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Authors: Jean Rabe

Tags: #Fantástico

Conjuro de dragones (39 page)

La kalanesti contempló cómo Dhamon atacaba a Malys una y otra vez; la espada repicaba inútilmente contra las relucientes escamas rojas, como si cada uno de sus golpes fuera interceptado por un grueso escudo de metal. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de la elfa mientras lo observaba, comprendiendo ahora hasta qué punto había sido responsable el dragón de sus atroces acciones.

—¿Cómo pude culparte de la muerte de Goldmoon? —murmuró.

La Corona de las Mareas lanzó un zumbido, recogió sus lágrimas y empezó a multiplicarlas en forma de río.

Por encima de sus cabezas, los Dragones Negros, Verdes y Azules acortaron la distancia que los separaba de un enjambre de relucientes Plateados que transportaban Caballeros de Solamnia. Encabezaban la formación Dragones Dorados que eran también los más numerosos; pero entre ellos también había Dragones de Cobre, Latón y Bronce.

Gilthanas, que montaba a Silvara empuñando una larga espada, localizó un relámpago que zigzagueaba en dirección a las montañas; su mente lo atrapó y lo hizo girar en el aire para lanzarlo contra el Dragón Negro que lideraba al enemigo. El Negro aulló y batió alas con desesperación para mantenerse en el aire, mientras una lluvia de escamas y sangre caía sobre la meseta.

La docena de Plateados que seguían a Silvara se lanzaron como un rayo a la batalla. Ella había convocado a más, pero éstos eran los primeros que habían llegado hasta el Portal de la Ventana a las Estrellas, tal vez los únicos que podrían hacerlo a tiempo. Silvara sabía que no serían suficientes, pero era seguro que se sacrificarían con tal de impedir que estos dragones repugnantes se unieran a los señores supremos del suelo e interfirieran en el intento de Palin de detener a Takhisis. Ella y Gilthanas también se sacrificarían de buen grado, si era necesario. Justo detrás de ella volaban Terror y Esplendor, dragones de Bronce y Latón que no deseaban vivir otra vez bajo la Reina de la Oscuridad. También ellos darían sus vidas por esta causa justa.

* * *

—¿Un hombre? —Sobre la meseta, Beryl, la señora suprema Verde, interrumpió su cántico y descubrió al semiogro que arremetía contra ella. Aspiró con fuerza y bajó la cabeza; abrió luego las fauces y lanzó una nube de gas cáustico que se dirigió hacia el hombre y el lobo de pelaje rojo. Ambos se aplastaron contra el suelo cuando la nube pasó sobre sus cabezas.

Groller gimió. El líquido le quemaba ojos y pulmones, provocaba un fuerte escozor en su piel y confundía sus sentidos.
Furia
lo golpeó en el costado. El pelaje del animal estaba cubierto con aquel líquido, pero ello no parecía afectarlo. Impelido por el lobo, Groller siguió avanzando hacia el dragón.

Beryl los olió en cuanto estuvieron más cerca. Notó cómo la espada del hombre la golpeaba y sintió los mordiscos del lobo en sus garras. No podían hacerle daño; no eran dignos de su atención.

Así pues, la Verde se dedicó a observar a Malys, y vio que la Roja relucía. ¡Algo estaba pasando! ¡La ceremonia funcionaba! El cántico de Beryl surgió más sonoro y veloz.

—¡Malystryx, mi reina! —aulló Gellidus el Blanco.

Las llamas de Palin habían fundido algunas escamas del cuerpo del dragón. Y ahora una mujer de cabellos llameantes y un hombre de piel oscura, Fiona y Rig, atacaban al Dragón Blanco. La espada de la mujer consiguió herirlo, al dirigir sus ataques a las zonas donde las llamas habían derretido las escamas. Entretanto, el marinero se ocupaba del costado del blanco reptil, la alabarda ligera entre sus manos. Balanceó el arma y contempló sorprendido cómo se abría paso a través de las escamas de la criatura y dejaba una roja herida.

