Constantinopla (29 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

De nuevo, las provincias imperiales fueron asoladas incluso con más saña de lo que habían hecho los normandos que habían operado más al sur. Hacia finales de la década de 1080, los bárbaros llegaron hasta las mismas murallas de Constantinopla. Con un suspiro de cansancio, Alejo usó su mejor arma. Ofreció a los jefes cumanos oro y les incluyó en el servicio imperial. Como auxiliares bizantinos, se volvieron contra sus antiguos aliados, los pechenegos, y en 1091 les infligieron una seria derrota. A partir de entonces, los pechenegos, gravemente afectados, empezaron a caer en decadencia. La amenaza bogomila se desvaneció también, aunque la secta continuó haciendo conversos entre los eslavos de los Balcanes y siguió siendo una fuerza considerable durante dos siglos más.

Así que en la primera década de su reinado, Alejo I había hecho maravillas sólo con aguantar. De una manera u otra, su reinado se vio simbolizado por el hecho de que su punto central, la estatua de Apolo (con la cabeza de Constantino), que había estado en la plaza del mercado a lo largo de siete siglos, fue alcanzada por un rayo y al fin cayó. Podía ser el símbolo de la caída final del imperio. Pero se entendió como manifestación del desagrado divino por tratarse de un monumento secular y por su origen pagano. En su lugar, se colocó una cruz de oro sobre una columna, y de hecho la mayor parte de los problemas de Alejo se los produjeron guerreros que llevaban la cruz como insignia.

Los guerreros de la cruz

En 1092 murió el sultán turco Malik Shah, y con él murió el verdadero poder seléucida. Todo el reino seléucida se dividió en provincias independientes y turbulentas. Alejo vio su oportunidad. Enfrentando a un jefe seléucida contra otro, podía reconquistar Asia Menor y recuperarse de la colosal derrota de Manzikert.

No obstante, lo que necesitaba eran soldados. Los normandos se habían marchado, los pechenegos estaban destrozados, los cumanos estaban a su servicio, los bogomilos tranquilos; pero el imperio (o lo que quedaba de él) no estaba en condiciones de combatir. En su momento culminante su ejército no contó con más de 50.000 hombres, en su mayoría mercenarios en los cuales sólo se podía confiar hasta un cierto grado. Tenía que conservarlos desesperadamente, y nunca podía arriesgarse a bajas importantes, ni siquiera en aras de una victoria. Era extremadamente frustrante ver escapar una espléndida oportunidad de recuperarse de una derrota por falta de soldados.

Alejo pensó que había encontrado la solución. Había utilizado enemigos contra enemigos, por ejemplo, cumanos contra pechenegos. En concreto había utilizado a mercenarios turcos contra los normandos y en aquel momento no veía nada malo en usar a mercenarios normandos contra los turcos.

Su oportunidad le llegó en 1095, cuando la Iglesia occidental, bajo el papa Urbano II, celebraba un concilio en Italia para tratar de sus asuntos internos. Alejo envió un embajador al concilio, quien pidió que fuesen voluntarios a Constantinopla para unirse a la lucha contra los turcos. El emisario insinuó que, a cambio, tal vez Alejo se mostrara dispuesto a resolver el cisma entre las ramas oriental y occidental de la Iglesia.

Al papa le pareció como si Oriente estuviera por fin dispuesto a aceptar la supremacía pontificia. No hubo forma de que Urbano se resistiera a tragar el anzuelo de conseguir la victoria final, después de siete siglos de guerra eclesiástica. Por consiguiente, convocó otro concilio eclesiástico que se reuniría en Clermont, en Francia, en noviembre de 1095, para tratar en concreto el problema de la derrota de los turcos seléucidas. No sólo asistió el clero, sino también la nobleza, y Urbano pronunció un discurso conmovedor exhortando a los señores occidentales a que dejaran de luchar entre sí y se unieran contra el infiel.

Pero Urbano se excedió, y tanto él como Alejo se pillaron los dedos. Alejo quería un contingente de caballeros occidentales (con caballos y armamento) para ir a Constantinopla como mercenarios que le jurasen fidelidad y que se agotasen en el combate destinado a recuperar Asia Menor para el imperio. Sin embargo, Urbano, en su esfuerzo por levantar una fuerza de este tipo, consiguió despertar un entusiasmo histérico que se desmandó instantáneamente.

Una vasta fiebre se extendió por Francia. A los occidentales no les importaba en absoluto Constantinopla, ni Alejo. Según la opinión popular, los bizantinos eran heréticos, igual de malos que los turcos. Desde luego, lo que los occidentales querían era derrotar al turco bajo la jefatura de Dios y del papa (y no del herético Alejo), y apoderarse de Tierra Santa (no de Asia Menor) para sí mismos (no para los bizantinos).

