Constantinopla (27 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

El resultado fue que obligó por fin a una ruptura abierta. Sacerdotes occidentales que llegaron a Constantinopla en 1054, excomulgaron al patriarca por orden del papa León IX. Por supuesto, Cerulario se negó a aceptar tamaña impertinencia y asunto concluido. Roma y Constantinopla se dieron la espalda. La ruptura era definitiva, y nunca jamás, hasta nuestros días, volvieron a unificarse las ramas occidental y oriental de la cristiandad.

Pero ello no molestó en absoluto al patriarca. Su acerbo extremismo recibió el beneplácito del pueblo intolerante e irreflexivo, que odiaba al cristianismo occidental (en gran medida por sus experiencias con los venecianos) tanto como a la religión de Mahoma. El cisma final entre Oriente y Occidente convirtió a Miguel Cerulario en el hombre más poderoso del imperio.

La dinastía macedónica se estaba extinguiendo. Zoe murió en 1050. Su último marido, Constantino IX, siguió en el trono hasta el año 1054 en que murió. Durante algún tiempo gobernó la hermana de Zoe, Teodora. Fue la última del linaje macedonio, y murió en 1055 a los 77 años. Quince monarcas, tanto varones como hembras, formaron esta dinastía, por la sangre (ocho eran ascendientes de Basilio I), o por el matrimonio, y en total la dinastía duró 188 años.

Incluso durante el eclipse de medio siglo de los últimos sucesores de Basilio II, continuó la brillantez de la civilización bizantina. Fue el período de Miguel Constantino Psellus, el mayor de los eruditos bizantinos. Psellus nació en 1018, hijo de padres de clase media; es decir, durante la última parte del reinado de Basilio II. Triunfó por esfuerzo propio y consiguió una esmerada educación. En los tiempos de Constantino IX, comenzó una carrera en la administración pública y destacó en la corte. A menudo se le ha considerado como un político obsequioso y escurridizo, pero se requería una cierta cantidad de ardides y trucos para conservar una posición en la corte.

Lo que no se puede negar es que sus talentos como erudito eran formidables. Fue la cabeza de la facultad de filosofía de la Universidad de Constantinopla, próspera de nuevo, y con él, el estudio de la filosofía pagana, particularmente de la de Platón, volvió a cobrar vida. Escribió mucho sobre muchos temas y publicó una valiosa historia de su tiempo, junto con escritos sobre teología y magia, sin mencionar sus discursos, cartas y poemas. Fue la versión bizantina del «hombre del Renacimiento» y en efecto, inició el redescubrimiento de la erudición antigua que, filtrada hacia el oeste, hizo surgir el período de cultura italiana que llamamos Renacimiento.

La llegada de los turcos

Desde la muerte de Basilio II, el imperio fue gobernado por funcionarios civiles y no por miembros del partido militar feudal. Cuando Teodora estaba moribunda, el partido civil intentó ampliar su poder haciendo que la vieja emperatriz nombrara sucesor a uno de los suyos. Se creía que el principio de la legitimidad sería suficientemente fuerte para que este nombramiento fuera respetado.

Y parecía así. Guiada por la sugerencia del patriarca Miguel Cerulario, Teodora eligió a un tal Miguel Stratioticus, que era viejo y enfermizo, y que por lo tanto sería (Cerulario estaba seguro de ello) un dócil instrumento en las garras del patriarca. Stratioticus gobernó como Miguel VI, y el infeliz fue efectivamente un títere para el formidable patriarca. Miguel Cerulario, cuyos hábitos sacerdotales no servían para limitar sus ambiciones seculares, sentía realmente que era el poder que dirigía al trono. Empezó a llevar botas de púrpura, uno de los símbolos del cargo de emperador, y en una ocasión en que Miguel VI intentó hablar por sí mismo, el patriarca le dijo bruscamente: «Te creé, imbécil, y puedo destruirte también».

Sin embargo, no fue el patriarca quien destruyó al pobre Miguel VI. El ejército hervía y la muerte de Maniakes significó simplemente un retraso hasta que se pudo encontrar otro general con el empuje y la capacidad de enfrentarse al gobierno civil. Uno de los generales que servía en el este era Isaac Comneno. Su padre había sido oficial de Basilio II, e Isaac había sido educado a cargo del propio Basilio. Durante el agitado período posterior a la muerte de Basilio, Isaac había dirigido sus ejércitos con eficacia y se había ganado su consideración. Cuando los generales de Asia Menor decidieron hacerse con el gobierno, la elección popular cayó sobre Isaac para dirigir el movimiento.

Hubo una breve batalla con la guardia varega, seguida de la rendición de Miguel VI. Fue destituido y obligado a convertirse en monje, y en 1057 Isaac Comneno aceptó el trono con el nombre de Isaac I. Enseguida inició un programa de vigorosas reformas militares y de reorganización financiera. Como ocurre con frecuencia cuando hay momentos de grandes tensiones, era natural pensar en las riquezas de la Iglesia. Sin embargo, raras veces la Iglesia entrega sus tesoros sin una lucha, e Isaac se enfrentó con Miguel Cerulario.

