Cordero (46 page)

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Authors: Christopher Moore

Entiendo las cosas que quiero enseñar, pero todavía no dispongo de las palabras. Melchor tenía razón: antes de cualquier otra cosa, hay que tener el verbo.

—Pues el verbo no te va a venir así de pronto, aquí, en el camino de Damasco, Josh. Esas cosas no ocurren así. Es evidente que, según parece, tú aprendes cada cosa en su momento. Todo tiene su tiempo, y bla bla bla.

—Mi padre podría haberme puesto más fácil todo este aprendizaje. Podría haberme dicho, simplemente, lo que debía hacer.

—Me pregunto cómo le irá a Magda. ¿Crees que habrá engordado?

—Colleja, intento hablar de Dios, de la chispa divina, de llevar el reino a nuestro pueblo.

—Ya lo sé. Y yo también. ¿Es que quieres hacerlo todo tú solo, sin ayuda?

—Supongo que no.

—Pues precisamente por eso estaba pensando en Magda. Ella era más lista que nosotros antes de que nos fuéramos, y seguramente sigue siendo más lista.

—Sí que lo era, ¿verdad? Quería ser pescadora —comentó Josh, riéndose. Yo notaba que la idea de ver a Magda lo ponía nervioso.

—No puedes contarle lo de las putas, Josh.

—No lo haré.

—Ni lo de Dicha y las muchachas. Ni lo de la anciana desdentada.

—No le contaré nada. Ni siquiera lo del yak.

—Con el yak no hubo nada. El yak y yo ni siquiera nos dirigíamos la palabra.

—Supongo que ya debe de tener más de diez hijos.

—Lo sé. —Suspiré—. Hijos que deberían ser míos.

—Y míos —dijo Joshua, suspirando también.

Lo miré, ahí a mi lado, sumergido en un mar de olas mansas de camello. Contemplaba el horizonte, y parecía distante.

—¿Míos y tuyos? ¿Crees de veras que deberían ser míos y tuyos?

—Claro. ¿Por qué no? Ya sabes que yo amo a todos los pequeños...

—A veces eres tonto del culo.

—¿Crees que se acordará de nosotros? ¿Que se acordará de cómo éramos?

Pensé un poco en ello y me estremecí.

—Espero que no.

Apenas entramos en Galilea, empezamos a enterarnos de lo que Juan el Bautista estaba haciendo en Judea.

—Son cientos los que le han seguido hasta el desierto —oímos decir en Giscala.

—Hay quien dice que es el Mesías —nos contó un hombre en Baca.

—Herodes lo teme —reveló una mujer en Caná.

—Es otro santo loco —concluyó un soldado romano en Séforis—. Los judíos los crían como se cría a los conejos. He oído que ahoga a todo el que no esté de acuerdo con él. La primera idea sensata que he oído desde que me enviaron a esta tierra maldita.

—¿Podrías decirme cómo te llamas, soldado? —le pregunté.

—Cayo Junio, de la Legión Sexta.

—Gracias. Te tendremos en cuenta. —Y, dirigiéndome a Josh, añadí—: Cayo Junio: ponlo el primero de la lista para cuando empecemos a expulsar a los romanos del reino y a echarlos al abismo.

—¿Qué has dicho?

—No, no, no me des las gracias. Te lo has ganado tú solito. El primero de la lista serás, Cayo.

—¡Colleja! —masculló Josh y, una vez contó con mi atención añadió, en un susurro—: Intenta que no nos metan en la cárcel antes incluso de llegar casa, si es posible. Por favor.

Asentí y, mientras nos alejábamos, me despedí del legionario.

—Nada, tonterías de judíos. No hagas ni caso. Llorer fidelis —le dije.

—Una vez hayamos visto a nuestras familias, tenemos que ir a buscar a Juan.

—¿Crees de veras que dice ser el Mesías?

—No, pero parece que él sí sabe cómo propagar la Palabra.

Media hora más tarde entramos en Nazaret.