Incluso antes de que los caballeros occidentales pudieran organizarse, el campesinado de Europa occidental se puso en marcha tumultuosamente hacia el este. No sabían adónde iban, ni lo que harían una vez que llegasen; sólo tenían una palabra mágica, «Jerusalén», en sus oídos. Carecían de víveres y sus únicas posibilidades de comer consistían en devastar la campiña por donde pasaban; su única diversión era matar judíos o cualquier otra persona que les pareciera sospechosamente diferente. Parecían una plaga asesina de langostas, y los que topaban en su camino se defendían desesperadamente. Murieron a millares al pasar por Hungría, pero por fin unos 12.000 sobrevivieron para invadir Constantinopla.

Alejo estaba horrorizado. Ciertamente no deseaba esa chusma turbulenta. No podía ni controlarla ni utilizarla, así que optó por la única salida posible. Los embarcó y los mandó al otro lado de los estrechos, a Asia Menor, indicándoles: «Por ahí se va a Jerusalén»; y los abandonó a los turcos. Y, efectivamente, los turcos se encargaron de ellos: mataron a la mayoría y esclavizaron a los que quedaban.

Entretanto, no obstante, los caballeros de Europa occidental se habían organizado y estaban preparados para marchar hacia el este. Cosieron cruces en sus ropas para indicar que combatían por el cristianismo. Por esta razón, su expedición era una Cruzada (de la palabra española «cruz»), y esta expedición fue la Primera Cruzada.

Los jefes de la Primera Cruzada, esos guerreros de la cruz, eran casi todos nobles franceses o normandos de segundo rango. Entre julio de 1096 y mayo de 1097, sus contingentes llegaron gradualmente a Constantinopla. Casi de inmediato, Alejo se arrepintió de haber provocado aquello. La chusma había sido bastante horrible, pero se había librado de ella fácilmente. Pero ¿y estos altivos caballeros occidentales que estaban convencidos de que los «heréticos» orientales eran despreciables, y de que ellos eran los soldados de Dios, y no de Alejo? No sabían nada del ritual bizantino y ofendieron a la corte con sus modales groseros y sus maneras ignorantes.

Además, no se dieron cuenta de que Alejo se consideraba a sí mismo, y era considerado por su pueblo, emperador romano. Ellos (y los cruzados posteriores) persistían en considerarle el Rey de los griegos, un título altamente ofensivo para los bizantinos, muy conscientes de su historia. Y lo peor de todo es que a esta primera cruzada se unió, y fue uno de sus jefes principales, el propio Bohemundo, el mismo Bohemundo que había luchado contra Alejo una década antes y casi le había derrotado. Alejo debía mirarles, y a Bohemundo en particular, con considerable aprensión. No se atrevió a oponerse a su comportamiento altanero ni a los desórdenes que provocaron en la capital, a sus riñas y a sus robos. Después de todo, si les hubiera dado por atacar el palacio y apoderarse de Constantinopla, podrían haberlo hecho.

Sólo tenía dos cartas que jugar. En primer lugar, la riqueza y la magnificencia de la gran ciudad podían provocar la codicia de los cruzados, pero a la vez les impresionaba el poder del emperador (impresión que era mayor que la realidad), y estaban acobardados. En segundo lugar, los caballeros se odiaban entre sí al menos con la misma cordialidad con que odiaban a los bizantinos, y mientras cada uno maniobraba para asegurarse de que ninguno de los demás pudiera apoderarse de demasiadas rosas, Alejo tuvo la oportunidad de vencerlos a todos.

Su tarea principal fue tratar de que quedara perfectamente claro para los caballeros que luchaban bajo las órdenes imperiales y de acuerdo a los propósitos imperiales. Por esta razón, Alejo insistió en que juraran fidelidad a su persona y en que todos consintieran en devolver todo el territorio reconquistado en Asia Menor al imperio. Con mayor o menor resistencia, todos los caballeros hicieron el juramento, pero ninguno lo hizo en serio. No veían ninguna razón para cumplir con un juramento hecho a un hereje.

Alejo tampoco depositó ninguna confianza en los caballeros, tanto si juraban como si no lo hacían. No se fiaba de ellos, y tenía la intención de hacer todo lo posible para que no consiguieran demasiado poder. Si iban a reconquistar Asia Menor para él, podían morir en el intento; en realidad, deseaba que ocurriera así.

El resultado fue que, pasara lo que pasara, cada bando sospechaba de la deslealtad del otro, lo cual demostró ser cierto. En junio de 1097, Alejo embarcó a los cruzados para Asia Menor, y éstos comenzaron su acción poniendo sitio a la ciudad de Nicea, no muy lejos al otro lado del pequeño mar de Constantinopla.

Si la tomaban, tenían la obligación moral de entregarla al emperador, pero no veían ninguna razón para no saquearla antes. Los defensores sabían que su intención era ésta, y preferían ser conquistados por los civilizados bizantinos. Por lo tanto, se entregaron al emperador, que envió tropas a toda prisa a la ciudad antes de que los cruzados pudieran comenzar el saqueo. Naturalmente, los cruzados se sintieron engañados y airados. Entonces los cruzados partieron hacia el sur, derrotaron a los turcos en Doryleum, en el centro de Asia Menor, y siguieron presionando en dirección a Tierra Santa, cuya reconquista era su objetivo.

