Congo (27 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

—Será mejor que acampemos aquí —dijo Ross, consultando la hora—. Ya volverá, si quiere. Después de todo, fue ella quien nos dejó a nosotros.

Habían traído una botella de champaña Dom Pérignon, pero nadie estaba de humor para festejos. Elliot sentía remordimientos por la desaparición de Amy; los otros estaban horrorizados por lo que habían visto en el campamento del consorcio. Como la noche caía rápidamente, había mucho que hacer para instalar el sistema de STRT de defensa contra intrusos conocido como DIAS (Defensa contra Intrusos en Ambientes Salvajes).

La exótica tecnología de DIAS reconocía el hecho de que a lo largo de la historia las defensas perimétricas hablan sido tradicionales en las exploraciones del Congo. Hacía más de un siglo, Stanley observó que «ningún campamento podrá considerarse completo a menos que esté rodeado por arbustos o árboles». En los años transcurridos no existían razones para alterar la naturaleza especial de esta enseñanza. Pero la tecnología defensiva había cambiado, y el sistema DIAS incorporaba las últimas innovaciones.

Kahega y sus hombres inflaron las tiendas plateadas y las dispusieron una junto a otra. Ross dirigió la instalación sobre trípodes de las luces nocturnas infrarrojas, que se ubicaron iluminando hacia fuera cubriendo todo el perímetro del campamento.

Después, se instaló la cerca perimétrica. Era una red metálica extremadamente liviana. Instalada sobre estacas, circundaba completamente el campamento, y una vez conectada al transformador transportaba una corriente eléctrica de diez mil voltios. Para reducir el gasto de las baterías, se pulsó una corriente de cuatro ciclos por segundo, con lo que empezó a oírse un zumbido palpitante e intermitente.

La noche del 21 de junio la comida consistió en arroz con salsa de camarones, rehidratada. Los camarones no se rehidrataron bien, y parecían trozos de cartón, pero nadie se quejó de este fracaso de la tecnología del siglo XX, y comieron contemplando la oscuridad de la jungla, que cada vez se volvía más pronunciada.

Munro apostó a los centinelas. Harían guardias de cuatro horas. Munro anunció que él, Kahega y Elliot se ocuparían del primer turno.

Con gafas de visión nocturna, los centinelas parecían misteriosas langostas oteando la jungla. Las gafas intensificaban la luz ambiente y la extendían sobre las imágenes, rodeándolas de un verde fantasmagórico. Elliot las encontraba pesadas, y le costaba adaptarse a la visión electrónica. Se las quitó después de varios minutos, y se sorprendió al ver que la jungla se veía totalmente negra. Volvió a ponérselas de inmediato.

La noche transcurrió sin incidentes.

DÍA 9
ZINJ

21 de Junio 21 de 1979

1
Cola de tigre

La mañana del 21 de junio la entrada en la Ciudad Perdida de Zinj se llevó a cabo sin el misterio ni el romance de los informes de viajes similares del siglo XIX. Estos exploradores del siglo XX sudaban y gruñían bajo una pesada capa de equipo técnico —visores de alcance óptico, compases de enlace de datos, direccionales con transmisores adosados y radiofaros de microonda—, considerado esencial para la evaluación moderna de ruinas arqueológicas.

Sólo estaban interesados en diamantes. Schliemann sólo estaba interesado en el oro cuando excavó Troya, y le dedicó tres años. Ross esperaba encontrar los diamantes en tres días.

Según la simulación de computación de STRT, la mejor manera de hacerlo era trazando un plano de la ciudad. Con un plano en la mano, sería relativamente simple deducir la ubicación de las minas a partir de la disposición de las estructuras urbanas.

Esperaban tener un plano utilizable de la ciudad en seis horas. Usando radiofaros, sólo tenían que situarse en cada uno de los cuatro rincones de un edificio y pulsar la señal electrónica en cada uno. En el campamento, dos receptores bien separados entre sí registraban las señales de modo que la computadora podía marcarlas en dos dimensiones. Pero las ruinas eran extensas: cubrían más de tres kilómetros cuadrados. Una inspección radial los separaría en medio del denso follaje, y, considerando lo que había sucedido a la expedición anterior, esto no parecía aconsejable.

La alternativa que tenían era lo que STRT llamaba «inspección no sistemática», o «el enfoque cola de tigre». (Una broma corriente en STRT era que la mejor manera de hallar un tigre era seguir caminando hasta pisarle la cola). Recorrieron los edificios en ruinas, eludiendo las serpientes y las gigantescas arañas que se ocultaban en oscuros rincones. Las arañas tenían el tamaño de la mano de un hombre, y Ross notó con sorpresa que hacían un fuerte chasquido.

Advirtieron que la albañilería era excelente, si bien en algunos puntos la piedra caliza estaba hendida y desintegrada. En todas las puertas y ventanas se veía la curva en forma de medialuna, que al parecer era un motivo de diseño cultural.

