Pero el personal del Proyecto Amy fue incapaz de realizar mayores progresos. En mayo de 1979 tomaron una decisión que resultó ser fundamental: decidieron publicar los dibujos de Amy, y presentaron sus imágenes al
Journal of Behavioral Sciences
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«El comportamiento onírico de un gorila de montaña» no se publicó nunca. El trabajo fue enviado, como era rutina, a tres científicos del comité editorial para ser revisado, y de alguna forma (no se sabe cómo) una copia cayó en manos de la Agencia de Preservación de Primates, un grupo de Nueva York formado en 1975 para impedir «la explotación injustificada e ilegítima de primates inteligentes en innecesarias investigaciones de laboratorio».
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El 3 de junio, la APP empezó a vigilar por piquetes el Departamento de Zoología de Berkeley, pidiendo la «libertad» de Amy. La mayoría de los manifestantes eran mujeres, y había varios niños presentes. Vídeos de un niño de ocho años sosteniendo un cartel con la foto de Amy y gritando «¡Libertad a Amy! ¡Liberen a Amy!» aparecieron en los noticieros de la televisión local.
El personal del Proyecto Amy cometió un error táctico y decidió ignorar las protestas excepto por un breve comunicado de Prensa en el que se manifestaba que la APP estaba «mal informada». El comunicado fue escrito en papel con membrete de la Oficina de Informaciones de Berkeley.
El 5 de junio, la APP publicó comentarios acerca del trabajo del profesor Elliot expresados por otros primatólogos del país. (Muchos negaron posteriormente los comentarios o alegaron haber sido citados erróneamente). El doctor Wayne Turman, de la Universidad de Oklahoma, fue citado diciendo que el trabajo de Elliot era «extravagante y poco ético». La doctora Felicity Hammond, del Centro de Investigaciones de Primates Yerkes, de Atlanta, dijo que «ni Elliot ni sus investigaciones son de primera clase». El doctor Richard Aronson, de la Universidad de Chicago, decía que la investigación era «claramente de naturaleza fascista».
Ninguno de estos científicos leyó el trabajo de Elliot antes de hacer su comentario, pero el daño que ocasionaron, particularmente Aronson, fue incalculable. El 8 de junio, Eleanor Vries, portavoz de la APP, se refirió a la «investigación criminal del doctor Elliot y su personal nazi»; alegaba que las investigaciones de Elliot causaban pesadillas en Amy, y que ésta era sometida a torturas, drogas y tratamiento de electrochoque.
Tardíamente, el 10 de junio, el personal del Proyecto Amy preparó un largo comunicado de Prensa explicando su posición en detalle y refiriéndose al trabajo no publicado. Pero la Oficina de Informaciones de la Universidad estaba «demasiado ocupada» para publicar el alegato.
El 11 de junio, el cuerpo de profesores de Berkeley programó una reunión para considerar «problemas de conducta ética» dentro de la Universidad. Eleanor Vries anunció que la APP había contratado al famoso abogado de San Francisco Melvin Belli «para liberar a Amy de la subyugación». Belli no estaba disponible para hacer comentarios.
Ese mismo día, el personal del Proyecto Amy dio inesperadamente un gran paso hacia la comprensión de los sueños de Amy.
En medio de toda la publicidad y la conmoción, el grupo había seguido trabajando diariamente con Amy, cuya congoja y enfados servían de constante recordatorio de que no habían solucionado el problema inicial. Persistían en su búsqueda de pistas, aunque cuando por fin encontraron una, fue casi por accidente.
Sarah Johnson, asistente de investigación, estaba examinando yacimientos arqueológicos en el Congo, ante la remota posibilidad de que Amy hubiera visto uno de esos sitios («viejos edificios en la jungla») en su infancia, antes de ser llevada al zoológico de Minneapolis. Rápidamente, Sarah Johnson descubrió los hechos pertinentes relacionados con el Congo: la región no había sido explorada por observadores occidentales hasta hacía cien años; en tiempos recientes, tribus hostiles y guerras civiles habían tornado azarosa la investigación histórica; finalmente, el ambiente húmedo de la jungla no se prestaba para la conservación de artefactos.