—¡Malystryx! —volvió a llamar el dragón. El hombre le hacía daño. ¡Un humano le provocaba dolor! El Blanco volvió la cabeza, y los ojos azul hielo se clavaron en Rig.

Escarcha aspiró con fuerza, introduciendo el odioso aire caliente en sus pulmones, para expulsarlo acto seguido y proyectar una violenta ráfaga helada, una tormenta invernal.

Fiona estaba familiarizada con las tácticas de su adversario, de modo que arremetió contra el marinero y lo derribó fuera del alcance de la principal andanada de afiladas agujas de hielo.

Rig apretó los dientes y notó cómo las piernas tiritaban bajo el intenso frío. Cayó al suelo, húmedo ahora por los trozos de hielo fundido. Brazos y pecho sangraban a causa de las innumerables heridas producidas por los cristales de hielo afilados como cuchillas, y comprendió que éstos lo habrían matado si Fiona no lo hubiera tirado al suelo.

Sus manos permanecieron firmemente cerradas alrededor del mango de la alabarda, y sin saber cómo encontró las fuerzas para incorporarse y volver a blandir el arma.

—¡Rig! —llamó Fiona. Se incorporó con dificultad, y observó que su compañero estaba malherido. También ella tiritaba—. ¡Acércate más, donde su aliento no pueda alcanzarte! ¡Deprisa!

El marinero obedeció, apretándose contra la parte inferior del vientre de Gellidus. Asestó un golpe con la alabarda a las gruesas placas que protegían a la criatura.

Fiona acuchilló la herida abierta del dragón, moviendo el brazo con rapidez cuando escuchó cómo el monstruo volvía a tomar aire. Se aplastó contra el costado del Blanco y sintió una intensa oleada de frío en la espalda. Apenas si se encontraba fuera del alcance de los helados proyectiles.

Malys observó que Gellidus volvía a lanzar hielo por la boca, y sus ojos se clavaron en la alabarda que el hombre empuñaba contra el señor supremo Blanco. Era el arma que ella había codiciado y había deseado para alimentar su ceremonia. El hombre estaba herido de gravedad, pero era tozudo y se aferraba a la vida y al arma, mientras seguía atacando.

Malystryx sintió cómo el poder fluía desde los tesoros apilados hasta ella... para penetrar en sus zarpas, subir por sus patas y ascender hasta su corazón, que ardía como un horno. ¡La ceremonia funcionaba! El mundo ante ella permaneció completamente inmóvil durante un único, delicioso, insoportable instante, y en ese momento
supo
que era una diosa.

Mataría a Dhamon Fierolobo y luego al hombre que manejaba la alabarda. Se apoderaría de la alabarda y la ocultaría a todos los hombres. Ella era Takhisis, la Absoluta. Echó la testa hacia atrás y proyectó una llamarada al cielo. El fuego volvió a caer sobre ella, y disfrutó con aquella sensación.

Dhamon sintió que el fuego caía sobre sus hombros y lo laceraba. No era tan doloroso como había sido el contacto con la alabarda después de matar a Goldmoon, se dijo, no era tan doloroso como encontrarse bajo el dominio de la señora suprema Roja.

—¡Malys! —rugió.

Feril levantó la vista hacia la enorme barbilla del Dragón Rojo, sintió que el aire se enfriaba a su alrededor merced a la acumulación de agua, y notó cómo la corona vibraba sobre su cabeza. Se concentró en el antiguo objeto y en el dragón, y sintió cómo la energía se agolpaba. Un chorro de agua brotó de la corona, un surtidor espeso y erguido como una lanza. El agua alcanzó a Malys, a la que hizo perder el equilibrio, apartándola del montón de objetos mágicos. Una nube de vapor blanquecino se elevó por los aires envolviendo al dragón.

—¿Cómo te atreves? —fue el rugido que salió del interior de la nube.

Dhamon se alejó a toda velocidad de la Roja y saltó por encima de los tesoros en dirección a Feril. Se arrojó sobre ella y la derribó contra el suelo justo cuando una bola de fuego salía disparada de entre el vapor. Las llamas chisporrotearon por encima de sus cuerpos y, por una circunstancia fortuita, fueron a dar contra el pecho de Gellidus.

