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Authors: Christopher Moore

Cordero (50 page)

—¿Cuándo?

—No estoy seguro. Poco después de que nosotros nos fuéramos, supongo.

—No debería haberlo dejado solo. Ni siquiera le dije que nos íbamos.

—Era algo que se veía venir, Joshua. Le dije que no se metiera con Herodes, pero no me hizo caso. Tú no podrías haber hecho nada.

—Soy el Hijo de Dios. Podría haber hecho algo.

—Sí, ir a la cárcel con él. Tu madre está aquí. Ve a hablarle. Es ella la que me lo ha contado.

Cuando Joshua se encontró con su madre, le dio un abrazo, y ahí mismo ella le dijo:

—Tienes que hacer algo para resolver el problema del vino. ¿Dónde está el vino?

Jaime le dio unos golpecitos en el hombro.

—¿No has traído nada de vino de los frondosos viñedos de Jericó? —(No me gustó nada oír que Jaime recurría al sarcasmo contra su hermano. Siempre había creído que mi invento debía usarse para hacer el bien, o al menos en contra de las personas que no me cayeran bien a mí.)

Joshua se separó un poco de su madre, con gran dulzura.

—Tendréis vino —dijo, y entonces se dirigió a un lateral de la casa, en el que el agua se almacenaba en unas grandes tinas de piedra. A los pocos minutos regresó con una jarra de vino, y tazas para todos nosotros. Un grito de alegría recorrió la fiesta, y al momento todo pareció pasar a otro nivel. Las jarras se llenaban y se vaciaban, y volvían a llenarse, y quienes se encontraban cerca de las tinas de agua empezaron a declarar que se había obrado un milagro, que Jesús de Nazaret había convertido el agua en vino. Yo fui en su busca, pero no lo encontré por ningún lado. Como había vivido toda su vida libre de pecado, el sentimiento de culpa no se le daba muy bien, por lo que se había ido solo para tratar de aplacar la que sentía por la detención de Juan.

Tras algunas horas de subterfugios, y recurriendo a mi astucia, logré convencer a Magda para que escapara conmigo por la puerta trasera.

—Magda, ven con nosotros. Has hablado con Joshua. Has visto lo que ha hecho con el vino. Es el elegido.

—Siempre he sabido que lo era, pero no puedo irme con vosotros. Estoy casada.

—Creía que ibas a ser pescadora.

—Y yo creía que tú ibas a ser el tonto del pueblo.

—Todavía no he encontrado pueblo. Mira, lo que tienes que hacer es conseguir que Jakan se divorcie de ti.

—Los motivos por los que podría divorciarse de mí son los mismos por los que podría matarme. Le he visto juzgar a gente, Colleja. Le he visto conducir a las turbas a las lapidaciones. Me da miedo.

—Yo, en Oriente, aprendí a preparar pócimas venenosas. —Arqueé una ceja y sonreí con malicia—. ¿Qué me dices, eh?

—No pienso envenenar a mi marido.

Emití un suspiro de exasperación que había aprendido de mi madre.

—Entonces déjalo y vente con nosotros, lejos de Jerusalén, donde no pueda encontrarte. Tendrá que divorciarse de ti para salvar la cara.

—¿Y por qué debería irme, Colleja? ¿Para seguir a un hombre que no me ama y que, aunque me amara, no me haría suya?

No supe qué responderle, sentí como si unos cuchillos afilados se me clavaran en las heridas tiernas de mi pecho. Clavé los ojos en mis sandalias, y fingí tener tos.

Magda se acercó a mí, me rodeó con sus brazos y apoyó la cabeza en mi pecho.

—Lo siento —me dijo.

—Ya lo sé.

—Os he echado de menos a los dos, pero también te he echado de menos a ti solo.

—Ya lo sé.

—No voy a acostarme contigo.

—Ya lo sé.

—Pues entonces, deja de restregarme eso.

—Sí, claro, cómo no.