Supongo que esperábamos más a nuestra llegada. Algunos vítores, tal vez, niños pequeños corriendo a nuestros pies, suplicándonos que les contáramos anécdotas de nuestras grandes aventuras, lágrimas, carcajadas, besos y abrazos, unos brazos fuertes que llevaran en volandas a los héroes conquistadores por las calles. Lo que habíamos olvidado era que, mientras nosotros viajábamos, vivíamos aventuras y conocíamos maravillas, la gente de Nazaret había pasado por las mismas miserias todos los días. Eran muchos los días transcurridos y, por tanto, muchas las miserias. Cuando llegamos a la vieja casa de Joshua, su hermano Jaime estaba trabajando bajo el toldillo, desbastando un tronco de madera de olivo para convertirlo en base para una silla de montar camellos. En cuanto lo vi, supe que se trataba de Jaime. Tenía la misma nariz ganchuda de Joshua, sus mismos ojos separados, pero su rostro se veía más curtido que el de su hermano, y su cuerpo, más musculoso. Parecía diez años mayor que Joshua, y no dos años menor, que es lo que era.

Dejó el formón a un lado y abandonó el refugio del toldillo. Una vez bajo el sol, se cubrió los ojos con una mano para protegerse los ojos.

—¿Joshua?

Él dio un golpecito en la pierna del animal con una vara larga, y el camello se arrodilló para permitirle desmontar.

—¡Jaime! —Joshua se bajó del camello y se acercó a su hermano con los brazos extendidos. Pero este le rehuyó y dio un paso atrás.

—Iré a decirle a madre que su hijo favorito ha vuelto.

Jaime se ausentó, y a través del polvo vi que Joshua tenía los ojos arrasados en lágrimas.

—Jaime —le imploró su hermano—. No sabía nada. ¿Cuándo?

Jaime se volvió y miró a su hermanastro a los ojos. No había lástima en ellos, ni dolor, solo ira.

—Hace dos meses, Joshua. José murió hace dos meses. Preguntó por ti.

—No lo sabía —dijo Joshua, que seguía con los brazos extendidos, esperando un abrazo que no iba a llegar.

—Entra. Madre lleva tiempo esperándote. Todas las mañanas se pregunta si ese será el día de tu regreso. Entra. —Se dio la vuelta cuando Joshua entraba en casa, y entonces Jaime me miró a mí—. Lo último que dijo fue: «Dile al bastardo que le quiero».

—¿Al bastardo? —le pregunté, dando instrucción a mi camello para que me dejara desmontar.

—Así era como llamaba siempre a Joshua. «Me pregunto cómo le irá al bastardo. Me pregunto dónde estará hoy el bastardo.» Siempre hablaba del bastardo. Y madre que no paraba de contarnos que si Joshua hacía esto así, que si hacía aquello asá, que si Joshua haría grandes cosas cuando regresara... Y mientras tanto yo era el que estaba aquí, cuidando de mis hermanos y hermanas, velando por ellos cuando padre enfermó, ocupándome de mi familia. ¿Y alguien me ha dado las gracias? ¿Me ha dedicado una palabra amable? No, yo lo que hacía era allanar el camino para cuando llegara Joshua. No tienes ni idea de lo que es ser siempre el segundón.

—Pues oye, no, ni idea. Algún día me lo cuentas —le dije—. Dile a Josh que, si me necesita, estaré en casa de mi padre. Mi padre sigue vivo, ¿verdad?

—Sí, y tu madre también.

—Mejor, no me habría gustado poner a ninguno de mis hermanos en el brete de tener que darme la mala noticia.

Me giré y me alejé, llevándome al camello.

—Ve con Dios, Levi —me dijo Jaime.

Giré la cabeza.

—Jaime, está escrito que «Tienes derecho al trabajo, pero no a sus frutos».

—No lo había oído nunca. ¿Dónde está escrito?

—En el Bhagavad Gita, Jaime. Es un poema largo sobre una batalla, y el dios de un guerrero le dice a este que no se preocupe por matar a otros en la batalla, porque ya están muertos pero no lo saben. No sé qué me ha llevado a pensar en él.

