Congo (12 page)

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Authors: Michael Crichton

Tags: #Aventuras

—Está bien —dijo Travis—, preparen los datos y alimentémoslos. Quiero algo que les dé seguridad durante las siguientes cuarenta y ocho horas, o más. Que luego se den cuenta de que los hemos engañado.

—Encantado —dijo Rogers, y se dirigió a la terminal Beta.

Travis suspiró. Pronto comenzaría la alimentación, y esperaba que protegiera a su equipo en el terreno, dándole tiempo para que llegara primero a los diamantes.

5
Señales peligrosas

El suave murmullo de voces lo despertó.

—¿Es inequívoca la señal?

—Totalmente inequívoca. Aquí fue el POSA, hace nueve días, y ni siquiera figura como epicentro.

—¿Eso es sombra de las nubes?

—No, no es sombra de las nubes, es demasiado negro. Son deyecciones de la señal.

Elliot abrió los ojos y por las ventanillas del compartimiento de pasajeros vio el alba como una línea roja y delgada contra el negro azulado. Consultó el reloj: las 5.11 hora de San Francisco. Había dormido dos horas desde que llamara a Seamans. Bostezó y miró a Amy, hecha un ovillo en su nido de mantas, sobre el suelo. Roncaba cuidadosamente. Las otras literas estaban sin ocupar.

Volvió a oír voces bajas, y miró la pantalla de la computadora. Jensen y Levine también miraban la pantalla y hablaban en voz baja.

—Señal peligrosa. ¿Tenemos proyección en la computadora?

—Ya viene. Tardará un poco. Pedí los cinco años anteriores, y los demás POSAS.

Elliot se levantó de la litera y fue a mirar la pantalla.

—¿Qué son POSAS? —preguntó.

—Pares orbitales significativos anteriores por satélite —explicó Jensen—. Hemos estado mirando esta señal volcánica —dijo, indicando la pantalla—. No es muy prometedora.

—¿Qué señal volcánica? —preguntó Elliot.

Le mostraron los penachos ondulantes de humo —verde oscuro en los tonos artificiales generados por la computadora— que brotaba de la boca del Mukenko, uno de los volcanes activos de la cadena de Virunga.

—El Mukenko entra en erupción como promedio una vez cada tres años —dijo Levine—. La última erupción fue en marzo de 1977, pero al parecer se prepara para otra erupción completa la semana próxima, o algo así. Ahora estamos esperando la evaluación de probabilidad.

—¿Sabe esto Ross?

Ellos se encogieron de hombros.

—Lo sabe, pero no parece preocupada. Hace dos horas recibió una información geopolítica urgente de Houston, y se fue directamente al compartimiento de carga. No la hemos visto desde entonces.

Elliot se dirigió al compartimiento de carga del avión, en penumbra. El compartimiento de carga no estaba aislado, y hacía frío: la plancha y los cristales de los camiones estaban cubiertos de una delgada capa de escarcha, y él advirtió que al respirar salía vapor de su boca. Halló a Karen Ross trabajando ante una mesa debajo de luces bajas. Estaba de espaldas a él, pero cuando se acercó, dejó lo que estaba haciendo y se volvió.

—Creía que estaba durmiendo —le dijo.

—Me desperté. ¿Qué sucede?

—Estoy controlando las provisiones, nada más. Ésta es nuestra unidad de tecnología avanzada —le indicó, levantando una mochila pequeña—. Hemos ideado un equipo personal especial para el terreno. Nada más que diez kilos, y contiene todo lo que pueda necesitar una persona en dos semanas: comida, agua…

—¿Incluso agua? —preguntó Elliot.

El agua es pesada: siete décimos del peso del cuerpo humano es agua, y la mayor parte del peso de los alimentos es agua. Es por eso que los alimentos deshidratados son tan livianos. Pero el agua es mucho más crítica que la comida para la vida humana. Los hombres pueden sobrevivir sin comida durante semanas, pero morirían en cuestión de horas sin agua.

Ross sonrió.

—El hombre, como promedio, consume de cuatro a seis litros de agua por día, lo que significa un peso de cuatro a seis kilos y medio. En una expedición de dos semanas a una región desértica, tendríamos que proveer cien kilos de agua por hombre. Pero nosotros tenemos una unidad de reciclaje de agua de la NASA que purifica todas las excreciones, incluyendo la orina. Pesa menos de doscientos gramos. Así resolvemos el problema. —Al ver la expresión de Elliot, agregó—: No es en absoluto mala. Nuestra agua purificada es más limpia que la que sale del grifo.

—Acepto su palabra —dijo Elliot al tiempo que cogía un par de gafas de sol de apariencia extraña. Eran muy oscuras y pesadas, y tenían una lente peculiar montada sobre el puente.