Isaac no vaciló. Sabía que no había sitio para el emperador y un patriarca de aquella índole en la ciudad, y obligó a Cerulario a exiliarse. Le hubiera juzgado por traidor y posiblemente cegado, pero el orgulloso viejo patriarca murió antes de que se pudiera convocar el juicio. Pero con esta acción, Isaac se ganó la mortífera enemistad de los monjes y de la facción del pueblo que era partidaria de éstos.

Si añadimos a ello la constante hostilidad del partido civil y el hecho de que Isaac tuviera bastante más de cincuenta años y mala salud, no es sorprendente que después de dos años renunciara al cargo. Tras una ardua campaña en el norte contra los pechenegos, de la que salió triunfante, y una enfermedad que padeció durante algún tiempo que le iba a matar, Isaac se decidió a abdicar.

Pasó la corona a Constantino Ducas, un funcionario de la tesorería, en 1059. El nuevo emperador, Constantino X, que era del partido civil y un hombre humano y amante de la paz, sospechaba (con alguna justificación) de las intenciones de los militares y redujo al mínimo los gastos militares. A veces se puede sacar provecho haciendo una cosa así, pero en aquel momento fue un error puesto que el imperio se tambaleaba por todos los lados bajo los golpes de los enemigos.

Los dominios bizantinos en el sur de Italia estaban desapareciendo bajo la continua ofensiva de Roberto Guiscardo y sus normandos. En el norte, una nueva tribu de nómadas asiáticos, los cumanos, cruzaba en tropel las estepas rusas del sur. Al igual que sus predecesores, estas tribus invadieron las provincias europeas del imperio, y era necesario pelear contra ellas.

Pero fue en el este donde apareció el enemigo más terrible. Varias tribus turcas (emparentadas con aquellas tribus, que, desde los hunos hasta los cumanos, habían constituido el azote de Europa) invadieron las regiones islámicas y se convirtieron al Islam. Mientras el Imperio Bizantino se desmoronaba bajo el gobierno de las ancianas sobrinas de Basilio II, empezó a destacar una nueva tribu turca. Debido a que uno de sus primeros jefes se llamaba Seljuk, se les llamó turcos seléucidas. Establecieron su gobierno en Persia en 1037, y en 1055, justo cuando el débil resplandor de la dinastía macedonia se apagó, capturaron Bagdad y se convirtieron en la mayor potencia del mundo islámico.

En 1063, Alp Arslan se convirtió en soberano de los turcos seléucidas. Casi inmediatamente, entró en Armenia y se apoderó de las zonas que, bajo Basilio II, habían sido conquistadas por el imperio. El débil Constantino no podía hacer nada.

Cuando murió Constantino en 1067, su viuda Eudoxia fue nombrada regente de sus tres jóvenes hijos, que según el principio de la legitimidad deberían sucederle. Eudoxia, sin embargo, creía que los tiempos exigían un militar. Contra la oposición del partido civil, eligió a Romano Diógenes que se había distinguido en las batallas contra los pechenegos y los cumanos en las fronteras al norte. El primero de enero de 1068 se casaron.

Romano, que gobernó con el nombre de Romano IV, se entregó a la difícil tarea de salvar la situación militar. Tuvo que reorganizar a un ejército desmantelado y reclutar, entrenar y armar a hombres nuevos. Era evidente que tendría que concentrarse en el peligro formidable de los turcos en el este. En cuanto a Italia, separada de los centros vitales bizantinos por el mar y de todas formas casi totalmente perdida, no se podía hacer nada.

La abandonó, y los normandos tomaron la ciudad de Bari en 1071. Era la única posesión imperial que quedaba al oeste del Adriático. Con su pérdida, desapareció el último eco tenue de Justiniano y Belisario. El gobierno romano, cuyos comienzos remontaban a un pequeño pueblo fundado en la Italia central dieciocho siglos antes, era así expulsado para siempre de aquella península (pero aun hoy siguen existiendo unas cuantas aldeas aisladas en el extremo sur de Italia donde se habla el griego).

Olvidándose de Italia, Romano se preparó para el enfrentamiento con Alp Arslan. El jefe turco, aunque había violado el territorio imperial, estaba realmente más interesado en conquistar Siria, que entonces pertenecía a Egipto. Firmó una tregua con el emperador y se marchó hacia el sur.

Romano no tenía intención de respetar la tregua. Quería recuperar el territorio perdido en el este e infligir a los turcos una derrota ejemplar. Partió hacia el este con 60.000 hombres bajo su mando. La mayoría eran soldados inexpertos, y la lealtad de algunos de sus comandantes era dudosa; pero eran 60.000 soldados de caballería pesada.

En agosto de 1071, el ejército de Romano tomó la ciudad de Manzikert, que los turcos habían ocupado un par de años antes. Era evidente que su plan era forzar una batalla, y Alp Arslan tuvo que abandonar su campaña siria y volver corriendo.