—¡Mi reina! —tronó éste.

Fiona cayó contra el costado del Dragón Blanco, y tan sólo recibió el calor indirecto de la mal dirigida bola de fuego de Malys. Pero fue suficiente para cubrirla de ampollas y enviar una oleada de dolor por todo su cuerpo. A pesar de su adiestramiento, la joven Dama de Solamnia chilló. La aspada le quemó la mano, la hoja chocó contra el suelo, y Fiona se dobló sobre sí misma.

También Rig consiguió esquivar, aunque por muy poco, la abrasadora andanada, protegido por el vientre de Gellidus. Vio caer a Fiona y sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos.

—Shaon —musitó, temiendo que su compañera sucumbiera a un dragón como le había sucedido a Shaon. Sin embargo, no se precipitó hacia ella. En lugar de ello, volvió a levantar la alabarda y asestó una cuchillada al Blanco que atravesó la carne del reptil y alcanzó el hueso que había debajo.

Gellidus aulló y, batiendo las alas, se alzó por los aires, lejos de la nube de Dragones Negros, Verdes, Azules y Plateados que había sobre sus cabezas. No quería saber nada más de luchas. Sabía que la nueva diosa dragón de Krynn podía condenarlo, pero Gellidus, que odiaba el dolor y el calor, volvió la enorme testa hacia el oeste y con un penoso batir de alas inició el regreso al bendito frío de Ergoth del Sur.

—¡Palin! —chilló Usha—. Uno de ellos se va: el Blanco. ¡Creo que Rig lo hizo huir! —Contempló cómo el marinero corría al lado de Fiona, y lanzó un suspiro de alivio cuando Rig puso en pie a la solámnica y ambos se encaminaron hacia Onysablet—. Palin, tal vez podamos triunfar realmente.

—No podemos vencerlos —respondió él, sacudiendo la cabeza—. No podemos matarlos, a ninguno de ellos. Carecemos de ese poder. Pero podemos desbaratar lo que Malys ha planeado. Eso sería una victoria en cierto modo.

—No hables de ese modo, Palin. Tal vez podamos...

Las palabras murieron en su garganta. Rodeando el montón de objetos mágicos acababan de aparecer los lugartenientes Azul y Rojo, Ciclón y Hollintress. Khellendros había enviado a su lugarteniente de confianza a ocuparse de Palin Majere, el odiado hechicero que creía haber matado meses atrás en la isla de Schallsea.

—Acaba con él —siseó Tormenta—. Acaba con Palin Majere por Kitiara.

—Palin...

—Los veo, Usha. —El hechicero alzó el anillo de Dalamar.

Khellendros dedicó una última mirada a su enemigo y avanzó en dirección al tesoro y al altar. Al señor supremo Azul le interesaba muy poco lo que aquellos intrusos intentaban. Ahora pensaba sólo en Kitiara, la reina de su corazón.

—¡Rig! —Ampolla había desenfundado sus dagas y acuchillaba con ellas la zarpa posterior de Onysablet.

El marinero hizo una mueca. La kender hacía todo lo que podía, pero los cuchillos no le hacían ningún daño al Dragón Negro. Junto a la kender, Veylona no tenía mejor suerte. Estaba claro que el arma de la elfa marina estaba hechizada, porque desportillaba las negras escamas y había conseguido hacer que brotara sangre; pero era dudoso que aquello afectara demasiado a la criatura.

Fiona y Rig corrieron a unirse a la kender y a la elfa marina. El marinero echó un vistazo a la parte delantera del dragón, donde Jaspe apenas conseguía resistir.

El enano había golpeado la garra delantera del Dragón Negro con el Puño de E'li. Una energía gélida hormigueó desde el brillante mango de madera, introduciéndose en el pecho del enano, y luego se precipitó desde el cetro al interior de Onysablet.