—Gafas nocturnas holográficas —dijo Ross—. Emplean óptica de difracción de película delgada. —Señaló luego unas lentes de cámara libres de vibración con sistemas ópticos que compensaban el movimiento, luces infrarrojas estroboscópicas y láser en miniatura, no más grande que la goma de un lápiz. Había también una serie de pequeños trípodes con motores de cambio veloz montados en la parte superior y ménsulas pero ella no explicó nada acerca de estos objetos; sólo dijo que «eran unidades de defensa».

Elliot fue hasta la mesa más alejada, donde encontró seis metralletas. Cogió una. Era pesada y estaba brillante de grasa. Apiladas, cerca, había tiras de municiones. Elliot no se fijó en las letras: los fusiles eran AK-47, rusos, fabricados bajo licencia en Checoslovaquia.

Miró a Ross.

—Simples precauciones —observó Ross—. Los llevamos en todas las expediciones. No significa nada.

Elliot meneó la cabeza.

—Cuénteme acerca de la información geopolítica que recibió de Houston —pidió.

—Eso no me preocupa —dijo ella.

—A mí sí —replicó Elliot.

Tal como explicó Karen Ross, la información geopolítica no era más que un informe técnico. El gobierno de Zaire había cerrado su frontera este hacía veinticuatro horas; ningún turista ni tráfico comercial podía entrar en el país desde Ruanda con dirección a Uganda. Todos debían ingresar por el oeste, por Kinshasa.

No se dio razón oficial por el cierre de la frontera oriental, aunque fuentes de Washington suponían que las tropas de Idi Amin, al huir a través de la frontera de Zaire de los invasores tanzanos, podían estar causando «dificultades locales». En África Central, eso podía significar canibalismo y otras atrocidades.

—¿Cree usted eso? —preguntó Elliot—. ¿Canibalismo y atrocidades?

—No —dijo Ross—. Son mentiras. Se debe a los holandeses, los alemanes y los japoneses. Probablemente a su amigo Hakamichi. El consorcio electrónico eurojaponés sabe que STRT está a punto de descubrir importantes reservas de diamantes en Virunga. Quieren retrasarnos todo lo posible. Habrán podido sobornar a alguien, probablemente en Kinshasa, y han cerrado la frontera oriental. Sólo se trata de eso.

—Si no hay peligro, ¿por qué los fusiles?

—Por precaución. Nunca los usaremos en este viaje, créame. ¿Por qué no trata de dormir un poco? Pronto aterrizaremos en Tánger.

—¿En Tánger?

—Allí está el capitán Munro.

6
Munro

El nombre del «capitán» Charles Munro no figuraba en la lista de guías de expedición empleados por los grupos corrientes. Había varias razones para ello, la principal de las cuales era su reputación, francamente deshonrosa.

Munro se había criado en la salvaje provincia de la frontera norte de Kenia. Era hijo ilegítimo de un granjero escocés y de su bella sirvienta india. El padre de Munro tuvo la mala suerte de ser asesinado por guerrilleros Mau-Mau en 1956.
[5]
Poco después, la madre de Munro murió de tuberculosis, y Munro se dirigió a Nairobi donde, a fines de la década de 1950, trabajó como cazador blanco, guiando a grupos de turistas a la sabana. Fue en ese tiempo que Munro empezó a hacerse llamar «capitán», aunque nunca había estado en el ejército.

Aparentemente, el capitán Munro no encontró agradable divertir a los turistas. Hacia 1960, traficaba armas desde Uganda al nuevo país independiente del Congo. Después de que Moise Tshombe partiera rumbo al exilio, en 1963, las actividades de Munro se convirtieron en un estorbo político, hasta que finalmente se lo obligó a desaparecer de África Oriental a fines de 1963.

Volvió a aparecer en 1964, como uno de los mercenarios blancos del general Mobutu en el Congo, bajo el liderazgo del coronel Hoare, apodado Mike el Loco. Hoare describió a Munro como un hombre duro, letal, que conocía la jungla y era altamente eficaz, «cuando podíamos apartarlo de las mujeres».

Después de la captura de Stanleyville en la
Operación Dragón Rouge
, el nombre de Munro empezó a ser asociado con atrocidades mercenarias cometidas en una aldea llamada Avakabi. Munro volvió a desaparecer por varios años.

En 1968, reapareció en Tánger, donde vivía espléndidamente y era una especie de personaje local. La fuente de las entradas de Munro, francamente sustanciales, era desconocida, pero se decía que en 1979 había provisto a los rebeldes comunistas sudaneses de armas ligeras provenientes de Alemania Oriental; que en 1974–1975 había ayudado a los etíopes realistas en su rebelión, y a los paracaidistas franceses que descendieron en la provincia de Shaba, del Zaire, en 1978.

Las variadas actividades de Munro lo convirtieron en un caso especial en la década de 1970; si bien era
persona non grata
en una media docena de estados africanos, viajaba libremente por todo el continente, usando distintos pasaportes. Era un truco transparente: todos los oficiales de frontera lo reconocían a simple vista, pero tenían tanto miedo de dejarlo entrar en su país, como de negarle la entrada.