En ese preciso instante Joshua entró y se tropezó con nosotros. Por suerte, todos mantuvimos el equilibrio y no se cayó nadie. El Mesías sostenía en la mano el conejito de la niña, se lo acercaba a la mejilla, y las patas traseras del animal le quedaban colgando en el aire. Estaba completamente borracho.

—¿Sabéis qué? —nos dijo—. Me encantan los conejitos. No ensucian casi, no ladran. Así pues, declaro que, a partir de ahora, cada vez que me ocurra algo malo, habrá conejitos a mi alrededor. Y así será escrito. Vamos, Colleja, escríbelo. —Me hizo un gesto por debajo de la mascota, antes de girarse en redondo y salir por la puerta—. ¿Dónde está ese maldito vino? ¡Aquí traigo a un conejito sediento!

—¿Lo ves? ¡No pretenderás perderte algo así! Conejitos.

Ella se echó a reír. Su risa era mi música favorita.

—Te mantendré informado —me dijo—. ¿Dónde vais a estar?

—No tengo ni idea.

—Te mantendré informado.

Era medianoche. La fiesta había ido decayendo, y los discípulos y yo estábamos sentados en la calle, frente a la casa. Joshua había perdido el conocimiento, y Bartolomeo le había puesto un perro pequeño en la nuca, a modo de almohada.

Antes de irse, Jaime había dejado del todo claro que no seríamos bien recibidos en Nazaret.

—¿Y bien? —dijo Felipe—. Supongo que con Juan ya no podemos volver.

—Siento no haber encontrado los camellos —se disculpó Bartolo.

—La gente se mete conmigo porque tengo el pelo rubio —añadió Natanael.

—Yo creía que eras de Caná —dije yo—. ¿Es que no puedes volver con tu familia?

—La plaga.

—La plaga —repetimos todos, asintiendo. Sí, a veces pasa.

—Seguramente os vendrán bien —dijo una voz que provenía de la oscuridad. Alzamos la vista y vimos a un hombre bajito pero corpulento que surgió de la penumbra, tirando de nuestros camellos.

—Los camellos —dijo Natanael.

—Os pido disculpas —prosiguió el hombre—. Los hijos de mi hermano nos los han traído a casa, en Cafarnaún. Siento haber tardado tanto en devolvéroslos. —Yo me puse en pie y él me entregó las riendas—. Les hemos dado de comer y de beber. —Señaló a Joshua, que seguía roncando encima del perro—. ¿Siempre bebe así?

—No, solo cuando encarcelan a algún profeta mayor.

El hombre asintió.

—He oído lo que ha hecho con el vino. También dicen que ha curado a un cojo en Caná esta tarde. ¿Es eso cierto?

Todos asentimos.

—Si no tenéis donde quedaros, podéis venir conmigo a Cafarnaún y quedaros uno o dos días. Estamos en deuda con vosotros por habernos llevado los camellos.

—No tenemos dinero —le aclaré yo.

—Entonces os sentiréis como en casa —respondió el hombre—. Me llamo Andrés.

Y así fue como pasamos a ser seis.

26

Por más que uno viaje por todo el mundo, siempre hay cosas nuevas que aprender. Por ejemplo, camino de Cafarnaún, aprendí que si cuelgas a un borracho de un camello y lo agitas durante unas cuatro horas, es más que probable que todos los humores de su cuerpo acaben saliendo por un extremo o por el otro.

—Alguien va tener que lavar ese camello antes de que entremos en la ciudad —comentó Andrés.

Avanzábamos por la orilla del mar de Galilea (que de hecho no era un mar). La luna estaba casi llena, y se reflejaba en el lago como un pozo de azufre. La tarea de limpiar el camello recayó en Natanael, que era «el nuevo» oficial. (Joshua todavía no había conocido a Andrés, y Andrés, en realidad, no había aceptado unirse a nosotros, por lo que no podíamos considerarlo oficialmente como «el nuevo».) Como Natanael hizo tan buen trabajo con el camello, dejamos que limpiara también a Joshua. Y, una vez metió al Mesías en el agua, este volvió en sí durante un momento lo bastante prolongado como para balbucir algo así como: «Los zorros tienen madrigueras y las aves tienen nidos, pero el hijo del hombre no tiene donde apoyar la cabeza».