La Negra rugió con tal violencia que el suelo se estremeció bajo los pies de Jaspe. Sus fauces gotearon ácido, que salpicó el suelo y al enano. El líquido atravesó las ropas y le quemó la piel, al tiempo que disolvía zonas de su corta barba y le arrancaba una exclamación ahogada.

—¡Muere! —Jaspe volvió a blandir el cetro; luego aulló al sentir una lluvia de ácido sobre su cuerpo. Esta vez recibió toda la fuerza de su horroroso ataque cáustico.

»
Debería estar muerto —tosió—. Debería..., ¿por qué? —El Puño, sospechó el enano. De algún modo, al haber sido creado por dioses, lo mantenía con vida. El Puño y... ¿Goldmoon? Percibió su presencia cerca de él, igual que la había percibido cuando estuvo a punto de morir en la cueva. Ella lo había ayudado a recuperar la fe. ¿Lo ayudaba su espíritu ahora?

Jaspe escuchó cómo su piel chisporroteaba, la vio borbotear, y sintió un dolor insoportable.

—¡Jaspe! —Rig se acercaba—. Jaspe, sal de ahí. Sal...

Un lamento desvió la atención de Rig. Al mismo tiempo que Onysablet lanzaba su aliento sobre el enano, había asestado una patada hacia atrás con la pata posterior. Ampolla y Veylona saltaron por los aires en una voltereta, en dirección al borde de la meseta. Fiona intentó agarrarlas, aunque también ella corría peligro de caer por el precipicio.

El marinero se lanzó tras ella con el brazo extendido; tanteó la túnica de la elfa marina y tiró de ella al mismo tiempo que la mano de Fiona se cerraba sobre la muñeca de Ampolla. La solámnica luchó por no caer montaña abajo y tiró rápidamente de la kender hacia arriba.

Rig arrastró a Veylona y frunció el entrecejo al darse cuenta de que la joven estaba inconsciente. Un hilillo de sangre azul oscuro afloraba de sus labios, y más sangre manchaba la parte delantera de la túnica allí donde la zarpa posterior del dragón se había hundido en la carne. La mancha iba creciendo. La depositó sobre el suelo y se volvió hacia el Dragón Negro. Ocuparse de la elfa tendría que esperar... si había tiempo. Si sobrevivían.

—¡Monstruo! —chilló Jaspe a Onysablet.

Los ojos del enano eran estrechas rendijas; los párpados le dolían tanto por culpa del ácido que no podía abrirlos más. La Negra bajó la cabeza, pero sin dejar de observar a Malystryx y a Khellendros. A este último no lo molestaban los hombrecillos y avanzaba despacio, acercándose al tesoro mágico.

La enorme hembra Negra hizo una mueca, y más ácido goteó desde sus labios azabachados. Por el rabillo del ojo vio cómo el hombre de la alabarda se aproximaba, y percibió la magia del arma que empuñaba, sabiendo que había herido a Gellidus. Onysablet lanzó un trallazo con un ala, que cogió desprevenido al hombre de piel oscura y lo lanzó lejos de ella y casi en la trayectoria de un rayo disparado por el Dragón Azul ciego.

Rig se sintió volar y por un instante temió verse arrojado contra Palin y Usha. Un rayo atravesó el aire cerca de él y puso fin a sus meditaciones al asestarle una ardiente sacudida por todo el cuerpo. Observó cómo una serie de relámpagos en miniatura danzaban sobre la hoja de la alabarda, pero se negó a soltar el arma, y una sensación de mareo lo embargó.

«¡No puedo desmayarme! —pensó—. ¡He de permanecer consciente!» Cayó pesadamente al suelo, sintiendo que le faltaba el aire, y las tinieblas se apoderaron de él.

—¡Monstruo! —repitió Jaspe. A poco de cargar contra Onysablet, el enano se había dado cuenta de que ésta era mucho más formidable que Piélago, el dragón marino que había ayudado a matar—. ¡Dragón hediondo! —De algún modo un poco del ácido se había colado en su boca. Tragó saliva, y le pareció como si tuviera la garganta en llamas.

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