Alejo envió sólo un pequeño contingente con ellos, como fuerza simbólica. El y el ejército imperial central se mantuvieron detrás, para reducir y apoderarse de las fortalezas turcas en Asia Menor, cuya reconquista era su meta. Los cruzados se sintieron abandonados por un emperador cuya preocupación por sus propias tropas consideraban simplemente como una cobardía griega.

De todos modos, las dos partes se salieron con la suya hasta cierto punto. Los cruzados, que sufrían espantosas bajas tanto por las condiciones ambientales como por los turcos, avanzaron, sin embargo, por su simple peso y obstinación, y de hecho volvieron a apoderarse de toda la costa situada en el extremo oriental del Mediterráneo. El 15 de julio de 1099, volvieron a tomar Jerusalén, a cuyos habitantes sometieron a una horrenda matanza en nombre de su dulce Jesús.

Entretanto, Alejo había reconquistado el tercio occidental de Asia Menor, y con el tiempo toda la costa de la península. Pero el dominio seléucida se mantuvo firme en el interior oriental, de forma que los resultados de Manzikert no cambiaron por completo. Los cruzados conservaron Tierra Santa para sí mismos, y en este caso Alejo no podía realmente decir nada. Era cierto que la región había sido ocupada por el imperio en los tiempos de Heraclio, pero Alejo no tenía fuerza para retenerla.

Existía, sin embargo, una región de contención en el punto en el que la franja de territorio cruzado lindaba con Asia Menor. Allí estaba la antigua ciudad de Antioquia. Alejo la deseaba enormemente y cuando los cruzados la estaban poniendo sitio, hizo avanzar a su ejército victorioso hasta entonces para unirse al sitio y tomar la ciudad. Se encontró con unos cruzados asustados que huían hacia el oeste con la noticia de que el ejército cruzado había sido destruido. Desalentado, Alejo se retiró. Pero el ejército de los cruzados no estaba destruido, y finalmente tomó Antioquia. Una vez hecho esto sin la ayuda de los bizantinos, los cruzados se negaron a entregarla al emperador. Y para colmo de desgracias, el cruzado que decía ser su dueño era nada menos que Bohemundo.

Bohemundo no sólo tuvo que luchar contra Alejo, sino también contra los turcos y contra otro colega cruzado, Raimundo de Toulouse. Bohemundo tuvo que marcharse de Antioquia por la fuerza, volvió a Italia e intentó reunir otro ejército, no contra los turcos, sino contra el imperio. Una vez más, invadió el imperio desde el oeste al Igual que había hecho su padre veinte años antes. Esta vez sufrió una rápida derrota, y en 1108 tuvo que firmar un tratado aceptando el control imperial de Antioquia. Pasó los tres años restantes de su vida en Italia, amargado y derrotado, pero Alejo (incluso con el papel firmado que poseía) no pudo entrar en Antioquia, que estaba ya en manos de otros cruzados.

La gloria final

Cuando murió Alejo I en 1118, a los setenta años, después de un agotador reinado de treinta y siete años, tuvo la satisfacción de saber que al final había derrotado a todos sus enemigos y que el imperio, que parecía estar al borde de disolverse cuando tomó el trono, era fuerte y estable en el momento de su muerte. Si no era ya una gran potencia (continuaba necesitando de la ayuda occidental), al menos mantenía la ilusión de serlo.

Desde luego, si su influencia política y militar estaba en decadencia, su influencia intelectual era más importante que nunca. Los occidentales que llegaron en tropel a Constantinopla para seguir hacia Tierra Santa se contagiaron de la cultura oriental, y la llevaron de vuelta consigo cuando retornaron a sus casas.

El Código de Justiniano, con sus enmiendas hasta los tiempos de León VI, llegó a Italia y formó la base de las enseñanzas de derecho en las universidades italianas. Desde allí se difundió paulatinamente por Europa occidental, propagando el concepto bizantino del derecho divino de los reyes y estimulando el auge de la monarquía absoluta (no llegó a Inglaterra, que se desarrolló siguiendo una ruta política diferente, lo cual tuvo gran significación para la historia).

La cultura bizantina floreció bajo la dinastía Comneno, de manera que había muchas cosas con que contagiar a Occidente. Juan Italus (llamado así porque fue obligado por la invasión normanda del sur de Italia a marcharse a Constantinopla) fue el sucesor de Psellus en la Universidad de Constantinopla. Enseñó las doctrinas del gran filósofo griego Aristóteles, y sostuvo que era posible dedicarse a la investigación filosófica con independencia de la teología. La tradicionalista Iglesia de Constantinopla no pudo soportarlo, e Italus fue juzgado por herejía, condenado y obligado a retractarse públicamente en Hagia Sofía en 1082. Sin embargo, sus enseñanzas aristotélicas influyeron en figuras posteriores, y encontraron por fin el modo de llegar a Occidente.

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