Cordero (39 page)

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Authors: Christopher Moore

A medida que avanzábamos hacia las tierras bajas, el aire se volvía tan denso que parecía de nata tibia y, tras tantos años pasados en las montañas, sentíamos su peso en los pulmones. Llegamos a un valle surcado por un río ancho, de aguas turbias, y el camino se llenó de gente que entraba y salía de una ciudad de chozas de madera y altares de piedra. Por todas partes se veían vacas con joroba, que pastaban incluso en los huertos, aunque nadie parecía prestarles la más mínima atención.

—La última carne que comí fue la que quedó de nuestros camellos —dije.

—A ver si encontramos un carnicero y compramos un poco de ternera.

Había mercaderes junto al camino. Vendían objetos diversos, recipientes de arcilla, polvos, hierbas, especias, filos de espada de cobre y de bronce (el hierro parecía escasear), y unas tallas diminutas de lo que parecían ser mil dioses distintos, casi todos ellos con más extremidades de las necesarias, y ninguno con cara de buenos amigos.

Encontramos legumbres, panes, frutas, verduras y purés confeccionados con alubias de distintas clases, pero en ninguna parte vimos carne. Compramos pan y unos purés especiados de legumbres, le pagamos a la mujer con una moneda romana de cobre, y nos sentamos bajo un baniano a contemplar el río mientras comíamos.

Yo me había olvidado ya del olor de las ciudades, de la mezcla fétida de personas, desperdicios, humo y animales. Ya empezaba a añorar el aire puro de las montañas.

—No quiero dormir aquí, Josh. A ver si encontramos algún sitio en el campo.

—Se supone que debemos seguir el curso de este río hasta el mar, si queremos llegar a Tamil. Allí donde va el río, allí va la gente.

El curso fluvial, mayor que ninguno de los que atravesaban Israel, era ancho y poco profundo. El lodo teñía sus aguas de amarillo. Parecía más una charca inmensa y estancada que algo vivo, en movimiento. Al menos en aquella estación. Salpicando la superficie, media docena de hombres desnudos, esqueléticos, con el pelo blanco enmarañado, sin apenas dientes, declamaban poesías airadas, a voz en cuello, mientras se echaban agua en la cabeza juntando las manos.

—Me pregunto qué tal le irá a mi primo Juan —comentó Josh.

La orilla era una sucesión de mujeres lavando la ropa. Había recién nacidos a pocos pasos de donde las vacas se remojaban y defecaban, de donde los hombres pescaban o empujaban unas barcas largas y planas valiéndose de largas pértigas, de donde los niños más crecidos nadaban o jugaban en el barro. Aquí y allí, el cuerpo sin vida de algún perro flotaba, cubierto de moscas, llevado por la escasa corriente.

—Tal vez haya algún camino que se interne un poco en el campo, y nos aleje de este hedor.

Joshua asintió y se puso en pie.

—Ahí está —dijo, señalando un sendero que se iniciaba en la otra orilla del río y se perdía entre las hierbas altas.

—Tendremos que cruzar —observé.

—Estaría bien que encontráramos un bote que nos llevara —dijo Josh.

—¿Y no crees que deberíamos preguntar antes adónde conduce ese camino?

—No —respondió Joshua, observando a la multitud de personas que empezaba a congregarse a nuestro alrededor y nos miraba—. Todas estas personas parecen hostiles.

¿Qué era aquello que le dijiste a Gaspar sobre que el amor es un estado en el que se habita, o algo así?

—Sí, pero no con esta gente. Esta gente da miedo. Vámonos.

Aquel hombrecillo raro y moreno que tiraba de mí a través de las altas hierbas se llamaba Rumi, y en su defensa diré que, en el caos de nuestra huida desesperada por la inmensa ciénaga, seguidos por una banda de entusiastas gritones que no dejaban de agitar sus instrumentos de decapitación, Rumi logró encontrar un tigre, lo que no es poco cuando, además, tienes que tirar de un maestro de kung-fu y del Salvador del mundo.

