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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (21 page)

—El joven romántico no quería discusiones —dijo Carlitos —. Quería acciones epónimas, bombas, disparos, asaltos a cuarteles. Muchas novelas, Zavalita.

—Ya sé que te fastidia hablar para defender la huelga —dijo Aída —. Pero consuélate, a ves que todos los apristas están en contra. Y sin esos, la Federación rechazará nuestra moción.

—Debían inventar una pastilla, un supositorio contra las dudas, Ambrosio —dice Santiago —. Fíjate qué lindo, te lo enchufas y ya está: creo.

Levantó la mano y comenzó a hablar antes que Saldívar le diera la palabra: la huelga consolidaría los Centros, foguearía a los delegados, las bases apoyarían porque ¿acaso no habían demostrado su confianza en ellos eligiéndolos? Tenía las manos en los bolsillos y se clavaba las uñas.

—Igual que cuando hacía el examen de conciencia, los jueves, antes de la confesión —dijo Santiago —. ¿Había soñado con calatas porque había querido soñar con ellas o porque quiso el diablo y no pude impedirlo? ¿Estaban ahí en la oscuridad como intrusas o como invitadas?

—Estás equivocado, sí tenías pasta de militante —dijo Carlitos —. Si tuviera que defender ideas contrarias a las mías, me saldrían rebuznos o gruñidos o píos.

—¿Qué es lo que haces en
La Crónica
? —dijo Santiago —. ¿Qué es lo que hacemos a diario, Carlitos?

Santos Vivero levantó la mano, había escuchado las intervenciones con una expresión de suave desasosiego, y antes de hablar cerró los ojos y tosió como si todavía dudara.

—La tortilla se volteó en el último minuto —dijo Santiago —. Parecía que los apristas estaban en contra, que no habría huelga. Quizá todo hubiera sido diferente entonces, yo no hubiera entrado a
La Crónica
, Carlitos.

Él pensaba, compañeros y camaradas, que lo fundamental en estos momentos no era la lucha por la reforma universitaria, sino la lucha contra la dictadura. Y una manera eficaz de luchar por las libertades públicas, la liberación de los presos, el retorno de los desterrados, la legalización de los partidos, era, compañeros y camaradas, forjando la alianza obrero-estudiantil, o, como había dicho un gran filósofo, entre trabajadores manuales e intelectuales.

—Si citas a Haya de la Torre otra vez, te leo el
Manifiesto Comunista
—dijo Washington —. Lo tengo aquí.

—Pareces una puta vieja que recuerda su juventud, Zavalita —dijo Carlitos —. En eso tampoco nos parecemos. Lo que me ocurrió de muchacho se me borró y estoy seguro que lo más importante me pasará mañana. Tú parece que hubieras dejado de vivir cuando tenías dieciocho años.

—No lo interrumpas que se puede arrepentir —susurró Héctor. —¿No ves que está a favor de la huelga?

Sí, ésta podía ser una buena oportunidad, porque los compañeros tranviarios estaban demostrando valentía y combatividad, y su sindicato no estaba copado por los amarillos. Los delegados no debían seguir ciegamente a las bases, debían mostrarles el rumbo: despertarlas, compañeros y camaradas, empujarlas a la acción.

—Después de Santos Vivero, los apristas comenzaron a hablar de nuevo, y nosotros de nuevo —dijo Santiago —. Salimos de la academia de billar de acuerdo y esa noche la Federación aprobó una huelga indefinida de solidaridad con los tranviarios. Caí preso exactamente diez días después, Carlitos.

—Fue tu bautizo de fuego —dijo Carlitos —. Mejor dicho, tu partida de defunción, Zavalita.

IX

—O sea que hubiera sido mejor para ti quedarte en la casa, no ir a Pucallpa —dice Santiago.

—Sí, mucho mejor —dice Ambrosio —. Pero quién iba a saber, niño..

Pero qué bonito que habla, gritó Trifulcio. Había ralos aplausos en la Plaza, una maquinita, algunos vivas. Desde la escalerilla de la tribuna, Trifulcio veía a la muchedumbre rizándose como el mar bajo la lluvia. Le ardían las manos pero seguía aplaudiendo.

