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Authors: Christopher Moore

Cordero (54 page)

—Puede venirse a Galilea con nosotros —tercié yo, mirando a Joshua, que miró entonces a Simón, como pidiéndole permiso.

—Magda puede hacer lo que desee.

—Lo que yo deseo es largarme de Betania antes de que Jakan recobre el juicio —dijo Magda, entrando en el aposento. Llevaba un sencillo vestido de lana, y el pelo todavía le goteaba. Tenía las sandalias algo manchadas de espuma verde. Avanzó por la sala, se arrodilló y abrazó con fuerza a su hermano, y lo besó en la frente—. Si viene, o manda venir a alguien, dile que sigo aquí.

Noté que Simón sonreía por debajo de las telas que le cubrían el rostro.

—Supongo que no creerás que vendrá y se pondrá a registrarlo todo.

—El muy cobarde —masculló Magda.

—Amén —convine yo—. ¿Cómo has podido vivir tantos años con ese impresentable?

—Transcurrido el primer año, se negaba a acercarse a mí. Impura, claro. Siempre le decía que sangraba.

—¿Durante tantos años?

—Claro. ¿Crees que pasaría la vergüenza de tener que preguntar a los demás miembros del Consejo de los fariseos si a sus esposas les sucedía lo mismo?

—Yo puedo curarte de tu aflicción si me lo permites, Magda —se ofreció Joshua.

—¿Qué aflicción?

—Deberíais iros —dijo Simón—. Os informaré de lo que Jakan haya hecho tan pronto como lo sepa. Si no lo hace él mismo, ya me ocuparé yo de propagar la idea de que si no se divorcia de Magda, su puesto en el sanedrín peligra.

Simón y Marta nos despidieron desde la puerta. Marta parecía el espectro más macizo de su hermana, y Simón parecía, simplemente, un espectro.

Y así fue como pasamos a ser once.

Había luna llena, y el cielo, lleno de estrellas, nos cubría mientras regresábamos a Getsemaní. Desde lo alto del monte de los Olivos, al otro lado del valle del Cedrón, divisamos el templo. Un humo negro se elevaba al cielo; provenía de los fuegos rituales que los sacerdotes encendían noche y día. Yo iba cogido de la mano de Magda mientras recorríamos el olivar de árboles antiguos, y también cuando llegamos al pequeño claro de la almazara, donde nos dispusimos a pasar la noche. Felipe y Natanael habían encendido una hoguera, y había dos desconocidos sentados junto a ellos. Al ver que nos acercábamos, todos se pusieron en pie. Felipe me dedicó una mirada severa, que me sorprendió, hasta que recordé que había estado presente en las bodas de Caná, y que había visto bailar a Joshua y a Magda. Creía que intentaba robarle la novia al Mesías. Y yo le solté la mano.

—Señor —dijo Natanael, atusándose los cabellos rubios—. Dos nuevos discípulos. Son Tadeo y Tomás los Gemelos.

Tadeo se acercó a Joshua. Era de mi misma edad y mi misma estatura, y llevaba una túnica de lana raída. Estaba tan flaco que parecía pasar mucha hambre. Lucía un corte de pelo romano, pero que parecía hecho con una piedra poco afilada. No sabía por qué, pero su rostro me resultaba familiar.

—Rabino, te oí predicar cuando acompañabas a Juan. Llevo dos años con él.

¡Ah, claro!, era seguidor de Juan, de eso me sonaba, aunque no recordaba haberlo conocido. Que lo fuera explicaba, además, su delgadez extrema.

—Bienvenido, Tadeo —le dijo Joshua—. Éstos son Colleja y María Magdalena, discípulos y amigos.

—Llámame Magda —dijo Magda.

Joshua se acercó entonces a Tomás los Gemelos, que era un solo hombre, más joven, de tal vez unos veinte años, y con una barba que parecía de plumón de pato en algunos lugares. Sus ropas eran mejores que las de todos los demás.

—Y Tomás.