—Qué triste es eso —dijo Natanael.

—Sí que lo es —admití yo—. Húndelo otra vez. Todavía tiene vómito en la barba.

Y así, limpio y tendido, inerte, sobre un camello, a la luz de la luna, Joshua entró en Cafarnaún, donde le darían tal bienvenida que se sentiría como en casa.

—¡Fuera! —gritó la vieja—. Fuera de la casa, fuera de la ciudad, fuera de Galilea. Aquí no os quedáis.

Un hermoso amanecer iluminaba el lago, el cielo se teñía de amarillo y naranja, y un suave oleaje lamía las quillas de las barcas de pesca de Cafarnaún. El pueblo se encontraba a un tiro de piedra del agua, y los rayos dorados del sol que se reflejaban en ella alcanzaban los muros de piedra negra de las casas, y parecían bailar a la llamada de las gaviotas y los pájaros cantores. Las casas se apiñaban, muy juntas, en dos grandes racimos, compartiendo paredes comunes, y con entradas en varios puntos. Ninguna de ellas se elevaba más de una planta. Había una calle principal, pequeña, que atravesaba el pueblo, y que separaba los dos núcleos de casas. En ella se sucedían varios tenderetes de mercaderes, una herrería y, en una plaza de reducidas dimensiones, una sinagoga con capacidad para albergar a más fieles que habitantes tenía la localidad, que eran, concretamente, trescientos. Pero a lo largo de la orilla del mar de Galilea se sucedían las poblaciones casi sin solución de continuidad, y supusimos que tal vez la sinagoga daba servicio también a otros pueblos. Allí, a diferencia de lo que sucedía en otros lugares, no había una plaza central que se hubiera organizado en torno a ningún pozo, pues la gente extraía el agua del lago, o de un manantial cercano que arrojaba por los aires un agua fresca, burbujeante, y que alcanzaba la altura de dos hombres.

Andrés nos había colocado en casa de su hermano Pedro, y habíamos dormido unas pocas horas en una estancia grande, con los niños de la casa, hasta que la suegra de este despertó y nos echó. Joshua se sujetaba la cabeza con las dos manos, como para impedir que se le separara del cuello.

—En mi casa no quiero ni a gorrones ni a bribones —atronó la mujer mientras me arrojaba encima el zurrón.

—Ah —protestó Joshua cubriéndose los oídos, pues aquella voz le resultaba demasiado estridente, en su estado.

—Estamos en Cafarnaún, Josh —le aclaré yo—. Un hombre llamado Andrés nos ha traído hasta aquí porque sus sobrinos nos robaron los camellos.

—Me dijiste que Magda se estaba muriendo —dijo Joshua.

—¿Te habrías separado de Juan si te hubiera dicho que Magda quería verte?

—No. —Sonrió, abstraído—. Me gustó ver a Magda. —Y entonces su sonrisa se convirtió en gesto de burla—. Viva.

—Juan no hacía caso, Joshua. Tú estuviste en el desierto todo el mes pasado, no viste a todos aquellos soldados, incluso a escribas, que se ocultaban entre la multitud y anotaban todo lo que decía. Esto tenía que suceder, tarde o temprano.

—¡En ese caso, tendrías que haber advertido a Juan!

—¡Ya lo hice! Le advertía todos los días. Pero no se avenía a razones, como tampoco tú te habrías avenido a ellas.

—Debemos regresar a Judea. Los seguidores de Juan...

—Se convertirán en seguidores tuyos. Ya basta de preparación, Josh.

El Mesías asintió, y clavó la vista en el suelo.