Mi padre me abrazó con tal fuerza y durante tanto tiempo, que temí que fuera a romperme las costillas, y luego me entregó a mi madre, que hizo lo mismo hasta que pareció recobrar la cordura y se puso a golpearme en la cabeza y en los hombros con una zapatilla que se sacó del pie con asombrosa rapidez y destreza, para tratarse de una mujer de su edad.

—¿Has estado fuera diecisiete años y no has podido escribirnos ni una sola carta?

—Pero si no sabéis leer.

—¿Y por eso no has enviado noticias tuyas, listillo?

Me libré de los golpes alejando de mí su energía, tal como me habían enseñado a hacer en el monasterio, y al poco dos niños a los que no reconocí empezaron a recibir el grueso de la paliza. Temiendo que aquellos pequeños desconocidos me demandaran, sujeté a mi madre por los brazos, se los bajé y miré a mi padre, al que señalé a los dos pequeños con un movimiento de cabeza, al tiempo que arqueaba las cejas, como preguntándole: «¿Quiénes son esos mocosos?».

—Éstos son tus hermanos, Moisés y Jafet —dijo mi padre—. Moisés tiene seis años, y Jafet, cinco.

Los pequeños sonrieron. A los dos les faltaban algunos dientes, seguramente sacrificados a la arpía gritona que yo, en aquel momento, tenía inmovilizada. Mi padre se hinchó todo, orgulloso, como diciendo: «Todavía soy capaz de mantener derecho el acueducto, de desatascar los caños, no sé si me explico, cuando la ocasión lo exige».

Yo lo miré, burlón, como diciendo: «Apenas pude seguir profesándote respeto cuando descubrí lo que habías hecho para tener a tus primeros tres hijos; estos mocosos solo demuestran que no tienes memoria para el sufrimiento».

—Madre, si te suelto, ¿te calmarás? —Miré a Moisés y a Jafet por encima de su hombro—. Yo antes le decía a la gente que estaba poseída por un demonio. ¿Vosotros también lo hacéis? —Y les guiñé un ojo.

A ellos se les escapó una risita, como si dijeran: «Por favor, pon fin a nuestro sufrimiento, mátanos, mátanos ahora mismo, o mata a esta bruja que nos atormenta como las plagas de Job». De acuerdo, de acuerdo, quizá fueran solo imaginaciones mías, y su intención no fuera decir aquello. Quizá solo se estuvieran riendo.

Solté a mi madre, y ella retrocedió.

—Moisés, Jafet —dijo ella—. Venid a conocer a Colleja. Ya nos habéis oído a padre y a mí hablar de nuestra primera decepción. Pues es él. Y ahora, salid corriendo e id a buscar a vuestros hermanos. Yo prepararé algo bueno para comer.

Mis hermanos Sem y Lucio trajeron a sus familias y cenaron con nosotros, y todos nos sentamos a la mesa mientras madre nos servía algo bueno, que no estoy seguro de lo que era. (Sí, ya lo sé, ya sé que he dicho que era el mayor de tres hermanos, y que, claro está, con los mocosos éramos cinco, pero maldita sea, cuando conocí a Moisés y Jafet yo ya era demasiado mayor para chincharlos, de modo que nunca cumplieron con su deber de hermanos, y para mí fueron siempre, más bien, unas mascotas.)

—Madre, te he traído un regalo de Oriente —le dije, corriendo hasta el camello para recoger un paquete.

—¿Qué es?

—Una pareja de mangostas —le respondí, golpeando la caja, y la alimaña intentó morderme un dedo.

—Pero si solo hay una.

—Había dos, pero una se escapó, y ahora solo queda una. Estos bichos atacan a serpientes de un tamaño diez veces mayor al suyo.

—Parece una rata.

Bajé la voz y, confidencialmente, le susurré: —En la India, las mujeres las adiestran para que se les suban a la cabeza, como si fueran sombreros. Están muy de moda. Claro que es una tendencia que todavía no ha llegado a Galilea, pero en Antioquía, ninguna mujer que se precie sale de casa sin llevar encima una mangosta.