—Primero, quién te mandó gritar Viva el Apra a la Embajada de Colombia —dijo Ludovico. — Segundo, quiénes son tus compinches. Y tercero, dónde están tus compinches. De una vez, Trinidad López.

—Y a propósito —dice Santiago. ¿Por qué te fuiste de la casa?

—Asiento Landa, ya hemos estado parados bastante rato en el Te Deum —dijo don Fermín —. Asiento, don Emilio.

—Ya estaba cansado de trabajar para los demás —dice Ambrosio —. Quería probar por mi cuenta, niño.

A ratos gritaba viva —don —Emilio —Arévalo, a ratos viva —el —general —Odría, a ratos Arévalo —Odría. Desde la tribuna le habían hecho gestos, dicho no lo interrumpas mientras habla, requintado entre dientes, pero Trifulcio no obedecía: era el primero en aplaudir, el último en dejar de hacerlo.

—Me siento ahorcado con esta pechera —dijo el senador Landa —. No soy para andar de etiqueta. Yo soy un campesino, qué diablos.

—Ya, Trinidad López —dijo Hipólito —. Quién te mandó, quiénes son y dónde están. De una vez.

—Yo creía que mi viejo te despidió —dice Santiago.

—Ya sé por qué no le aceptó a Odría la senaduría por Lima, Fermín —dijo el senador Arévalo —. Por no ponerse frac ni tongo.

—Qué ocurrencia, al contrario —dice Ambrosio —. Me pidió que siguiera con él y yo no quise. Vea qué equivocación, niño.

A ratos se acercaba a la baranda de la tribuna, encaraba a la muchedumbre con los brazos en alto, ¡tres hurras por Emilio Arévalo!, y él mismo rugía ¡hurrá!, ¡tres hurras por el general Odría!, y estentóreamente ¡rrá rrá rrá!

—El Parlamento está bien para los que no tienen nada que hacer —dijo don Fermín —. Para ustedes, los terratenientes.

—Ya me calenté, Trinidad López —dijo Hipólito —. Ahora sí que me calenté, Trinidad.

—Sólo me metí en esta macana porque el Presidente insistió para que encabezara la lista de Chiclayo —dijo el senador Landa —. Pero ya me estoy arrepintiendo. Voy a tener que descuidar “Olave”. Esta maldita pechera.

—¿Cómo supiste que el viejo se murió? —dice Santiago.

—No seas farsante, la senaduría te ha rejuvenecido diez años —dijo don Fermín —. Y no puedes quejarte, en unas elecciones como éstas se es candidato con gusto.

—Por el periódico, niño —dice Ambrosio —. No se imagina la pena que me dio. Porque qué gran hombre fue su papá.

Ahora la Plaza hervía de cantos, murmullos y vítores. Pero al estallar en el micro, la voz de don Emilio Arévalo apagaba los ruidos: caía sobre la Plaza desde el techo de la Alcaldía, el campanario, las palmeras, la glorieta. Hasta en la Ermita de la Beata había colocado Trifulcio un parlante.

—Alto ahí, las elecciones serían fáciles para Landa, que corrió solo —dijo el senador Arévalo —. Pero en mi departamento hubo dos listas, y ganar me ha costado la broma de medio millón de soles.

—Ya viste, Hipólito se calentó y te dio —dijo Ludovico —. Quién, quiénes, dónde. Antes que Hipólito se caliente de nuevo, Trinidad.

—No tengo la culpa de que la otra lista por Chiclayo tuviera firmas apristas —se rió el senador Landa —. La tachó el Jurado Electoral, no yo.