Pero aparte de esta forma curva, no encontraron casi nada especial en las estancias que atravesaron. En general, éstas eran rectangulares y aproximadamente todas del mismo tamaño; las paredes eran lisas, carentes de cualquier ornamento. Después de tantos siglos no encontraron artefactos, aunque Elliot halló un par de paletas de piedra, con forma de disco, que, según supusieron, habrían sido usadas para moler especias o granos.

Esta ausencia de características destacables se tornó más perturbadora a medida que avanzaban. También suponía un inconveniente, ya que no había forma de distinguir un lugar de otro como referencia; empezaron a asignar nombres arbitrarios a distintos edificios. Cuando Karen Ross encontró una serie de concavidades similares a casillas en la pared de una estancia, anunció que debía de tratarse de una oficina de correos, y desde ese momento se refirieron a ella como «el correo».

En otra construcción encontraron una hilera de cuartos pequeños con aspecto de celdas; Munro pensó que se trataba de una cárcel, pero las celdas eran extremadamente pequeñas. Ross dijo que quizá la gente era pequeña, o quizá las celdas tenían ese tamaño para que el castigo fuera peor. Elliot pensó que quizá se trataba de jaulas para un zoo. Pero en ese caso, ¿por qué eran todas del mismo tamaño? Munro repitió que, en su opinión, se trataba de una cárcel, y así fue como lo designaron.

Junto a la cárcel encontraron un patio al que llamaron «el gimnasio». Aparentemente era un campo de deportes o de entrenamiento. Había cuatro altas estacas de piedra con un anillo de piedra en la parte superior; evidentemente había sido utilizado para practicar alguna clase de juego. En un rincón del campo había una barra horizontal, a un metro y medio del suelo. Esto hizo que Elliot supusiera que se trataba de un patio de juegos para niños. Ross volvió a decir que para ella las personas eran pequeñas. Munro se preguntó si no sería un área de adiestramiento para soldados.

Mientras continuaban la búsqueda, todos eran conscientes de que sus reacciones no hacían más que reflejar su preocupación. La ciudad era tan neutral, tan carente de información, que se convirtió en una especie de Rorschach para ellos. Lo que necesitaban eran datos objetivos acerca de la gente que había construido la ciudad, y de su vida.

Estaba allí, pero tardaron en darse cuenta. Muchas de las estancias tenían una de las paredes cubierta de un moho verdoso extremadamente oscuro; Munro notó que este moho no crecía en relación con la luz de determinada ventana, las corrientes de aire, o cualquier otro factor que pudieran identificar. En algunos cuartos, el moho crecía espeso desde el techo hasta la mitad de la pared, y allí se detenía en una línea horizontal, como cortado por un cuchillo.

—Muy extraño —dijo Munro, examinando el moho y frotándolo con el dedo. Cuando lo sacó, vio rastros de pintura azul.

Fue así como descubrieron los trabajados bajorrelieves que aparecieron por toda la ciudad. Sin embargo, el moho acumulado sobre la superficie irregularmente tallada y las grietas en la piedra caliza hacían imposible la interpretación de las imágenes.

Durante el almuerzo, Munro mencionó que era una lástima que no hubiera entre ellos un grupo de historiadores de arte para que restauraran las imágenes de los bajorrelieves.

—Con sus luces y máquinas, podrían descubrir en seguida de qué se trata —dijo.

Eso dio una idea a Ross.

Las técnicas más recientes de examen de obras de arte, desarrolladas por Degusto y otros, empleaban luces infrarrojas e intensificación de imágenes, y la expedición del Congo tenía el equipo necesario para emplear ese método. Valía la pena intentarlo. Después de almorzar volvieron a las ruinas, llevando la cámara de vídeo, una de las luces nocturnas infrarrojas y la diminuta pantalla de la computadora.

Después de una hora de diversos intentos, idearon un sistema. Iluminaron las paredes con luz infrarroja, grabaron la imagen con la cámara de vídeo, luego la enviaron por satélite a Houston y finalmente la recuperaron en la unidad portátil; de ese modo pudieron reconstruir los diseños de las paredes.

Cuando tuvo los bajorrelieves de esta manera, Elliot recordó las gafas de visión nocturna. Si uno miraba directamente la pared, no veía nada excepto musgo oscuro, líquenes y piedra agrietada. Pero si miraba en la pantalla de la computadora, veía las escenas tal como habían sido pintadas originalmente, vibrantes y llenas de vida. Era, recordó luego, muy peculiar. Estaban en medio de la jungla, pero podían examinar el ambiente que los rodeaba, aunque sólo de una manera indirecta, con las máquinas. Usaban gafas para ver de noche, y vídeo para ver durante el día. Usaban máquinas para ver lo que de otra manera no habrían podido ver, y dependían totalmente de ellas.

