Constantinopla (14 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

Mientras Heraclio derrotaba los persas en sus tremendas campañas en el Oriente, Mahoma estaba uniendo a las tribus árabes y forjando un osado ejército de caballería ligera alentado por la creencia fanática en la justicia de su causa y con el anhelo de convertir al mundo a lo que le parecía la única fe verdadera. Tanto Heraclio como Cosroes recibieron mensajes del profeta árabe invitándoles a unirse al Islam, o a ser destruidos. La única respuesta posible parecía la indiferencia, una carcajada y la orden de arrojar la carta. Cosroes no vivió para saber otra cosa; pero Heraclio sí.

En el 632 murió Mahoma, pero dejó tras sí una Arabia unida y a punto de explotar. La explosión llegó al cabo de un año, y los ejércitos árabes incursores empezaron a tantear las fronteras de los dos gigantes del norte: el Imperio y Persia. Eran dos gigantes por su tamaño y su fama, pero los dos se encontraban mal heridos y terriblemente cansados de la guerra. Y ambos subestimaron por completo a los árabes.

Al principio, Heraclio dejó que las fuerzas locales se entendieran con los árabes, y esto no dio resultado. Los frutos de la estrategia occidental, que se remontaba a Anastasio, se hicieron sentir de nuevo. Los monofisitas de Siria, que no se habían opuesto a los persas, tampoco se opusieron a los árabes cuando aquellos fornidos jinetes llegaron como un torbellino del desierto. Resultó fácil rodear las fortalezas imperiales, y puesto que los soldados que las defendían estaban tan cansados de la guerra como el resto del imperio, muchos se rindieron.

Por esta razón la ciudad de Bosrah, a setenta millas al este del río Jordán, fue conquistada a principios del 634, y su comandante entregó su ciudadela en un acto que se consideró como una traición en Constantinopla. En el verano del 635, la ciudad mucho más importante de Damasco, a ochenta millas al norte de Bosrah, cayó después de un largo sitio.

Sólo entonces empezó a actuar Heraclio. Por lo visto, los árabes no eran simples incursores del desierto que se podían liquidar sobre el terreno, sino una amenaza importante que precisaba mejor solución. Se reunió súbitamente un ejército imperial, que fue enviado a Siria oriental bajo la dirección del hermano de Heraclio, Teodoro. Volvieron a tomar a Damasco, y durante algún tiempo parecía que todo iba bien.

Pero los árabes levantaron un ejército mayor y volvieron a la lucha. En el 636 en la cabecera del río Yarmuk, que corre hacia el oeste para desembocar en el río Jordán, justo al sur del mar de Galilea, a unas treinta millas al oeste de Bosrah, los ejércitos libraron una importante batalla. Representó el choque de la pesada caballería imperial contra la caballería ligera árabe, del peso contra la movilidad.

Si Teodoro hubiera sido un general imaginativo, si los árabes hubieran sido un enemigo convencional, las fuerzas imperiales, magníficamente entrenadas, como siempre, habrían salido victoriosas, sin lugar a dudas. La caballería pesada tenía que cargar y romper la línea enemiga. Lo hicieron tres veces.

Pero no tenía ningún sentido; era como abrir agujeros en el agua. Los árabes se dispersaban con ligereza ante la carga, cambiaban de dirección y volvían. El ejército imperial se agotó con el calor del desierto sin ningún resultado. Y cuando los caballos imperiales estaban temblando de cansancio y sus jinetes muertos de sed, los árabes llegaron a galope desde todos los lados, gritando sus llamamientos a Dios (al que llamaban Alá).

Lo que ocurrió después fue una carnicería. La mayor parte del ejército bizantino dejó de existir y los árabes se encontraron con una victoria increíblemente decisiva en la batalla de Yarmuk. Los bizantinos, pasmados y deshechos, se marcharon a Siria. En su palacio de Constantinopla, Heraclio parecía paralizado. No reunió ningún ejército más contra los árabes. Le quedaban cinco años de gobierno, pero durante esos cinco años no emprendió ninguna acción militar.

A veces los historiadores se preguntan por qué Heraclio, el héroe indomable que reorganizó lentamente el imperio, se defendió golpe a golpe frente a los persas cuando estaba al borde del desastre total, y, consiguió las victorias más espectaculares del Occidente desde Alejandro Magno, se quedó sentado sin hacer nada.

Quienes preguntan esto son injustos. Después de todo, Heraclio no era una fuerza impersonal, sino un ser humano. Había tenido un reinado de dureza increíble. A lo largo de varios años había luchado, aparentemente sin esperanza, contra la catástrofe. Durante más años había hecho campañas interminables a través de Asia Menor y Mesopotamia, y ahora, cuando tenía más de sesenta años, el ciclo parecía repetirse.