¿Y qué se hicieron las banderas?, dijo de pronto Trifulcio, los ojos llenos de asombro. Él tenía la suya prendida en la camisa, como una flor. La arrancó con una mano, la mostró a la multitud en un gesto desafiante. Unas cuantas banderitas se elevaron sobre los sombrerones de paja y los cucuruchos de papel que muchos se habían fabricado para protegerse del sol. ¿Dónde estaban las otras, para qué se creían que eran, por qué no las sacaban? Calla negro, dijo el que daba las órdenes, todo está saliendo bien. Y Trifulcio: se empujaron el trago pero se olvidaron de las banderitas, don. Y el que daba las órdenes: déjalos, todo está muy bien. Y Trifulcio: sólo que la ingratitud de éstos da cólera, don.

—¿De qué enfermedad se murió su papá, niño? —dice Ambrosio.

—A Landa estos trajines electorales lo han rejuvenecido, pero a mí me han sacado canas —dijo el senador Arévalo —. Basta de elecciones. Esta noche cinco polvos.

—Del corazón —dice Santiago —. O de los colerones que le di.

—¿Cinco? —se rió el senador Landa —. Cómo te va a quedar el culo, Emilio.

—Y ahora Hipólito se arrechó —dijo Ludovico —. Ay mamita, ahora sí que te llegó, Trinidad.

—No diga eso, niño —dice Ambrosio —. Si don Fermín lo quería tanto. Siempre decía el flaco es al que quiero más.

Solemne, marcial, la voz de don Emilio Arévalo flotaba sobre la Plaza, invadía las calles terrosas, se perdía en los sembríos. Estaba en mangas de camisa, accionaba y su anillo relampagueaba junto a la cara de Trifulcio. Levantaba la voz, ¿se había puesto furioso? Miró a la multitud: caras quietas, ojos enrojecidos de alcohol, aburrimiento o calor, bocas fumando o bostezando. ¿Se había calentado porque no lo estaban escuchando?

—Tanto codearte con la chusma en la campaña electoral, te has contagiado —dijo el senador Arévalo —. No hagas esos chistes cuando discursees en el senado, Landa.

—Tanto, que sufrió una barbaridad cuando usted se escapó de la casa, niño —dice Ambrosio.

—Bueno, el gringo me ha dado sus quejas, se trata de eso —dijo don Fermín —. Que ya pasaron las elecciones, que hace mala impresión a su gobierno que siga preso el candidato de la oposición: Esos gringos formalistas, ya saben.

—Iba cada día donde su tío Clodomiro a preguntarle por usted dice Ambrosio —. Qué sabes del flaco, cómo está el flaco.

Pero de pronto don Emilio dejó de gritar y sonrió y habló como si estuviera contento. Sonreía, su voz era suave, movía la mano, parecía que arrastrara una muleta y el toro pasara besándole el cuerpo. La gente de la tribuna sonreía, y Trifulcio, aliviado, sonrió también.

—Ya no hay razón para que siga preso, lo van a soltar en cualquier momento —dijo el senador Arévalo —. ¿No se lo dijo al Embajador, Fermín?

—Vaya, te pusiste a hablar —dijo Ludovico —. O sea que no te gustan los golpes sino los cariños de Hipólito. ¿Que qué dices, Trinidad?

—Y también a la pensión de Barranco donde usted vivía —dice Ambrosio. Y a la dueña qué hace mi hijo, cómo está mi hijo.

—No entiendo a los gringos de mierda —dijo el senador Landa —. Le pareció muy bien que se encarcelara a Montagne antes de las elecciones y ahora le parece mal. Nos mandan embajadores de circo, estos.

—¿Iba a la pensión a preguntar por mí?. —dice Santiago.

—Claro que se lo dije, pero anoche hablé con Espina y tiene escrúpulos —dijo don Fermín —. Que hay que esperar, que si se suelta a Montagne ahora podrá pensarse que se lo encarceló para que Odría ganara las elecciones sin competidor, que fue mentira lo de la conspiración.

—¿Que tú eres el brazo derecho de Haya de la Torre? —dijo Ludovico —. ¿Que tú eres el verdadero jefe máximo del Apra y Haya de la Torre tu cholito, Trinidad?

—Claro, niño, todo el tiempo —dice Ambrosio. —Le pasaba plata a la dueña de la pensión para que no le contara a usted.