—No lo hagas, estás aplastando a Tomás Dos —gritó Tomás.

Natanael empujó al Mesías a un lado y le susurró en voz demasiado alta: —Él es el único que ve a su gemelo, los demás no podemos. Tú mismo dijiste que debíamos tener piedad de los demás, de modo que no le hemos dicho que está loco.

—También de ti hemos de apiadarnos —le dijo Joshua.

—Por eso no te diremos que eres un mentecato —añadí yo.

—Bienvenido, Tomás —dijo Joshua, abrazando al muchacho.

—Y también a Tomás Dos —dijo Tomás.

—Perdóname. Bienvenido, Tomás Dos, tú también —expresó Joshua a un espacio vacío—. Venid a Galilea y ayudadnos a propagar la buena nueva.

—Pero si está aquí —dijo Tomás señalando en otra dirección, también vacía.

Y así fue como pasamos a ser trece.

En el trayecto de regreso a Cafarnaún, Magda nos contó cómo había transcurrido su vida, los sueños a los que había renunciado, el hijo que se le había muerto durante su primer año de matrimonio. Yo noté que a Joshua le conmovió la historia de aquel niño, y supe que pensaba que si no hubiera emprendido el viaje hacia Oriente, habría estado ahí para salvarlo.

—Después de aquello —prosiguió Magda—, Jakan se negaba a acercarse a mí. Sangré tras la muerte de nuestro hijo, y ya nunca le dije que la hemorragia había cesado. Siempre ha temido que alguien pudiera pensar que había una maldición en su casa, de modo que mis deberes como esposa pasaron a ser únicamente públicos. Para él era una espada de doble filo. A fin de parecer servicial, debía acudir a la sinagoga, y a la corte de mujeres del templo, pero si hubieran sabido que iba mientras sangraba, me habrían expulsado, tal vez lapidado, y la vergüenza habría recaído sobre Jakan. Quién sabe qué va a hacer ahora.

—Te repudiará, se divorciará de ti —le dije yo—. Tendrá que hacerlo, si quiere salvar su imagen ante los fariseos y el sanedrín.

Curiosamente, a quien más tuve que consolar por la pérdida del hijo de Magda fue a Joshua. Ella llevaba años asumiéndola, ya la había llorado mucho, y ya se había curado de su dolor tanto como este podría curársele, pero para mi amigo la herida era reciente. Caminaba rezagado, rechazaba la compañía de los discípulos que merodeaban a su alrededor como cachorrillos nerviosos. Yo me daba cuenta de que estaba hablando con su padre, y la cosa no parecía ir del todo bien.

—Ve a hablar con él —me pidió Magda—. No fue culpa suya. Fue la voluntad de Dios.

—Por eso mismo se siente responsable —le dije. No le había hablado todavía del Espíritu Santo, del reino, de todos los cambios que Joshua quería traer a la humanidad, ni de cómo aquellos cambios, en ocasiones, entraban en contradicción con la Tora.

—Ve a hablar con él —insistió.

Yo retrocedí, pasé junto a Felipe y Tadeo, que en ese momento intentaban explicarle a Natanael que era su propia voz la que oía cuando se cubría los oídos con los dedos y hablaba, y no la voz de Dios, y pasé junto a Tomás, enzarzado en animada conversación con el aire.

Caminé un buen rato junto a Joshua antes de hablar, y cuando lo hice intenté sonar decidido.

—Tenías que ir a Oriente, Josh. Eso es algo que ahora sabes.

—No tenía por qué irme precisamente entonces. Fue un acto de cobardía. ¿Tan malo habría sido para mí presenciar su boda con Jakan? ¿Ver nacer a su hijo?

—Sí, lo habría sido. No puedes salvar a todo el mundo.

—¿Es que llevas durmiendo los últimos veinte años?