Hizo lo que pudo militarmente. Envió un ejército que fue aniquilado. ¿Qué podía hacer después? ¿Era simplemente una cuestión de fuerza militar ciega? ¿Tenía que levantarse eternamente de su trono, el héroe armado, y llevar a sus valientes bandas a la victoria? O podía sentarse en el trono y considerar que las personas que no querían ser salvadas, no podían ser salvadas. Si el pueblo de Siria se entregaba enseguida a cada aspirante a conquistador, sería una tarea imposible tratar de socorrerle. Sería más útil preguntar por qué Siria se entregó con tanta facilidad: su pueblo había dado guerreros bastantes tenaces en el pasado.

Heraclio reconoció que la culpa estaba en la estrategia occidental de sus antecesores, en haber hecho siempre caso omiso del sur y habérsele puesto voluntariamente en contra. Olvidémonos entonces de ejércitos y de batallas. Aplaquemos a las provincias, y ellas se defenderán. En esta cuestión, Sergio, patriarca de Constantinopla, demostró su valor. Había sido suficientemente perspicaz como para poner los tesoros de la Iglesia a la disposición del emperador, suficientemente valeroso para evitar que Heraclio huyera en un momento de desesperación, bastante resuelto para defender Constantinopla durante el crítico sitio de los ávaros, en ese momento bastante tolerante como para intentar comprometer las posiciones ortodoxas de Constantinopla.

Paulatinamente elaboró una doctrina situada entre el catolicismo y el monofisismo. Según esta fórmula, se consideraba que Jesucristo poseía dos naturalezas, la divina y la humana, como decían los católicos. Pero las dos naturalezas estaban animadas por una sola voluntad, y por lo tanto actuaban como si tuviera una sola naturaleza, como afirmaban los monofisitas. El nombre dado a esta fórmula fue monotelitismo, que procede de las palabras griegas que significan «una voluntad».

La fórmula fue elaborada finalmente en el 638, y después promulgada. Como ocurre a menudo con las soluciones intermedias de buena fe, lo único que consiguió fue empeorar la situación. Las gentes de las provincias del sur estaban demasiado irritadas como para escuchar a Constantinopla; habían visto sus esperanzas frustradas demasiadas veces en el pasado; y rechazaron categóricamente el compromiso. Lo mismo hicieron las poblaciones católicas del Occidente en Italia y África del Norte. Heraclio terminó por ofender al Occidente de modo grave, sin haber reconciliado al sur, y así hizo lo peor para las dos partes.

El imperio continuaba sufriendo derrotas, perdiendo territorios casi sin ninguna resistencia. En el 637 los árabes se habían apoderado de Jerusalén, sólo nueve años después de su liberación de los persas. Esta vez la Vera Cruz, restaurada con tanta pompa y ceremonia en el 630, desapareció por completo. En el 641 Heraclio murió, mientras los árabes se dedicaban activamente a apoderarse de Egipto. Esta conquista se dio por terminada en el 642 con la rendición de Alejandría.

Heraclio había gobernado a lo largo de treinta y un años en un reinado que estaba casi tan repleto de contrastes como el de su contemporáneo y gran rival Cosroes II. Heraclio había perdido mucho, luego ganado mucho, y por último perdido otra vez. Había dado la vuelta a la primera catástrofe con un esfuerzo sobrehumano, que no le dejó fuerzas para dar un giro a la segunda. Tampoco impidió nadie la segunda catástrofe de su reinado. Siria y Egipto se perdieron para siempre en la segunda vuelta.

Por supuesto, no hay nada que sea un desastre completo y un decidido optimista puede encontrar algún elemento compensador en la situación más desconsoladora. Se puede sostener, por ejemplo, que desde hacía al menos un siglo las provincias monofisitas eran una carga para el imperio. A lo sumo daban un desganado asentimiento, en el mejor de los casos constituían una fuente permanente de controversias, y se sometían a cualquier ejército que acampara a sus puertas. Tal vez lo mejor era no seguir con ellas.

Lo que quedaba del imperio era ya enteramente católico y casi por completo griego en cultura. Desde luego, al finalizar el reinado de Heraclio el imperio se iba convirtiendo casi por entero en el Imperio Griego, tal como lo llamarían en Europa Occidental hacia finales de la Edad Media. De hecho, bajo el gobierno de Heraclio el latín dejó por fin de ser el idioma oficial de la corte y del derecho. Los funcionarios gubernamentales recibían títulos griegos y las leyes se promulgaban en griego.

Por eso, si el imperio había perdido espacio en el mapa, de todos modos era más fuerte ya que estaba unificado en la religión, el idioma y el pensamiento, y formado por una población unida por fin en su formación y sus creencias. Aun así, esta característica compensadora tampoco compensaba del todo. Hasta los tiempos de Heraclio, las ramas occidental y oriental de la Iglesia católica podían estar en desacuerdo en lo referente a la perpetua cuestión de si era el papa o el patriarca quien tenía la primacía; pero hablaban la misma lengua y se sentían emparentados. Por entonces, empezaron a romper aquellos tenues lazos. Como los sacerdotes occidentales hablaban latín y no sabían el griego, y el clero oriental hablaba el griego sin saber el latín, las dos ramas se convirtieron en extrañas entre sí.