—Joder, un tigre —dijo Rumi al toparse con un pequeño claro, que más que claro era una parte del terreno más hundida, en la que un gato del tamaño de Jerusalén se dedicaba, tranquilamente, a mordisquear la calavera de un ciervo.

Rumi había expresado mis sentimientos a la perfección, pero no pensaba permitir que mis últimas palabras fueran «Joder, un tigre», así que escuché con atención el sonido de mi orina al descender en cascada sobre mis zapatos.

—Es raro que con tanto ruido no se haya asustado —comentó Joshua justo en el momento en que el tigre apartaba la vista del ciervo y la levantaba.

Me fijé en que quienes nos perseguían se acercaban a nosotros por momentos.

—Así es como suele ser —aclaró Rumi—. El ruido lleva al tigre hasta el cazador.

—Tal vez el tigre lo sepa —dije yo—, y por eso no se va. Son más grandes de lo que imaginaba. Los tigres, digo.

—Siéntate —me ordenó Joshua.

—¿Cómo dices?

—Hazme caso —insistió—. ¿Te acuerdas de aquella cobra, cuando éramos niños?

Asentí, mirando a Rumi, y tiré de él para que se sentara. El tigre se agazapó y tensó las patas traseras, como si se preparara para saltar, que era exactamente lo que estaba haciendo. Cuando el primero de quienes nos perseguían apareció en el claro, detrás de nosotros, el tigre saltó, pasando por encima de nuestras cabezas a mucha altura. Se abalanzó sobre los primeros dos hombres que surgieron de entre las hierbas, aplastándolos bajo sus inmensas zarpas, antes de arañarles la espalda en una segunda embestida. Después de aquello, lo único que vi fueron las puntas de las espadas esparcidas contra el cielo, a medida que aquellos hombres eran... bueno, ya me entendéis. Gritaban los cazadores, gritaban sus mujeres, gritaba el tigre, y los dos hombres que habían caído bajo sus garras se pusieron en pie y retrocedieron, cojeando, y gritando también.

Rumi miraba al ciervo muerto, después miraba a Joshua, después a mí, después al ciervo muerto, después a Joshua. Sus ojos parecían aún más grandes que antes.

—Me conmueve profundamente, y me mostraré eternamente agradecido por tu amistad con el tigre, pero éste es su ciervo, y parece que todavía no se lo ha terminado, de modo que tal vez...

—Sigue —le dijo Joshua poniéndose en pie.

—No sé hacia dónde.

—Por ahí no —tercié yo, señalando la vía que habían seguido los malos.

Rumi nos condujo a través de las hierbas altas hasta otro camino, que seguimos hasta llegar a su morada.

—Pero si es un agujero —dije.

—No está tan mal —replicó Joshua mirando a su alrededor. Había otras zanjas en las inmediaciones. Y la gente vivía en ellas.

—Vives en un agujero —insistí.

—Vamos, no te pases —dijo Joshua—. Nos ha salvado la vida.

—Es una humilde zanja, pero es mi hogar —admitió Rumi—. Por favor, sentíos como en vuestra casa.

Miré a mi alrededor. La zanja estaba excavada en un suelo de roca blanda y era muy poco profunda. Había el espacio justo para poder darle la vuelta a una vaca en ella, una dimensión que, como ya descubriría yo luego, era crucial.

La zanja estaba vacía, salvo por una piedra que llegaba a la altura de la rodilla, aproximadamente.

—Sentaos. Podéis hacerlo en la piedra.

Joshua sonrió y se sentó en ella. Rumi lo hizo en el suelo, que estaba cubierto de una gruesa capa de lodo negro.

—Por favor, siéntate —me dijo a mí, señalándome el suelo—. Lo siento, pero solo puedo permitirme una piedra.

No me senté.

—¡Rumi, vives en un agujero! —reiteré.

—Sí, bueno, eso es cierto. ¿Dónde viven los intocables en vuestra tierra?

—¿Intocables?

