos con más de lo que esperábamos.

Antes de que Elliot pudiera replicar, Munro le pasó un brazo por el hombro y lo llevó aparte.

—Todo saldrá bien —lo tranquilizó—. Son misiles anticuados, de hace al menos veinte años. En su mayor parte estallan porque, de tan vieja, la carga de proyección sólida está agrietada. No corremos peligro. Ocúpese de Amy, que necesita su ayuda en este momento. Yo trabajaré con Ross.

Ross estaba bajo una presión intensa. Mientras el avión trazaba círculos a doce kilómetros sobre la nube protectora, debía tomar rápidamente una decisión. Pero acababan de asestarle un golpe devastador, y totalmente inesperado.

Desde el comienzo el consorcio eurojaponés contaba con una ventaja de dieciocho horas y veinte minutos. Mientras estaba en Nairobi, Munro había hecho un plan con Ross que borraría esa diferencia y que pondría la expedición de STRT en su destino
cuarenta horas
antes que el grupo del consorcio. Este plan —que por razones obvias no había comunicado a Elliot— exigía que se arrojaran en paracaídas sobre las áridas laderas meridionales del monte Mukenko.

Desde Mukenko, Munro estimaba que habría unas treinta y seis horas hasta la ciudad en ruinas. Ross esperaba saltar a las dos de esa misma tarde. Con algunas variaciones según las nubes que hubiera sobre Mukenko y la zona específica donde cayeran, podrían llegar a la ciudad al mediodía del 19 de junio.

El plan era extremadamente arriesgado. Harían saltar a personal sin adiestramiento en una zona desértica, a más de tres días de marcha de la ciudad más próxima. Si alguien resultaba seriamente lastimado, las probabilidades de sobrevivir serían mínimas. También había dudas acerca del equipo: a altitudes de 2.600 a 3.600 metros sobre las colinas volcánicas, la resistencia del aire se reducía, y las cajas Crosslin tal vez no ofrecieran protección suficiente.

Al principio Ross había rechazado el plan, pero él la convenció de que era factible. Le hizo notar que los paracaídas estaban equipados con dispositivos automáticos que hacían funcionar el altímetro; que las laderas volcánicas cubiertas de guijarros eran tan blandas como una playa de arena; que las cajas Crosslin podían ser cargadas en exceso; y que él podía tirarse junto con Amy.

Ross constató dos veces todas las probabilidades de éxito en la computadora, y los resultados eran inequívocos.

Había una probabilidad entre cinco de que alguien resultara malherido. No obstante, si el salto tenía éxito, las probabilidades de que la expedición llegara a final feliz eran muy altas, lo que hacía prácticamente seguro que le ganarían de mano al consorcio.

Ningún otro plan factible alcanzaba tantos puntos. Después de mirar los datos de la computadora, dijo:

—Supongo que saltaremos.

—Yo también lo creo —dijo Munro.

Saltar resolvía muchos inconvenientes, pues había muchos problemas geopolíticos que cada vez se tornaban más desfavorables. Los Kiganis estaban en franca rebelión; los pigmeos eran inestables; el ejército de Zaire había enviado unidades blindadas a la zona fronteriza oriental para sofocar la rebelión Kigani. Había que recordar que los ejércitos africanos en campaña eran propensos a disparar indiscriminadamente. Al saltar en Mukenko, esperaban evitar todos estos riesgos.

Pero eso era así antes de que los proyectiles del ejército de Zaire empezaran a estallar a su alrededor. Todavía estaban doce kilómetros al sur de la zona sobre la que intentaban saltar, sobrevolando el territorio Kigani, desperdiciando tiempo y combustible. De repente parecía que su osado plan, tan cuidadosamente pensado y confirmado por la computadora, se había vuelto impracticable.

Y, para colmo de males, no podía consultar con Houston: la computadora se negaba a hacer el enlace por satélite. Pasó quince minutos con el aparato portátil, elevando la potencia y cambiando los códigos del demodulador, hasta que por fin se dio cuenta de que su transmisión estaba obstruida electrónicamente.

Por primera vez desde que tenía memoria, Karen Ross tenía ganas de llorar.

—Tranquila —le dijo Munro con dulzura, sacándole las manos del teclado—. Una cosa por vez. No se gana nada poniéndose nervioso. —Ross había estado aporreando las teclas una y otra vez, sin darse cuenta de lo que hacía.