La fuerza turca era más numerosa y estaba formada por caballería ligera que no podía resistir un choque frontal con la caballería pesada del imperio, pero que era más rápida y maniobraba mejor. Romano ansioso por vencer, envió a la caballería pesada hacia adelante a galope tendido. Con este acto, violó los principios bélicos bizantinos, según los cuales la caballería pesada nunca debía tratar de perseguir a la caballería ligera, a menos que esta última estuviera inmovilizada contra un río u otra barrera infranqueable. Las razones eran diáfanas; la caballería pesada no puede alcanzar a la ligera en una carrera en línea recta, y los caballos perseguidores se agotan para nada, haciéndose vulnerables a un contraataque. La avidez de Romano le hizo pasar por alto la buena táctica.

Sin pánico, los turcos retrocedieron, se negaron a dejarse atrapar en lugares estrechos y hostigaron con flechas desde lejos. Era un día sofocante y la caballería bizantina, sobrecargada de armamento e inexperiencia, estaba cada vez más cansada y sedienta; al comenzar la tarde Romano, desalentado, sólo pudo ordenar una retirada a los cuarteles nocturnos.

Entonces Andrónico Ducas, pariente del anterior emperador, miembro del partido civil, y fuerte oponente (aunque secreto) a Romano, decidió que la batalla no terminaría en victoria y le sería mejor quitarse de en medio. Sacó a su contingente de la línea de batalla.

El debilitado ejército bizantino se encontró metido en una bolsa. La retirada del centro del ejército turco le había llevado a situarse entre los flancos que Alp Arslan, dirigiendo a sus soldados con una soberbia habilidad, se dedicó a cubrir con hombres frescos, vigorosos y descansados que entraban en combate por primera vez. Al intentar establecer un campamento nocturno los bizantinos se encontraron atacados por todos los lados. Descorazonados, traicionados y abrumados, los imperiales estaban perdidos. El ejército fue prácticamente aniquilado, y el mismo Romano fue hecho prisionero.

Ninguna catástrofe así, ninguna derrota tan total de un ejército tan grande había afectado a las armas bizantinas en los siete siglos y medio posteriores a Constantino. Los persas y los árabes habían hecho retroceder a los soldados bizantinos y habían tomado provincias, pero nunca lograron destruir el ejército principal del imperio. Ahora la catástrofe se había producido y esta única batalla en Manzikert destrozó por completo la prosperidad que el imperio había conservado durante los años de la dinastía macedonia.

9
El oeste llega al este
Las consecuencias de la derrota

A los bizantinos, la batalla de Manzikert les debió parecer al principio similar a otras batallas perdidas de las que el imperio se recuperaría, como se había recuperado tantas veces antes de los ataques de los hunos, los persas, los ávaros, los árabes y los búlgaros.

Miguel Psellus, que todavía vivía y seguía produciendo material sobre todas las ramas del conocimiento y encantando a los emperadores y artesanos con su hermosa voz y sus elocuentes discursos, escribió sobre la batalla. No la consideró como algo definitivo, y estaba más preocupado por el problema de la corrupción interna.

Por supuesto, es difícil ver algo que está tan cerca de los ojos. Por lo tanto Psellus, en su historia, nunca menciona el cisma final entre el cristianismo oriental y el occidental que se produjo en 1054. Tal vez Psellus lo consideró sólo como otra molesta riña de la disputa latente desde hacía siglos; pero no podía saber que era la
última
riña. De modo similar, Psellus podía creer que Manzikert era una derrota igual que muchas otras de los siglos pasados, pero no tenía medios para saber que, en gran parte debido a la corrupción interna que deploraba, iba a ser una derrota muy especial.

El problema residía en que durante cincuenta años se habían erosionado los cimientos del imperio. La querella ulcerada entre los terratenientes feudales y los funcionarios civiles tenía tal carácter que parecía que los dos bandos se hacían la competencia para ver quién podía hacer más daño al Estado. Los monjes, envueltos en su disputa con la Iglesia occidental, malgastaron las energías imperiales en una teología inútil. Y también el vigor comercial en rápido auge de las ciudades italianas destruía el dominio bizantino del comercio, sobre el cual se asentaba en gran parte la salud de su economía.

La decadencia acumulada del imperio había destruido su flexibilidad. La batalla de Manzikert resultó, por consiguiente, un momento crucial de la historia, porque fue entonces cuando el imperio demostró que ya no podía doblarse y enderezarse; sólo podía quebrarse con un chasquido como una ramita seca. Fue la batalla de Manzikert la que quebró el espíritu del imperio.

El ejército bizantino, que durante cuatro siglos había mantenido a raya sin ayuda a las hordas islámicas, por un lado, y a las tribus bárbaras del norte, por otro, estaba destrozado. Nunca volvería a ser lo que había sido, y durante algún tiempo el imperio estuvo a merced del enemigo turco.

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