—Sólo de noche —dijo ella— cuando no se mueven. Durante el día no podrán utilizar nuestras coordenadas. Ésa es la maravilla de nuestro sistema.
Pronto percibieron emanaciones sulfúricas volcánicas que bajaban de la cima, ahora a unos cuatrocientos cincuenta metros arriba de ellos. No había ningún tipo de vegetación; nada, excepto roca desnuda y zonas cubiertas de nieve teñida de amarillo por el azufre. El cielo era de un límpido azul oscuro, y podrían apreciar una vista espectacular de la cadena sur del Virunga: el gran cono de Nyiragongo, elevándose abruptamente del verde oscuro de las selvas congoleñas, y, más allá, el Mukenko, envuelto en la bruma.
Los últimos trescientos metros fueron los más difíciles, especialmente para Amy, que debía avanzar descalza sobre las afiladas piedras pómez formadas por la lava sedimentaria. Llegaron a la cima a las cinco de la tarde, y desde allí contemplaron el lago de lava de diez kilómetros de ancho y el humeante cráter del volcán. Elliot se sintió decepcionado por el paisaje de rocas desnudas y grises nubes de vapor.
—Aguarde a que llegue la noche —le dijo Munro.
Esa noche, la lava brillaba formando una red intensamente roja a través de la oscura corteza quebrada, y un siseante vapor rojizo iba perdiendo gradualmente el color a medida que se elevaba en el cielo. En el borde del cráter, sus tiendas de campaña reflejaban el brillo de la lava. Al oeste había nubes aisladas que se veían plateadas por la luz de la luna, y, debajo de ellos, la jungla del Congo, extendiéndose por kilómetros y kilómetros. Podían ver los rayos láser, de color verde, intersectándose sobre la negra selva. Con un poco de suerte, llegarían a esa intersección al día siguiente.
Ross conectó su equipo transmisor para hacer el informe nocturno a Houston. Después de la demora regular de seis minutos, la señal los conectó directamente sin que ninguna técnica evasiva dificultara la operación.
—¡Diablos! —estalló Ross.
—¿Qué significa? —preguntó Elliot.
—Significa —dijo Munro con tristeza— que el consorcio ha dejado de obstruirnos.
—¿Y eso acaso no es bueno?
—No —respondió Ross—, es malo. Deben de haber llegado, y con seguridad habrán encontrado los diamantes. Sacudió la cabeza y conectó la pantalla de vídeo:
HOUSTON CONFIRMA CONSORCIO EN TERRENO ZINJ / PROBABLEMENTE 1000 / NO CORRAN MÁS RIESGOS / SITUACIÓN IRREMEDIABLE
—No puedo creerlo —dijo Ross—. Todo ha terminado por fin.
—Me duelen los pies —suspiró Elliot.
—Estoy cansado —confesó Munro.
—Al diablo con todo —dijo Ross.
Totalmente exhaustos, se fueron a dormir.
20 de Junio 1979
La mañana del 20 de junio todos durmieron hasta tarde. Desayunaron despacio, tomándose el tiempo necesario para una comida caliente. Descansaron bajo el sol y jugaron con Amy, que se mostró encantada con esta atención inesperada que le prestaban. Eran pasadas las diez cuando iniciaron el descenso del Mukenko hacia la jungla.
Debido a que las laderas occidentales del Mukenko son abruptas e infranqueables, descendieron por el humeante cráter volcánico hasta una profundidad de ochocientos metros. Munro iba delante, llevando la carga de Asari, el porteador más robusto, sobre la cabeza, ya que éste tuvo que alzar a Amy porque las rocas estaban demasiado calientes para sus patas.
Amy estaba aterrorizada, y consideraba locas a las personas que avanzaban en hilera por el empinado cono interior. Elliot no estaba seguro de que la gorila no tuviese razón: el calor era intenso y a medida que se acercaban al lago de lava las acres emanaciones hacían arder los ojos y los orificios de la nariz. Oían cómo la lava reventaba y crepitaba bajo la negruzca y pesada corteza.