—Sí, los que están por debajo de los inferiores. La escoria de la tierra. Los de las castas más altas no reconocen siquiera mi existencia. Soy intocable.

—No me extraña; vives en un agujero, joder.

—No —intervino Joshua—. No es que sea intocable porque vive en un agujero, es que vive en un agujero porque es intocable. Aun viviendo en un palacio, seguiría siendo intocable. ¿No es así, Rumi?

—Sí, claro, seguro que va a vivir en un palacio —dije yo. Lo siento, pero es que el tío vivía en un agujero.

—Desde que mi mujer y casi todos mis hijos murieron, hay más sitio —prosiguió Rumi—. Hasta esta mañana me quedaba Vitra, la única ya, pero ella también se ha ido. Tengo mucho sitio para vosotros, si deseáis quedaros.

Joshua posó la mano en el hombro flaco de Rumi, y yo vi al instante el efecto que provocaba en él. El dolor se evaporó de su rostro como el rocío bajo los rayos del sol. A mí me tocaba el papel de malo.

—¿Qué le ha ocurrido a Vitra? —le preguntó Joshua.

—Han venido a llevársela los brahmanes para el sacrificio de la fiesta de Kali. Estaba buscándola cuando os he visto. Capturan a niños y a hombres, a delincuentes. A intocables y a extranjeros. A vosotros también os habrían atrapado, y pasado mañana habrían ofrecido vuestra cabeza a la diosa.

—¿Estás diciendo que tu hija no está muerta? —le pregunté.

—La mantendrán con vida hasta la medianoche del día de la fiesta, y después la matarán junto con los demás niños, sobre los elefantes de madera de Kali.

—Iré a ver a los brahmanes y les pediré que te devuelvan a tu hija —dijo Joshua.

—Te matarán a ti. Vitra ya está perdida. Ni siquiera tu tigre bastaría para salvarla de la destrucción de Kali.

—Rumi —intervine yo—. Mírame, por favor. Explícamelo todo. Lo de los brahmanes, lo de Kali, lo de los elefantes, todo. Y ve despacio, como si yo no supiera nada de nada.

—No hay que tener mucha imaginación para eso —dijo Joshua, violando claramente mis derechos de propiedad tácitos, si no expresados, sobre el sarcasmo (sí, sí, en el hotel vemos Tribunal Popular en la tele, ¿qué pasa?).

—Existen cuatro castas —explicó Rumi—: los brahmanes, o sacerdotes; los chatrias, o guerreros; los vaishias, que son agricultores o mercaderes; y los sudras, que son la mano de obra. Existen muchas castas dentro de cada casta, pero estas son las principales. Todos nacemos en una casta, y permanecemos en esa casta hasta la muerte, y nacemos en una casta superior o en una casta inferior dependiendo de nuestro karma, es decir, de las acciones que hayamos realizado durante nuestra vida anterior.

—Lo del karma ya lo sabemos —le aclaré—. Somos monjes budistas.

—¡Herejes! —susurró Rumi.

—Conmigo no te metas, morenito flaco y de ojos saltones.

—¡Morenito flaco y de ojos saltones tú!

—¡No, morenito flaco y de ojos saltones tú!

—Todos somos morenitos y estamos flacos —terció Joshua, tratando de poner paz.

—Sí, pero él tiene los ojos saltones.

—Y él es un hereje.

—¡Hereje lo serás tú!

—No, hereje lo eres tú.

—Todos somos morenitos, estamos flacos y somos herejes —dijo Joshua, volviendo a rebajar la tensión.

—Bueno, sí, claro, flaco sí soy —admití yo—. Después de seis años sobreviviendo solo con té y de arroz frío... Y llegamos aquí y no venden carne de ternera en ninguna parte.

—¿Comerías ternera? ¡Hereje! —soltó Rumi.

—¡Ya basta!

—No se puede comer carne de vaca. Las vacas son las reencarnaciones de las almas en su tránsito hacia la siguiente vida.

—¡Dios bendito! —dijo Joshua.

—Sí, eso es lo que digo, que son seres sagrados.