—Espina es un cojudo sin remedio —dijo el senador Landa —. Por lo visto se cree que alguien se tragó el cuentanazo de la conspiración. Hasta mi sirvienta sabe que a Montagne lo encerraron para que dejara el campo libre a Odría.

—No nos vas a tomar el pelo así, papacito —dijo Hipólito —. ¿Estás queriendo que te zampe el huevo a la boca o qué, Trinidad?

—El señor creía que usted se enojaría si se enteraba —dice Ambrosio.

—La verdad es que apresar a Montagne fue una metida de pata —dijo el senador Arévalo —. No sé por qué aceptaron que hubiera un candidato de oposición si a última hora iban a dar marcha atrás y a encarcelarlo. La culpa la tienen los consejeros políticos. Arbeláez, el idiota de Ferro, incluso usted, Fermín.

—Ya ve cuánto lo quería su papá, niño —dice Ambrosio.

—Las cosas no salieron como se esperaba, don Emilio —dijo don Fermín —. Nos podíamos llevar un chasco con Montagne. Además, yo no fui partidario de que se lo encarcelara en fin, ahora hay que tratar de componer las cosas.

Ahora gritaba, sus manos eran dos aspas, y su voz ascendía y tronaba como una gran ola que de pronto se rompió ¡viva el Perú! Una salva de aplausos en la tribuna, una salva en la Plaza. Trifulcio agitaba su banderita, viva —don —Emilio —Arévalo, ahora sí muchas banderas asomaron sobre las cabezas, viva —el —general —Odría, ahora sí. Los parlantes roncaron un segundo, luego inundaron la Plaza con el Himno Nacional.

—Yo le di mi opinión a Espina cuando me anunció que iba a detener a Montagne con el pretexto de una conspiración —dijo don Fermín —. No se lo va a tragar nadie, va a perjudicar al General, ¿acaso no tenemos gente segura en el Jurado Electoral, en las mesas? Pero Espina es un imbécil, sin ningún tacto político.

—Así que el jefe máximo, así que mil apristas van a asaltar la Prefectura para rescatarte —dijo Ludovico —. Así que crees que haciéndote el loco nos vas a cojudear, Trinidad.

—No me crea un curioso, pero ¿por qué se escapó de la casa esa vez, niño? —dice Ambrosio —. ¿No estaba bien donde sus papás?

Don Emilio Arévalo estaba sudando; estrechaba las manos que convergían hacia él de todos lados, se limpiaba la frente, sonreía, saludaba, abrazaba a la gente de la tribuna, y la armazón de madera se bamboleaba, mientras don Emilio acudía hacia la escalerilla. Ahora te tocaba a ti, Trifulcio.

—Demasiado bien, por eso me fui. —dice Santiago —. Era tan puro y tan cojudo que me fregaba tener la vida tan fácil y ser un niño decente.

—Lo curioso es que la idea de encarcelarlo no fue del Serrano —dijo don Fermín —. Ni de Arbeláez ni de Ferro. El que los convenció, el que se empeñó fue Bermúdez.

—Tan puro y tan cojudo que creía que jodiéndome un poco me haría hombrecito, Ambrosio —dice Santiago.

—Que todo eso fue obra de un directorcito de gobierno, de un empleadito, tampoco me lo trago —dijo el senador Landa —. Eso lo inventó el Serrano Espina para echarle la pelota a alguien si las cosas salían mal.

Trifulcio estaba ahí, al pie de la escalerilla, defendiendo a codazos su sitio, escupiéndose las manos, la mirada fanáticamente incrustada en las piernas de don Emilio que se acercaban mezcladas con otras, el cuerpo tenso, los pies bien apoyados en la tierra: a él, le tocaba a él.

—Lo tienes que creer porque es la verdad —dijo don Fermín —. Y no lo basurees mucho. Como quien no quiere la cosa, ese empleadito se está convirtiendo en hombre de confianza del General.

—Ahí lo tienes, Hipólito, te lo regalo —dijo Ludovico —. Quítale las locuras al jefe máximo de una vez.

—Entonces ¿no se fue porque tenía distintas ideas políticas que su papá? —dice Ambrosio.

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