Esto significaba que era muy poco lo que se sabía acerca de la prehistoria congoleña. La investigadora completó su estudio en pocas horas. Como no quería acabar tan pronto con su tarea, se quedó consultando otros libros en la biblioteca de antropología: de etnografía, de historia, informes antiguos. Los primeros en llegar al interior del Congo fueron árabes traficantes de esclavos y mercaderes portugueses, y varios habían escrito informes de sus viajes. Como Sarah no sabía leer ni árabe ni portugués, se conformó con mirar las láminas. Así fue como vio una que, según dijo ella misma, «me produjo un escalofrío».
Se trataba de un grabado portugués fechado originariamente en 1642 y reimpreso en un volumen de 1842. La tinta estaba amarillenta y el papel muy frágil y raído, pero se veían claramente las ruinas de una ciudad en la jungla, cubierta de enredaderas y helechos gigantescos. Las puertas y las ventanas estaban construidas con arcos semicirculares, exactamente como los que había dibujado Amy.
«Fue —dijo posteriormente Elliot— la clase de oportunidad que se presenta a un investigador una vez en la vida, si tiene suerte. Por supuesto, no sabíamos nada de la lámina. La leyenda estaba escrita con caligrafía ondeante e incluía una palabra que parecía “Zinj”; la fecha era 1642. Inmediatamente contratamos traductores con conocimientos de árabe arcaico y portugués del siglo XVII, pero no se trataba de eso. Se trataba de que teníamos la oportunidad de verificar un problema teórico importante. Las imágenes de Amy parecían ser un claro ejemplo de memoria genética específica».
Marais fue el primero en postular la memoria genética, en 1911, y desde entonces ha sido vigorosamente debatida. En su forma más simple, la teoría postula que el mecanismo de la herencia genética, que gobierna la transmisión de todos los rasgos físicos, no se limita solamente a rasgos físicos. El comportamiento está claramente determinado genéticamente en los animales inferiores, que nacen con comportamientos complejos que no necesitan aprender. Pero los animales superiores tienen un comportamiento más flexible, que depende del aprendizaje y de la memoria. La cuestión era si los animales superiores, especialmente los monos y los hombres, tenían alguna parte de su psique fijada por los genes.
Elliot opinaba que con Amy y el reciente descubrimiento de Sarah Johnson, tenía evidencia de esa memoria. Amy había sido traída de África cuando sólo tenía siete meses de edad. A menos que hubiera visto esa ciudad en ruinas en su infancia, sus sueños representaban una memoria genética específica que podía ser verificada mediante un viaje a África. Para la noche del 11 de junio, el personal del Proyecto Amy había decidido emprender ese viaje. Si podían arreglarlo —y costearlo— volverían a llevar a Amy a África.
El 12 de junio, el equipo esperó que los traductores completaran el trabajo sobre el material encontrado. Las traducciones corregidas estarían listas, se esperaba, en dos días. Un viaje a África para Amy y dos miembros del personal costaría, por lo menos, treinta mil dólares, una parte sustancial del presupuesto anual total. Transportar un gorila al otro hemisferio significaba enfrentarse a una engorrosa serie de reglamentos aduaneros y burocráticos.
Evidentemente, necesitaban la ayuda de expertos, pero no sabían a quién acudir. Y luego, el 13 de junio, una tal doctora Karen Ross, de una de las instituciones patrocinadoras, el Fondo de Recursos Terrestres para la Vida Salvaje, llamó desde Houston para decirles que ella conduciría una expedición al Congo al cabo de un par de días. Y aunque no demostró ningún interés en llevar a Peter Elliot o a Amy consigo, transmitió —al menos por teléfono— una tranquilizante familiaridad con la forma en que se organizaba una expedición a lugares remotos del mundo.
Cuando Raren le preguntó si podía viajar a San Francisco para hacerle algunas consultas, el doctor Elliot respondió que estaría encantado de conversar con ella cuando lo creyese conveniente.
Peter Elliot recordaba el 14 de junio de 1979 como un día de cambios repentinos. Comenzó a las ocho de la mañana en el bufete de Sutherland, Morton & O’Connell, de San Francisco, debido a la amenaza de juicio de custodia de la APP, problema que cobraba importancia desde el momento que planeaba sacar a Amy del país.
Se reunió con John Morton en la biblioteca de paredes recubiertas de madera del bufete, que daba a la calle Grant. Morton tomó nota en una libreta de hojas amarillas.