También le pareció extraño que la información registrada por la cámara de vídeo tuviera que viajar más de treinta kilómetros antes de regresar a la pantalla que se hallaba a unos pocos metros de distancia. Era, dijo después, «la médula espinal más larga del mundo», y producía un extraño efecto. Aun a la velocidad de la luz, la transmisión requería una décima de segundo, y como había un breve tiempo de procesamiento en la computadora de Houston, las imágenes no aparecían en la pantalla de manera instantánea, sino que llegaban medio segundo más tarde. La demora era casi imperceptible. Las escenas que vieron les dieron una perspectiva de la ciudad y sus habitantes.

Los habitantes de Zinj eran negros relativamente altos, de cabeza redonda y cuerpo musculoso; en aspecto se asemejaban a las tribus que hablaban bantú y que primero llegaron al Congo procedentes de las sabanas de las tierras altas, al norte, hacía dos mil años. Las imágenes los representaban como vivaces y enérgicos; a pesar del clima, preferían las túnicas largas, coloridas, de diseños complicados. En suma, eran muy distintos a lo que las indiferenciadas estructuras de su civilización hacían suponer.

Los primeros frescos descodificados mostraban vendedores en cuclillas junto a hermosos cestos tejidos que contenían objetos redondos; de pie a su lado, los compradores regateaban. Al principio todos pensaron que los objetos redondos eran frutos, pero Ross opinó que se trataba de piedras.

—Son diamantes sin cortar, en una matriz circundante —dijo, mirando la pantalla—. Están vendiendo diamantes.

Los frescos los llevaron a considerar lo que habría podido ocurrirles a los habitantes de la ciudad de Zinj, pues ésta, al parecer, no había sido destruida sino abandonada. No había señales de guerra o de invasores, ni evidencia de algún cataclismo o desastre natural.

Ross, expresando sus temores más profundos, sospechaba que las minas de diamantes se habían agotado, convirtiendo la ciudad en un pueblo fantasma, igual que tantos otros establecimientos mineros de la historia. Elliot opinaba que era posible que una plaga o enfermedad hubiera terminado con los habitantes. Munro dijo que, en su opinión, los gorilas habían sido los responsables.

—Ésta es una región volcánica —dijo—. Hay erupciones, terremotos, sequías, incendios en la sabana, y cuando los animales enloquecen, no se comportan de una manera ordinaria en absoluto.

—¿Animales rabiosos? —preguntó Elliot, sacudiendo la cabeza—. Aquí se producen erupciones volcánicas relativamente a menudo, y sabemos que esta ciudad ha existido durante mucho tiempo. No creo que lo que usted dice pueda ser posible.

—Quizá hubo una revolución, un golpe de Estado.

—¿Qué importancia puede tener para los gorilas una cosa así? —dijo Elliot, riendo.

—Sucede —dijo Munro—. Como usted bien sabrá, en África los animales siempre se ponen raros cuando hay guerra. —Les contó historias de mandriles que habían atacado granjas en Sudáfrica y autobuses en Etiopía.

Elliot no se impresionó. Estas ideas de que la naturaleza es un espejo de los asuntos de los hombres eran muy viejas, por lo menos tan viejas como Esopo, e igualmente científicas.

—El mundo natural es indiferente al hombre —dijo.

—Oh, no hay duda —dijo Munro—, pero no queda mucho de natural en el mundo.

Elliot no estaba de acuerdo con Munro, aunque sabía que había una tesis académica muy conocida que sostenía lo mismo. En 1955, el antropólogo francés Maurice Cavalle publicó un trabajo muy controvertido titulado La muerte de la naturaleza. Decía en él:

«Hace un millón de años la tierra estaba caracterizada por un salvajismo generalizado que podríamos llamar “naturaleza”. En medio de esta naturaleza salvaje había pequeños enclaves habitados por el hombre. Cavernas con fuego artificial para calentar a los hombres, o más tarde poblaciones con viviendas y campos artificiales de cultivo, estos enclaves eran claramente no naturales. En los milenios subsiguientes, el área de naturaleza intacta que rodeaba los enclaves humanos artificiales fue declinando progresivamente, aunque durante siglos la tendencia permaneció invisible.

»Hasta hace trescientos años, en Francia o Inglaterra, las grandes ciudades del hombre estaban aisladas por hectáreas de tierra salvaje en la que vagaban las bestias sin domesticar, igual que hacía miles de años. Y sin embargo la expansión humana proseguía, inexorable.

»Hace cien años, en los últimos días de los grandes exploradores europeos, la naturaleza había disminuido tan radicalmente que era una novedad: es por esta razón que la exploración del continente africano cautivó la imaginación del hombre del siglo XIX. Entrar en un mundo verdaderamente natural era exótico, estaba más allá de la experiencia de la mayoría de los seres humanos, que vivían desde el momento de su nacimiento en circunstancias enteramente fabricadas por el hombre.

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