—¿Y tú? A menos que seas capaz de cambiar el pasado, lo único que consigues con esta culpa es malgastar el presente. Si no pones en práctica lo que aprendiste en Oriente, entonces tal vez tengas razón, no deberías haber emprendido el viaje. Y sí, tal vez salir de Israel fue un acto de cobardía.

Noté que se me entumecía la cabeza, como si me faltara la sangre. ¿Había dicho yo aquellas cosas? Seguimos caminando en silencio un rato más, sin mirarnos. Yo me dedicaba a contar los pájaros, oía el murmullo de los discípulos, que iban delante, contemplaba el culo de Magda, que se movía bajo el vestido al caminar, sin disfrutar, me temo, de su elegancia.

—Bueno, yo, al menos, me siento mejor —dijo Joshua al fin—. Gracias por animarme.

—Yo, contento de ayudarte.

Llegamos a Cafarnaún cinco días después de abandonar Betania, de mañana. Pedro y los demás habían predicado la buena nueva a las gentes del mar de Galilea, y había una multitud de tal vez quinientas personas esperándonos. Entre Joshua y yo la tensión se había superado, y el resto del viaje fue agradable, entre otras cosas porque Magda se dedicaba a divertirnos, y se burlaba de nosotros. Mis celos de Joshua regresaron, pero, no sé por qué, no me amargaban como antes. Eran, más bien, como el dolor conocido por una pérdida distante, y ya no aquella daga en el corazón, aquella agonía en carne viva de un corazón destrozado. Era capaz, incluso, de dejarlos solos y acudir a hablar con otras personas, de pensar en otras cosas. Magda amaba a Joshua, no había duda de ello, pero también me amaba a mí, y no tenía modo de anticipar de qué modo iba a manifestarse aquel amor. Al decidir seguir a Joshua, todos nos habíamos apartado de la expectativa de llevar una existencia normal. Matrimonio, hogar, familia: aquellas cosas no formaban parte de la vida que habíamos escogido. Joshua lo exponía con claridad a todos los discípulos. Sí, algunos de ellos estaban casados, y algunos incluso predicaban acompañados de sus esposas, pero lo que los diferenciaba de las multitudes que seguirían a Joshua era que se habían alejado del sendero de su propia vida para dar a conocer la Palabra. Y si yo perdí a Magda fue por la Palabra, no por Joshua.

A pesar del cansancio, a pesar del hambre, Joshua predicó para ellos. Nos habían estado esperando, y no quiso decepcionarlos. Se subió a una de las barcas de Pedro, remó hasta alejarse de la costa, lo bastante como para que todos pudieran verlo, y durante dos horas predicó sobre el advenimiento del reino.

Cuando terminó y despidió a los presentes, dos recién llegados lo esperaban ya entre los discípulos. Los dos eran hombres fornidos, macizos, de unos veinticinco años. Uno de ellos iba bien afeitado y llevaba el pelo corto, como un casco de rizos pegado a la cabeza; el otro lo llevaba largo, y lucía una barba ensortijada y recortada como la había visto llevar a algunos griegos. Aunque no llevaban joyas y sus ropas no eran mejores que las mías, había en ellos cierto aire de riqueza. Pensé que tal vez tuvieran poder, pero, si era así, no se trataba del poder engreído de los fariseos. Seguridad en sí mismos sí parecían poseer.

El de los cabellos largos se acercó a Joshua y se arrodilló ante él.

—Rabino, te hemos oído hablar del advenimiento del reino, y queremos seguirte. Queremos ayudarte a extender la Palabra.

Joshua miró a aquel hombre largo rato, sonriendo para sus adentros, antes de hablar. Lo tomó por los hombros y lo levantó.

—Levántate. Sed bienvenidos, amigos.

El desconocido parecía perplejo. Miró a su amigo y me miró a mí, como si yo pudiera aclarar en algo su confusión.

—Éste es Simón —dijo, señalando a su amigo con la cabeza—. Y yo me llamo Judas Iscariote.

—Ya sé quién eres —dijo Joshua—. Te estaba esperando.