Joshua negó con la cabeza, como si tratara de poner en orden sus pensamientos.

—Dices que hay cuatro castas, pero no has mencionado a los intocables.

—Los harijans, o intocables, no somos una casta, somos lo más bajo de lo más bajo. Es posible que debamos vivir muchas vidas antes de ascender al nivel de una vaca, y a partir de ahí ya podemos ascender a una casta superior. Después, si seguimos nuestro dharma, nuestro deber, mientras pertenecemos a esa casta superior, podemos unirnos a Brahma, el espíritu universal de todo. No me creo que no sepáis nada de todo esto. ¿Es que os habéis pasado toda la vida metidos en una cueva?

Estaba a punto de señalar que Rumi no era el más adecuado, precisamente, para criticar nuestro lugar de residencia, pero Joshua me hizo un gesto para que lo dejara correr, y preguntó:

—O sea, que en el sistema de castas, ¿estáis más abajo que las vacas?

—Sí.

—Y los brahmanes no comen carne de vaca, pero se llevan a tu hija y la matan para ofrecérsela a los dioses.

—Y se la comen —dijo Rumi, ladeando la cabeza—. A medianoche, en la vigilia de la fiesta, se la llevarán a ella y a otros niños y los atarán a los elefantes de madera. Les cortarán los dedos y entregarán uno a cada cabeza de familia brahmán. Después recogerán su sangre en un vaso, y todos los habitantes de la casa la probarán. Pueden comerse el dedo, o enterrarlo, para tener buena suerte. Después, a los niños los acuchillan hasta la muerte sobre los elefantes de madera.

—No pueden hacer eso.

—Sí pueden. El culto a Kali puede hacer todo lo que desee. Ésta es su ciudad, Kalighat —(Calcuta, según mi mapa)—. Yo ya he perdido a mi pequeña Vitra. Solo me queda rezar para que se reencarne en un ser superior.

Joshua le dio una palmadita en la mano al intocable.

—¿Por qué has llamado hereje a Colleja cuando te ha dicho que éramos monjes budistas?

—Gautama dijo que un hombre puede unirse a Brahma directamente desde cualquier nivel, sin completar su dharma, y eso es una herejía.

—Pero para ti sería mejor, ¿no? Tú te encuentras en el primer peldaño de la escalera.

—Uno no puede creer en lo que no cree —respondió Rumi—. Yo soy intocable porque así lo dicta mi karma.

—Sí, claro —intervine—. ¿De qué sirve sentarse debajo de un árbol sagrado unas horas, cuando puedes obtener lo mismo a través de miles de vidas de sufrimiento?

—Bueno, eso obviando el hecho de que tú eres un gentil, y que de todos modos vas a sufrir la condena eterna —añadió Josh.

—Sí, obviando totalmente ese hecho, claro.

—De todos modos, tú a tu hija vas a recuperarla —sentenció Joshua.

Joshua quería entrar a toda prisa en Kalighat y exigir que a Rumi le devolvieran a su hija, y que liberaran a todas las demás víctimas en nombre de la bondad y la justicia. La solución que mi amigo proponía siempre pasaba por proceder con justa indignación, y sí, hay un momento y un lugar para eso, pero también hay momentos en los que hay que usar la astucia y el engaño (Eclesiastés 9, o algo así). Afortunadamente, logré convencerlo para que pusiéramos en práctica un plan alternativo, y lo hice recurriendo a una lógica impecable:

—Josh, ¿acaso los tortitas vencieron a los marmitas dirigiéndose a ellos y exigiendo justicia con la punta de las espada? A mí me parece que no. Esos brahmanes les cortan los dedos a los niños, y se los comen. Creo que no hay un mandamiento específico que prohíba el corte de dedos, Josh, pero aun así, yo diría que esta gente piensa de un modo distinto a nosotros. Llaman hereje a Buda, y eso que era uno de sus príncipes. ¿Cómo crees tú que recibirán a un joven moreno y flaco que asegura ser el hijo de un dios que ni siquiera vive en la zona?

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