Luego llegaron a una formación llamada Naragema: el Ojo del Diablo. Era un arco natural de cuarenta y cinco metros de altura, y tan liso en su interior que parecía pulido. Una fresca brisa soplaba a través de este arco, y pudieron ver la jungla allá abajo. Hicieron una pausa para descansar, y Ross examinó la lisa superficie interior. Era parte de un túnel de lava formado en alguna erupción anterior; el cuerpo principal del túnel había desaparecido, dejando sólo aquella delgada estructura.
—Lo llaman el Ojo del Diablo —dijo Munro—, porque cuando se produce una erupción desde abajo brilla como un ojo rojo.
Desde el Ojo del Diablo descendieron rápidamente a través de un terreno dentado formado por un reciente río de lava. Aquí encontraron negros cráteres de tierra chamuscada; algunos tenían casi dos metros de profundidad. Lo primero que se le ocurrió a Munro fue que el ejército de Zaire habría utilizado ese terreno para práctica con morteros, pero al examinarlo más de cerca, descubrieron, dibujado en la roca, un diseño de quemaduras que se extendía como tentáculos hacia fuera de los cráteres. Munro nunca había visto nada parecido. Ross levantó la antena de inmediato, insertó la computadora y se comunicó con Houston. Parecía muy excitada.
El grupo descansó mientras ella leía los datos en la pequeña pantalla.
—¿Qué les está preguntando? —quiso saber Munro.
—La fecha de la última erupción del Mukenko, y el tiempo local. Fue en marzo… ¿Conoce a alguien llamado Seamans?
—Sí —dijo Elliot—. Tom Seamans es el programador de computación para el Proyecto Amy. ¿Por qué?
—Hay un mensaje para usted —dijo ella, indicando la pantalla.
Elliot leyó:
SEAMANS MENSAJE PARA ELLIOT
.
—¿Cuál es el mensaje? —preguntó Elliot.
—Pulse la tecla de transmisión —dijo ella.
Él hizo lo que le dijo y apareció el mensaje:
REVISÉ CINTA ORIGINAL HOUSTON M
.
—No entiendo —dijo Elliot.
Ross le explicó que la «M» significaba que había otro mensaje, y que debía pulsar la tecla de transmisión otra vez. Elliot repitió la operación varias veces hasta conseguir el mensaje, que completo era el siguiente:
REVISÉ CINTA ORIGINAL HOUSTON / NUEVO DESCUBRIMIENTO DE SEÑAL AUDITIVA ANÁLISIS COMPLETO CREO ES LENGUAJE
Elliot descubrió que podía entender el lenguaje comprimido al leerlo en voz alta:
—Dice: «Revisé cinta original de Houston; con nuevo descubrimiento con respecto a la información de señal auditiva el análisis está completo; creo que es un lenguaje». —Frunció el entrecejo—. ¿Un lenguaje?
—¿No le pidió que revisara el material de la cinta original de Houston proveniente del Congo? —preguntó Ross.
—Sí, pero era para identificación visual del animal en la pantalla. Nunca le dije nada acerca de la información auditiva. —Elliot sacudió la cabeza—. Ojalá pudiera hablar con él.
—Puede —dijo Ross—. Si es que no le importa despertarlo. —A continuación pulsó la tecla de enlace, y quince minutos después Elliot escribió: «Hola, Tom, ¿cómo estás?».
La pantalla imprimió:
HOLA TOM CÓMO ESTÁS
.
—Por lo general no desperdiciamos tiempo de satélite con este tipo de cosas —dijo Ross.
La pantalla imprimió:
DORMIDO / DÓNDE ESTÁS
.
VIRUNGA
, escribió Elliot.
—Travis va a ponerse furioso cuando vea esta transmisión —dijo Ross—. ¿No se da cuenta de los costos?