Y así fue como pasamos a ser quince. Joshua, Magda y yo; Bartolomeo, el Cínico; Pedro y Andrés, Juan y Jaime, los pescadores; Mateo, el recaudador de impuestos; Natanael de Caná, el joven atontado; Felipe y Tadeo, seguidores de Juan el Bautista; y los zelotes, Simón el Cananita y Judas Iscariote. Los quince llegamos a Galilea para predicar el Espíritu Santo, el advenimiento del reino y la buena nueva de que el Hijo de Dios había llegado.

28

El ministerio de Joshua fueron tres años de prédicas, en ocasiones tres veces al día, y aunque había momentos mejores que otros, yo nunca era capaz de recordar los sermones palabra por palabra. Sin embargo, paso a anotar la esencia de casi todos los sermones que oí pronunciar al Mesías:

Había que ser bueno con la gente, incluso con los malvados.

Y si:

a) creías que Joshua era el Hijo de Dios (y)

b) que había venido para salvarte del pecado (y)

c) reconocías el Espíritu Santo que había en ti (te convertías en niño pequeño, como decía él) (y)

d) no blasfemabas contra el Espíritu Santo (ver c),

entonces:

e) vivirías eternamente

f) en un lugar agradable

g) probablemente en el cielo.

Por el contrario, si:

h) pecabas (y/o)

i) eras hipócrita (y/o)

j) valorabas más las cosas que a la gente (y)

k) no hacías a, b, c, y d,

entonces:

l) ibas a estar jodido.

Ése era el mensaje que el padre de Joshua le había transmitido hacía muchos años y que, en aquel momento, parecía tan sucinto que podía llegar a considerarse grosero, pero que adquiría más sentido después de escuchar varios cientos de sermones.

Aquellas eran sus enseñanzas, y aquello era lo que nosotros aprendíamos, aquello era lo que transmitíamos a la gente en los pueblos de Galilea. Sin embargo, no a todo el mundo se le daba bien, y había quien no entendía nada. En una ocasión Joshua, Magda y yo regresamos de predicar en Caná y nos encontramos a Bartolomeo sentado junto a la sinagoga de Cafarnaún, predicando el Evangelio a unos perros sentados frente a él, en semicírculo. Aquellos perros parecían hipnotizados pero, claro, hay que tener en cuenta que Bartolo se había puesto un filete en la cabeza, a modo de sombrero, por lo que no puedo asegurar que fueran sus dotes de comunicador las que los mantuvieran atentos.

Joshua le quitó el filete de la cabeza a Bartolomeo y lo arrojó a la calle, donde unos diez perros hallaron de pronto su fe.

—Bartolo, Bartolo, Bartolo —le dijo, sujetándolo por los hombros y zarandeándolo—. No entregues a los perros lo que es sagrado. No eches perlas a los cerdos. Estás malgastando la Palabra.

—Yo no tengo perlas. No soy esclavo de las posesiones.

—Es una metáfora, Bartolo —le aclaró Joshua, fatigado—. Significa que no hay que ofrecer la Palabra a quienes no están preparados para recibirla.

—¿Hablas, por ejemplo, de cuando ahogaste un cerdo en Decápolis? ¿Ellos no estaban preparados para recibirlo?

Joshua me miró, en busca de ayuda. Yo me encogí de hombros.

Magda intervino.

—Exacto, Bart. Al fin lo has entendido.

—Ah, ¿y por qué no lo decías antes? —se extrañó Bartolo—. Está bien, muchachos, nos vamos a predicar la Palabra en Magdala.

Y, poniéndose en pie, reunió a sus perros y se dirigió hacia el lago.

Joshua miró a Magda.

—No era eso a lo que yo me refería. En absoluto.

—Sí, era eso —dijo ella, y se alejó para reunirse con Juana y Susana, dos mujeres que se habían unido a nosotros y que estaban aprendiendo a predicar el evangelio.

—Yo no me refería a eso —insistió Joshua, dirigiéndose a mí.

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