—¿De veras? —preguntó mi madre, observando la mangosta con otros ojos. Levantó la jaula y la dejó con cuidado en un rincón, como si contuviera un huevo delicado, y no una versión en miniatura de sí misma—. Y bien —prosiguió señalando a sus dos nueras y a la media docena de nietos que trasteaban alrededor de la mesa—, tus hermanos se han casado y me han dado nietos.

—Me alegro por ellos, madre.

Sem y Lucio ocultaron sus sonrisas tras una costra de pan ácimo, lo mismo que cuando eran pequeños y madre me hacía la vida imposible.

—Y, en tantos sitios como has estado, ¿nunca has conocido a ninguna muchacha decente con la que sentar cabeza?

—No, madre.

—Puedes casarte con una gentil, ¿sabes? A mí me partirías el corazón, pero ¿para qué estuvieron las tribus a punto de arrasar a los benjamitas si no para que un muchacho desesperado pudiera casarse con una gentil si le hiciera falta? Con una samaritana no, pero, no sé, con alguna otra gentil. Si no hay más remedio.

—Gracias madre, lo tendré en cuenta.

Madre hizo como que me sacaba un hilillo suelto de la túnica, y como quien no quiere la cosa me preguntó:

—¿Y entonces, tu amigo Joshua tampoco se ha casado? Ya sabrás que tiene una hermana pequeña, Miriam, ¿no? —Y, bajando la voz, prosiguió, en tono de confidencia conspirativa—. Empezó llevando ropa de hombre, y se escapó a la isla de Lesbos. —Recuperó su tono normal, áspero—. Eso es griego, ¿sabes? Vosotros, en vuestros viajes, no pasaríais por Grecia, supongo.

—No, madre. Tengo que irme, de veras.

Intenté ponerme en pie, pero ella me sujetó.

—¿No será porque tu padre tiene un nombre griego? Ya te lo dije, Alfeo, cámbiate el nombre, pero tú decías que te sentías orgulloso de él. Pues espero que sigas sintiéndote orgulloso ahora. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Que Lucio se va a poner a crucificar a judíos, como los demás romanos?

—Yo no soy romano, madre —se defendió Lucio, temeroso—. Hay muchos buenos judíos que llevan nombres romanos.

—A mí la verdad es que me da igual, pero, madre, ¿cómo crees tú que engendran a más griegos los griegos?

En honor a la verdad, debo decir que mi madre se detuvo a pensarlo un instante. Instante que yo aproveché para huir.

—Me alegro mucho de veros, chicos —dije, moviendo la cabeza en dirección a mis parientes, los de antes y las nuevas incorporaciones—. Ya me pasaré por aquí otra vez antes de irme. Tengo que ver cómo está Joshua.

Y salí por la puerta.

Abrí la de la vieja casa de Joshua sin llamar siquiera, y estuve a punto de darle un golpe con ella a Judas, su hermano.

—Josh, será mejor que traigas pronto el reino, si no, no me quedará más remedio que matar a mi madre.

—¿Sigue poseída por los demonios? —me preguntó Judas, que seguía exactamente igual que a los cuatro años, salvo por la barba y las entradas. A pesar de ellas, su sonrisa pícara y sus ojos grandes no habían cambiado lo más mínimo.

—No, cuando decía que lo estaba era porque todavía albergaba alguna esperanza.

—¿Te quedas a cenar? —me preguntó María que, gracias a Dios había envejecido. Había ensanchado un poco de caderas y cintura, y algunas arrugas asomaban alrededor de sus ojos y su boca. Ya no era la criatura más hermosa de la Tierra, tenía a una o dos personas por delante.

—Me encantaría.

Supuse que Jaime estaría en casa con su mujer y sus hijos, lo mismo que el resto de hermanos y hermanas de Joshua, excepto Miriam, de cuyo paradero ya me habían puesto al corriente. Pero alrededor de la mesa solo vi a María, a mi amigo, a Judas y a su bella esposa, Ruth, y a dos niñas pelirrojas idénticas a su madre.

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