—Ya es la hora. ¿Dónde están los demás?

—He enviado a Felipe y a Natanael a Séforis a que vendan los camellos. Bartolo está durmiendo en el cañaveral, con sus perros.

—Vamos a necesitar más discípulos —dijo Joshua.

—Estamos sin blanca, Josh. O sea que lo que vamos a necesitar va a ser a discípulos que tengan trabajo.

Una hora después, nos encontrábamos junto a la orilla, cerca de donde Andrés y su hermano lanzaban las redes al agua. Pedro era más alto y más delgado que su hermano, y poseía una cabellera gris más indómita aún que la de Juan el Bautista. Andrés, en cambio, se peinaba hacia atrás, y se ataba el pelo con una cuerda, para que no le cubriera el rostro cuando estaba en el agua. Los dos andaban desnudos, pues así pescaban los hombres cuando se encontraban cerca de la orilla.

Yo le había preparado un remedio para el dolor de cabeza a Joshua, usando corteza de árbol, y se notaba que había empezado a surtir efecto, aunque tal vez no lo bastante. Así que le di un empujón para que se acercara más a la orilla.

—No estoy preparado para esto. Me siento fatal.

—Pregúntaselo.

—Andrés —dijo Josh—. Gracias por traerme a tu casa. Y gracias también a ti, Pedro.

—¿Os ha echado mi suegra? —preguntó él, que arrojó de nuevo la red y esperó a que se hundiera antes de tirarse al agua y recogerla entre sus brazos. En su interior había solo un pez diminuto. Abrió la red, lo cogió y lo arrojó al lago—. Crece —le dijo.

—¿Sabes quién soy? —le preguntó Joshua.

—Algo he oído —respondió Pedro—. Andrés me ha contado que convertiste el agua en vino. Y que curaste a un ciego y a un cojo. Según él, tú vas a traernos el reino.

—¿Y según tú?

—Según yo, mi hermano es más listo que yo, o sea que me creo lo que me dice.

—Venid con nosotros. Vamos a hablar del reino a la gente. Necesitamos ayuda.

—¿Y qué podemos hacer nosotros? —dijo Andrés—. Nosotros somos solo pescadores.

—Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.

Andrés miró a su hermano, que seguía metido en el agua. Pedro se encogió de hombros y meneó la cabeza. Andrés me miró, se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—No lo pillan —le dije yo a Joshua.

Y así, una vez Joshua hubo comido algo, y, tras echarse una cabezadita, les explicó qué diablos quería decir con eso de hacerlos «pescadores de hombres», pasamos a ser siete.

—Éstos son nuestros socios —dijo Pedro, guiándonos deprisa por la orilla—. Son los dueños de las barcas con las que trabajamos Andrés y yo. No podemos ir a propagar la buena nueva a menos que ellos también vengan con nosotros.

Llegamos a otra pequeña aldea, y Pedro nos señaló a dos hermanos que estaban montando un escálamo en el carril de un barco. Uno de ellos era flaco y anguloso, de pelo negro como la brea, y una barba recortada en punta: se llamaba Jaime; el otro era mayor, más corpulento, menos fibroso, ancho de hombros y de pecho, pero con las manos y las muñecas pequeñas, y con una franja de pelo entrecano que rodeaba una calva quemada por el sol: se llamaba Juan.

—Es solo una sugerencia —le dijo Pedro a Joshua—. No comentes nada de lo de los pescadores de hombres. Pronto va a oscurecer, y si quieres que volvamos a casa a cenar, no vas a tener tiempo de explicarlo.

—Estoy de acuerdo —tercié yo—. Tú cuéntales solo lo de los milagros, lo del reino, y un poco sobre lo de tu Espíritu Santo, pero solo por encima. No profundices más hasta que acepten unirse a nosotros.

—Yo lo del Espíritu Santo todavía no lo pillo —dijo Pedro.

—No te preocupes, lo repasamos mañana —lo tranquilicé yo.

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