Munro era perfectamente consciente del estado en que se encontraban Elliot y Ross. Había visto lo mismo en otras expediciones, particularmente cuando en ellas participaban científicos y técnicos. Los científicos trabajaban todo el día en laboratorios en que era posible regular las condiciones, y verificarlas. Tarde o temprano, terminaban creyendo que el mundo exterior era tan controlable como sus laboratorios. Aunque lo sabían, el hecho de descubrir que el mundo natural tiene sus propias reglas y es indiferente a sus necesidades representaba un duro golpe psíquico. Munro sabía reconocer los síntomas.

—Pero éste —dijo Ross— es obviamente un avión civil. ¿Cómo hacen esto?

Munro la miró fijamente. Durante la guerra civil congoleña, los bandos en conflicto habían derribado aviones civiles como si fuese algo rutinario.

—Estas cosas suceden —dijo.

—¿Y la obstrucción? Esos hijos de puta no tienen ni siquiera la capacidad para obstruirnos. Pero estamos interceptados, entre nuestro transmisor y el satélite de retransmisión. Para hacer eso es necesario otro satélite en alguna parte, y… —Se interrumpió, frunciendo el entrecejo.

—Supongo que no esperaría que el consorcio se cruzara de brazos. La cuestión es, ¿puede hacerse algo para remediarlo? —preguntó Munro.

—Seguro que sí. Pero necesito más tiempo e información. De lo contrario el plan está arruinado —dijo Ross.

—Una cosa por vez —repitió Munro lentamente. Vio la tensión en el rostro de Karen, y se dio cuenta de que no estaba pensando claramente. Sabía también que él no podía pensar por ella: tenía que tranquilizarla.

Para Munro, la expedición de STRT estaba terminada: no había manera de llegar a ese lugar del Congo antes que el consorcio. Pero no tenía intención de darse por vencido. Hacía mucho tiempo que guiaba expediciones y sabía que podía ocurrir cualquier cosa.

—Aún podemos recuperar el tiempo perdido —dijo.

—¿Recuperarlo? ¿Cómo?

Munro contestó lo primero que se le ocurrió.

—Tomaremos el Ragora, al norte. Es un río muy rápido.

—Y demasiado peligroso.

—Eso lo veremos —decidió Munro, aunque sabía que ella tenía razón. El Ragora era demasiado peligroso, especialmente en junio. No obstante, mantuvo un tono de voz calmo, sedante, tranquilizador—. ¿Se lo digo a los demás? —preguntó finalmente.



—contestó Ross. A lo lejos se oyó la explosión de otro proyectil—. Vámonos de aquí.

Munro se dirigió rápidamente a la parte de atrás del Fokker.

—Prepare a los hombres —le ordenó a Kahega.

—Sí, jefe —dijo Kahega. Una botella de whisky pasó de mano en mano, y cada uno de los hombres tomó un largo trago.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó Elliot.

—Los hombres se están preparando —explicó Munro.

—¿Preparándose para qué?

En ese momento entró Ross, con el semblante sombrío.

—De aquí en adelante, seguiremos a pie —anunció.

Elliot miró por la ventanilla.

—¿Dónde está el aeropuerto?

—No hay aeropuerto —dijo Ross.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que no hay aeropuerto.

—¿Significa eso que el avión aterrizará en el campo?

—No. El avión no va a aterrizar.

—¿Cómo bajaremos, entonces? —preguntó Elliot, pero mientras hacía la pregunta sintió algo raro en el estómago, porque conocía la respuesta.

—Amy no tendrá problemas —prometió Munro alegremente mientras ajustaba las correas a Elliot alrededor del pecho—. Le he administrado una dosis de Thoralen, y estará muy tranquila. No habrá problemas. La sujetaré fuerte.

—¿La sujetará fuerte? —preguntó Elliot.

—No podrá saltar sola —dijo Munro—. Tendré que saltar con ella.

Amy roncaba babeando el hombro de Munro. La dejó en el suelo, y quedó acostada de espaldas, sin dejar de roncar.

—Ahora —dijo Munro—. Su paracaídas se abre automáticamente. Verá que tiene cuerdas en ambas manos. Tire de la izquierda para ir hacia la izquierda, de la derecha para ir a la derecha, y…

—¿Qué pasa con ella? —preguntó Elliot, señalando a Amy.

—La llevaré yo. Ahora preste atención. Si algo saliera mal, tiene un paracaídas auxiliar, sobre el pecho. —Tocó un bulto de tela con una cajita negra con los números 4757—. Ése es su altímetro, que mide la velocidad de la caída. Si llega a los mil metros y sigue cayendo a una velocidad mayor de medio metro por segundo, el segundo paracaídas se abrirá automáticamente. No hay por qué preocuparse: todo es automático.

Elliot estaba helado, bañado en sudor.

—¿Qué hay del aterrizaje?

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