Ross no debía preocuparse. Pronto la conversación pasó al plano técnico.
RECIBÍ MENSAJE INFORMACIÓN AUDITIVA / FAVOR EXPLICAR
DESCUBRIMIENTO ACCIDENTAL MUY EXCITANTE / ANÁLISIS FUNCIÓN DISCRIMINANTE SEGURIDAD INFORMACIÓN AUDITIVA (SONIDOS RESPIRACIÓN) DEMUESTRA IDIOMA CARACTERÍSTICO
CARACTERÍSTICAS ESPECÍFICAS
ELEMENTOS REPETITIVOS / ESTRUCTURAS ARBITRARIAS / RELACIONES ESTRUCTURALES / PROBABLEMENTE IDIOMA HABLADO
¿PUEDES TRADUCIR? TODAVÍA NO
¿POR QUÉ?
COMPUTADORA TIENE INFORMACIÓN INSUFICIENTE EN MENSAJE AUDITIVO 5 NECESITO MÁS DATOS
SIGO TRABAJANDO / QUIZÁ MAÑANA / CON SUERTE. ¿PIENSAS ES IDIOMA GORILA?
SÍ SI ES GORILA
—Qué cosa más rara —dijo Elliot. La transmisión por satélite había terminado, pero el mensaje final de Seamans seguía en la pantalla, de un verde brillante.
«Sí, si es que es un gorila»
, quería decir.
Dos horas después de recibir esta inesperada noticia, la expedición tuvo su primer contacto con gorilas.
Se hallaban otra vez en medio de la oscuridad de la selva ecuatorial. Avanzaban directamente hacia el punto prefijado, siguiendo los rayos láser. No podían verlos directamente, pero Ross había traído una guía de trayectoria óptica, una fotocélula de cadmio con filtro que registraba la emisión de largo de onda específico del láser. Periódicamente durante el día, inflaba un pequeño globo de helio, anexaba la guía de trayectoria con un cable, y lo soltaba. Elevada por el gas, la guía subía al cielo, entre los árboles. Allí rotaba, avistaba una de las líneas láser y transmitía coordenadas por el cable a la computadora. Ellos seguían la trayectoria de intensidad decreciente de un solo rayo, y esperaban la indicación, un valor de intensidad duplicada que señalaría la intersección de los dos haces sobre sus cabezas.
Era un trabajo lento y ya se les estaba terminando la paciencia cuando, hacia el mediodía, toparon con las heces características, de tres lóbulos, del gorila, y vieron varios nidos hechos de hojas de eucaliptos en el suelo y en los árboles.
Quince minutos después, el aire se estremeció por un rugido ensordecedor.
—Gorila —anunció Munro—. Ése fue un macho retando a alguien.
«Gorila decir marcharse»
—dijo Amy por señas.
—Debemos continuar, Amy —replicó.
«Gorila no querer personas humanas entrar».
—Las personas humanas no harán daño a los gorilas —le aseguró Elliot. Amy lo miró sin expresión y sacudió la cabeza, como si Elliot no comprendiera.
Días después se dieron cuenta de que en realidad él no había comprendido. Amy no le estaba diciendo que los gorilas temían que la gente les hiciera daño, sino exactamente lo contrario: eran ellos los que temían hacer daño a la gente.
Habían avanzado hasta la mitad de un pequeño claro en la jungla cuando un macho grande, de lomo plateado, surgió de entre el follaje, bramando.
Elliot iba guiando al grupo porque Munro estaba ayudando nuevamente a uno de los porteadores con su carga. Vio seis animales en el borde del claro, sombras oscuras contra el verde, que observaban a los intrusos humanos. Varias de las hembras ladearon la cabeza y apretaron los labios en señal de desaprobación. El macho jefe volvió a rugir.