Las compañías mineras y exploradoras extranjeras, sensibles a la opinión local, eran reacias a contratar a Munro como guía de expedición de sus grupos. Además, Munro era el más costoso de los guías. Sin embargo, tenía la reputación de llevar a feliz término las empresas más difíciles. Bajo un nombre supuesto, había llevado a dos grupos alemanes interesados en estaño al Camerún en 1974, y a una expedición previa del STRT a Angola durante el punto culminante del conflicto armado en 1977. Dejó a otro grupo de STRT que se dirigía a Zambia al año siguiente, cuando Houston se negó a pagarle lo que pedía. Houston canceló la expedición.

En resumen, Munro era considerado el hombre idóneo para ese tipo de tareas peligrosas. Ésa era la razón por la que el avión de STRT se detendría en Tánger.

En el aeropuerto de Tánger, el jet de carga de STRT y su contenido quedaron en depósito aduanero, pero todo el personal, a excepción de Amy, pasó por la aduana, llevando sus efectos personales. Tensen y Levine fueron separados para ser registrados; se descubrieron rastros de heroína en su equipaje de mano.

Este extraño hecho tuvo lugar a causa de una serie de notables coincidencias. En 1977, los oficiales de aduana de los Estados Unidos comenzaron a emplear dispositivos de retrodispersón de neutrones, al igual que detectores de vapores químicos. Ambos eran aparatos electrónicos manuales fabricados bajo contrato por Electrónica Hakamichi, en Tokio. En 1978, se suscitaron dudas acerca de la precisión de estos aparatos. Hakamichi sugirió que se los probara en otros puertos de entrada de todo el mundo, entre ellos Singapur, Bangkok, Delhi, Múnich y Tánger.

Es decir que Electrónica Hakamichi conocía la capacidad de los detectores del aeropuerto de Tánger, y sabía también que una variedad de sustancias, entre ellas semillas de amapola y nabo rallado, podrían producir un registro positivo falso en los detectores del aeropuerto. Y esta «red de registro positivo falso» tardaba cuarenta y ocho horas en ser aclarada. (Más tarde se supo que los maletines de ambos hombres tenían restos de nabo).

Tanto Irving como Jensen negaron enfáticamente cualquier tipo de relación con sustancias ilegales, y apelaron a la oficina consular del lugar. El caso no se resolvería hasta después de varios días. Ross telefoneó a Travis en Houston, quien llegó a la conclusión de que se trataba de una treta. No había más remedio que seguir adelante, y continuar con la expedición como pudieran.

—Creen que esto nos detendrá —dijo Travis—, pero no será así.

—¿Quién se ocupará de la geología? —preguntó Ross.

—Usted —contestó Travis.

—¿Y de la electrónica?

—Usted es el genio —dijo Travis—. Asegúrese de conseguir a Munro. Él es la clave de todo.

La canción del almuecín flotó encima de la aglomeración de casas de la alcazaba de Tánger, llamando a los fieles a la plegaria vespertina. En otros tiempos, el almuecín en persona aparecía en los minaretes de la mezquita, pero ahora había un disco y altavoces: una llamada mecanizada al ritual musulmán de la zalema.

Karen Ross estaba sentada en la terraza de la casa del capitán Munro, que daba a la alcazaba, aguardando la audiencia que le habían dado. A su lado, Peter Elliot, en una silla, roncaba ruidosamente, exhausto por el largo viaje.

Hacía casi tres horas que esperaban, y ella estaba preocupada. La casa de Munro, abierta a la calle, era de estilo morisco. Del interior provenían voces, débilmente traídas por la brisa, que hablaban algún idioma oriental.

Una de las gráciles sirvientas marroquíes que Munro parecía tener en gran cantidad apareció en la terraza trayendo un teléfono. Hizo una reverencia formal. Karen notó que la muchacha tenía ojos violetas; era exquisitamente bella, y no tendría más de dieciséis años. Con un inglés muy cuidadoso, dijo:

—Éste es su teléfono para comunicarse con Houston. Ahora comenzará la puja.

Karen tocó ligeramente a Peter, que se despertó medio mareado.

—Ahora empezará la puja —dijo.

Peter Elliot se sorprendió al ver la casa en que vivía Munro. Había esperado un severo edificio militar, y quedó alelado al ver los delicados arcos moriscos y las suaves fuentes gorgoteantes en las que se reflejaba la luz del sol.

Luego vio a los japoneses y a los alemanes en la otra habitación, que miraban fijamente a él y a Karen Ross. Las miradas eran abiertamente hostiles, pero Ross se puso de pie y, diciendo que la excusara un momento, se dirigió a abrazar calurosamente a un alemán rubio. Se besaron y charlaron animadamente. Parecían amigos íntimos.

A Elliot no le gustó cómo se desarrollaban los acontecimientos, pero se sintió mejor al advertir que los japoneses —vestidos con idénticos trajes negros— sentían lo mismo que él. Al notarlo, Elliot sonrió con benignidad, para transmitir un sentimiento de aprobación a la reunión.

Cuando Ross volvió, le preguntó:

—¿Quién era ése?

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