Además, en los tiempos de Heraclio, las barbas volvieron a ponerse de moda en el mundo griego. La costumbre de afeitarse se remontaba, según algunos, a Alejandro Magno, que como tenía barba rala impuso la moda. En el mundo romano la costumbre de afeitarse fue introducida un siglo más tarde por el general Escipión, que era un amante de lo griego. Entonces el mundo oriental, que la había iniciado, la abandonó; el mundo occidental, que la había adoptado del Oriente, siguió manteniéndola.

Una cuestión tan insignificante como ésta acrecentó desmesuradamente la hostilidad. En el mundo oriental seguía habiendo varones barbilampiños, varones que no podían tener barbas: los eunucos. En el mundo occidental seguía habiendo varones con barbas: los campesinos y los bárbaros.

Para el barbudo oriental, el occidental llegó a parecer un eunuco. Para el afeitado occidental, el oriental parecía un bárbaro. Entre el sacerdote italiano de cara sonrosada y el barbudo sacerdote griego apareció un elemento más que contribuyó a la aversión y suspicacia mutuas.

5
La defensa de Europa
El peligro creciente

Por primera vez desde la muerte de Teodosio II, casi dos siglos antes, el Imperio Bizantino, al morir Heraclio, fue testigo del establecimiento de una dinastía en el sentido habitual: es decir, un emperador fue sucedido por sus hijos o nietos.

Sin embargo, la dinastía arrancó de una manera muy insegura, Heraclio dejó el trono a sus dos hijos, Constantino III y Heracleonas, y la corte se dividió en seguida en facciones intrigantes. Un problema fue que los hijos eran sólo hermanastros. La segunda mujer de Heraclio, la madre de Heracleonas, era su sobrina Martina, y su matrimonio con ella había constituido un gran escándalo para los más piadosos que consideraban la unión como incestuosa. No obstante, Heraclio tenía prestigio suficiente para llevarla adelante a pesar de las denuncias de ciertos sacerdotes.

Martina sobrevivió a su marido, y fue dirigente del partido opuesto a su hijastro Constantino. Podía haberse producido una guerra civil si Constantino no hubiera muerto de tuberculosis antes de llevar tres meses en el trono. (Inevitablemente, los rumores dijeron que Martina le había envenenado.) Después Heracleonas gobernó solo, pero resultó bastante incapaz y pronto tuvo que exiliarse.

Por eso, antes de que hubiera pasado un año desde la muerte de Heraclio, sus dos hijos estaban ya eliminados, y sin embargo la dinastía no terminó. El hijo de once años de Constantino III subió en el trono y gobernó con el nombre de Constancio II.

Durante su minoría de edad, los árabes concluyeron su conquista de Egipto. Sin duda, había muchos elementos entre el clero ortodoxo que contemplaban el desastre con una sombría ecuanimidad. Después de todo, se podía argüir que los sirios y los egipcios eran heréticos que habían merecido el desagrado de Dios, y que su sometimiento primero a los persas, y luego a los árabes, era su merecido castigo. Les vendría bien sufrir, según este punto de vista, y una vez que hubieran vuelto a la verdadera fe, con contrición en sus corazones, el yugo árabe caería.

Sin embargo, hubo otros en Constantinopla que debieron considerar la situación de modo más secular y que pensaron que si los monofisitas tenían que arrepentirse, convenía que ese arrepentimiento fuera lo más fácil posible. Por esta razón, con Constancio II se continuó promoviendo el compromiso monotelita.

Desgraciadamente, no tuvo éxito. Los monofisitas de Egipto y Siria no cambiaron en nada sus creencias, ni siquiera estando en las garras de un conquistador. A pesar del mito de que los hermanos enfadados se unen para enfrentarse a un enemigo común, parece más bien que los contendientes de una guerra civil soportan a menudo a un extraño antes de ceder frente a un hermano.

El estímulo dado al monotelismo no sólo fracasó en las provincias conquistadas, sino que hizo daño grave en Occidente. Las fuerzas imperiales todavía controlaban Roma, pero aun así el papa Martín I se atrevió a denunciar al monotelismo. Por ello fue destituido en el 653 por orden del emperador, y exiliado a una remota provincia al este del mar Negro. (El que un emperador de Constantinopla pudiera abusar de un papa de Roma no iba a durar mucho tiempo.)

Pero lo realmente amenazador era la situación exterior. Cuando Constancio II alcanzó la mayoría de edad, los árabes no sólo habían aplastado la última sublevación en Alejandría (en el 645), sino que habían conquistado toda Persia. Desde su capital en La Meca, el califa Otman dominaba Arabia, Persia, Siria y Egipto. Con la excepción de Asia Menor (y con la adición de Arabia), era dueño de todo lo que Cosroes II había poseído en el momento culminante de su poder, una generación antes. Era evidente que el siguiente paso de Otman sería apoderarse de Asia Menor y de la propia Constantinopla. Para ello, Otman tenía la intención de crear algo que hasta entonces los árabes no habían tenido y que nunca tuvieron los persas: una flota.

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