Era grande. Tenía una cabeza enorme, medía dos metros de estatura y su pecho redondo indicaba que pesaba más de doscientos kilos. Al verlo, Elliot comprendió por qué los primeros exploradores del Congo habían creído que los gorilas eran «hombres velludos», pues esta magnífica criatura tenía el aspecto de un hombre gigantesco, tanto en tamaño como en forma.
Detrás de Elliot, Ross susurró:
—¿Qué haremos?
—Permanezca donde está —dijo Elliot—, y no se mueva.
El macho de lomo plateado se puso en cuatro patas por un momento, y empezó a hacer un sonido suave, jo-jo-jo, que fue cobrando intensidad cuando volvió a tomar la postura erecta, mientras arrancaba manojos de hierba con las manos. Arrojó la hierba al aire y luego se golpeó el pecho con las palmas, haciendo un sonido sordo y hueco.
—Oh, no —dijo Ross.
Los golpes en el pecho duraron cinco segundos. Luego el gorila volvió a ponerse en cuatro patas. Corrió de costado golpeando contra el follaje y haciendo todo el ruido posible, para atemorizar a los intrusos. Finalmente volvió a hacer jo-jo-jo.
El gorila miró fijamente a Elliot, esperando que esta exhibición lo hiciera huir. Al advertir que nada de eso ocurría, se irguió, se golpeó el pecho y se puso a rugir con más furia.
Y luego cargó, lanzando un terrible alarido, directamente contra Elliot. Éste oyó jadear a Ross. Quería dar media vuelta y escapar. Todos sus instintos le ordenaban huir, pero se obligó a permanecer absolutamente inmóvil, y bajar la vista, clavando los ojos en el suelo.
Mientras miraba hacia abajo y oía que el gorila cruzaba por la alta hierba en dirección a él, tuvo la sensación repentina de que todos los conocimientos abstractos aprendidos en los libros estaban equivocados, que todo lo que pensaban los científicos de todo el mundo acerca de los gorilas estaba equivocado. Tuvo la imagen mental de una cabeza enorme y un pecho inmenso, brazos largos que se mecían y el animal poderoso avanzando hacia una presa fácil, un blanco estático, lo suficientemente estúpido para creer todos los errores académicos santificados por la letra impresa…
Se hizo un silencio.
El gorila (que debía de estar muy cerca) resopló por la nariz, y Elliot pudo ver su pesada sombra sobre la hierba, cerca de sus pies. Sin embargo, no levantó la vista hasta que la sombra hubo desaparecido.
Cuando Elliot levantó la cabeza, vio que el gorila macho retrocedía hacia el borde del claro. Allí se volvió y se rascó la cabeza, como intrigado, como preguntándose por qué su terrorífica actuación no había ahuyentado a los intrusos. Pegó sobre la tierra por última vez, y luego él y su grupo se confundieron con la maleza. Todo era silencio en el claro hasta que Ross se desplomó en los brazos de Elliot.
—Bueno —dijo Munro al acercarse—. Debo admitir que sabe un par de cosas acerca de los gorilas. —Lo palmeó en el brazo.
—Está bien. No hacen nada hasta que uno huye. Entonces le muerden el culo. Ésa es la marca local de la cobardía en esta parte del mundo, porque significa que uno salió por pies.
Ross sollozaba, y Elliot descubrió que le temblaban las rodillas. Se sentó. Todo había sucedido tan rápidamente que pasó un rato antes de que se diese cuenta de que esos gorilas se habían comportado exactamente como decían los textos, lo que significaba también que no habían hecho ninguna verbalización ni siquiera remotamente parecida a un lenguaje.
Una hora más tarde encontraron los restos del C-130. El avión más grande del mundo aparecía en su escala correcta en medio de la jungla. La gigantesca nariz se había estrellado contra los árboles igualmente gigantescos, la enorme cola estaba retorcida en dirección a la tierra, y las inmensas alas, curvadas, proyectaban su sombra sobre el suelo de la jungla.