—Me parece que usted tiene razón —empezó diciendo Morton—, pero primero deme unos datos. ¿Amy es una gorila?
—Sí, una gorila de montaña.
—¿Edad?
—Siete años.
—¿Todavía es cachorro?
Elliot le explicó que los gorilas maduraban entre los seis y los ocho años, de modo que Amy era una adolescente y equivalía a una mujer de unos dieciséis años.
Morton tomó apuntes en su libreta.
—¿Podría decirse que todavía es menor de edad?
—¿Es necesario decirlo?
—Me parece que sí.
—Sí, todavía es menor —dijo Elliot.
—¿De dónde vino? Originariamente, quiero decir.
—Una turista de apellido Swenson la encontró en África, en una aldea llamada Bagimindi. La madre de Amy fue sacrificada por los nativos, por la carne. La señora Swenson compró a la hija.
—De modo que no se crió en cautiverio —dijo Morton, escribiendo en la libreta.
—No. La señora Swenson la trajo de viaje de regreso a los Estados Unidos y la donó al zoológico de Minneapolis.
—¿Cedió sus derechos de propiedad?
—Supongo que sí —dijo Elliot—. Hemos tratado de comunicarnos con ella para preguntarle acerca de los primeros meses de vida de Amy, pero no está en el país. Al parecer viaja constantemente. Está en Borneo. De todos modos, cuando enviaron a Amy a San Francisco, llamé al zoológico de Minneapolis para preguntar si podía conservarla para estudiarla. El zoológico dijo que sí, durante tres años.
—¿Pagó dinero?
—No.
—¿Se hizo un contrato por escrito?
—No. Simplemente llamé al director del zoológico…
Morton asintió.
—Acuerdo oral… —dijo, escribiendo—. ¿Y cuándo se cumplieron los tres años?
—Fue en la primavera de 1976. Pedí una extensión al zoológico por seis años, y me la dieron.
—¿Otra vez en forma oral?
—Sí. Llamé por teléfono.
—¿No hubo correspondencia?
—No. No parecían muy interesados cuando llamé. A decir verdad, me parece que se habían olvidado de Amy. El zoológico tiene cuatro gorilas, de todas maneras.
Morton frunció el entrecejo.
—Un gorila, ¿no es un animal bastante caro? Suponga que quisiera comprar uno para tenerlo en casa, o para un circo.
—Los gorilas están incluidos entre las especies en peligro de extinción; no se los puede comprar para tenerlos en casa. Pero sí, son bastantes caros.
—¿Cuánto cuestan?
—Bueno, no existe un precio establecido de mercado, pero puede costar unos veinte o treinta mil dólares.
—¿Y todos estos años usted le ha estado enseñando a comunicarse?
—Sí —dijo Peter—. Mediante el lenguaje estadounidense de signos. Ya tiene un vocabulario de seiscientas palabras.
—¿Es mucho eso?
—Más que cualquier otro primate conocido.
Morton asintió, tomando nota.
—¿Trabaja con ella todos los días, en una investigación permanente?
—Sí.
—Bien —dijo Morton—. Eso ha sido muy importante en los juicios de custodia hasta el presente.
Desde hacía más de cien años había movimientos organizados en los países occidentales para terminar con los experimentos con animales. Comenzaron con los antivivisectores, que formaron organizaciones cuyos miembros eran fanáticos amantes de los animales, decididos a prohibir toda clase de experimentos con éstos.
En todos esos años, los científicos habían desarrollado una defensa aceptable en los tribunales. Los investigadores argumentaban que sus experimentos tenían como objeto mejorar la salud y el bienestar de la Humanidad, prioridad superior al bienestar de los animales. Alegaban que nadie se oponía a que se usara a los animales como bestias de carga o para trabajos agrícolas, labores monótonas y fatigosas a las que se había sometido a los animales desde hacía miles de años. El utilizar animales en experimentos científicos no hacía más que extender la idea de que los animales eran sirvientes de las empresas humanas.
Además, los animales eran, literalmente, bestias. No tenían conciencia del yo, ni reconocimiento de su existencia en la naturaleza. Esto significaba, según el filósofo George H. Mead, que «los animales no tienen derechos. Podemos privarlos de la vida; no se comete crimen alguno al así hacerlo. El animal no pierde nada».