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Authors: Christopher Moore

Cordero (44 page)

Transcurrida media hora, Patinete había recuperado la vista y, milagrosamente, se le habían regenerado las piernas amputadas.

—Cabrones —nos dijo Patinete mientras se alejaba, caminando con sus dos pies rosados, limpios, recién estrenados.

—Ve con Dios —respondió Joshua.

—¡Ahora verás lo fácil que es ganarse la vida! —le grité yo.

—No me ha parecido que se alegrara demasiado —comentó Joshua.

—No, lo que pasa es que todavía está aprendiendo a expresarse. Olvídalo, hay otros que también sufren.

Y así fue que Joshua de Nazaret se movió entre ellos obrando milagros, y todos los niños ciegos de Nicobar recobraron la vista, y todos los tullidos se levantaron y anduvieron.

Los muy cabrones.

Y sí, el intercambio de conocimientos empezó: lo que yo aprendía de Kashmir y el Kama Sutra, a cambio de lo que Joshua aprendía del santo Melchor. Todas las mañanas, antes de partir hacia la ciudad, y antes de que Joshua fuese a aprender del gurú, nos encontrábamos en la playa y compartíamos ideas y desayuno. Éste, por lo general, consistía en arroz y pescado fresco asado al fuego. Habíamos pasado demasiado tiempo sin comer carne de animal, de modo que, a pesar de las enseñanzas de Baltasar y Melchor, decidimos volver a hacerlo.

—Esta capacidad para incrementar la cantidad de comida... imagina lo que podríamos hacer por el pueblo de Israel... del mundo.

—Sí, Josh, pues está escrito que: «Dad un pescado a un hombre y comerá un día, pero enseñadle a pescar, y sus amigos comerán una semana entera.»

—Eso no está escrito. ¿Dónde está escrito eso?

—Anfibios, 5:7.

—En la Biblia no hay Anfibios.

—¿Y qué me dices de la plaga de ranas? ¿Eh? ¡Te he pillado!

—¿Cuánto tiempo hace que no te dan una paliza?

—Por favor, tú no puedes pegar a nadie, tienes que estar en paz absoluta con la creación para poder encontrar a Chispas, el Espíritu Maravilloso.

—La chispa divina.

—Eso, lo que sea. ¡Ah! ¿Y ahora que se supone que debo hacer? ¿Devolverle el golpe al Mesías?

—No, poner la otra mejilla. Venga, vamos, ponla.

Como ya he dicho, así fue como se inició el ilustrado intercambio de enseñanzas sagradas y antiguas:

El Kama Sutra dice:

Cuando una mujer enreda sus pequeños dedos de los pies en el pelo de la axila del hombre, y el hombre se sostiene sobre un solo pie mientras levanta a la mujer con su lingam y un pedazo de mantequilla, entonces alcanzan la postura que se conoce como «El rinoceronte manteniendo en equilibrio un donut de mermelada».

—¿Qué es un donut de mermelada?

—No lo sé. Es un término védico que se pierde en la noche de los tiempos, pero se dice que tuvo una gran importancia para los custodios de la ley.

—Ah.

El Katha Upanishad dice:

Más allá de los sentidos están los objetos

y más allá de los objetos está la mente.

Más allá de la mente está la razón pura

y más allá de la razón está el Espíritu en el hombre.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Tienes que pensarlo por ti mismo, pero significa que hay algo eterno en todos.

—Genial. ¿Y qué hay de los tipos esos que duermen en las camas de clavos?

—El yogui debe renunciar a su cuerpo si quiere experimentar lo espiritual.

—¿Y renuncia a él a través de los agujeritos que se le marcan en la espalda?

—Empecemos de nuevo.

El Kama Sutra dice:

Cuando un hombre aplica la cera del haba de la carnuba en el yoni de una mujer y la frota con un paño que no sea de gasa, o con una toalla de papiro hasta que se consiga un brillo de espejo, eso se llama «Preparar la mangosta para el intercambio».

—Mira, Kashmir me vende pedazos de pergamino y cada vez, cuando terminamos, me deja copiar los dibujos. Pienso encuadernarlos y fabricarme mi propio códice.

—¿Y eso lo has hecho tú? Parece que tiene que doler.

—Eso lo dice un tipo al que ayer tuve que sacar de una tinaja de vino rompiéndola con un martillo.

—Sí, bueno, no habría sucedido si me hubiera acordado de engrasarme los hombros, como me enseñó Melchor. —Joshua giró el dibujo para disponer de otra perspectiva—. ¿Estás seguro que eso no duele?

—No si mantienes el culo alejado de los quemadores de incienso.

—No, digo si no le duele a ella.

—Ah, a ella. ¿Quién sabe? Se lo preguntaré.

El Bhagavad Gita dice:

Soy imparcial con todas las criaturas,

y nadie me resulta odioso o querido

pero los hombres que se entregan a mí están en mí

y yo estoy en ellos.

—¿Qué es el Bhagavad Gita?

—Es como un poema largo en el que el dios Krishna da consejos al guerrero Arjuna cuando este conduce su carro a la batalla.

—¿De veras? ¿Y qué consejos le da?

—Le aconseja que no se sienta culpable por matar a sus enemigos, porque sus enemigos, esencialmente, ya están muertos.

—¿Sabes qué le aconsejaría yo si fuera dios? Le aconsejaría que se buscara a otro que le condujera ese maldito carro. Al Dios verdadero nunca lo pillarían conduciendo un carro.

—Bueno, hay que verlo como una parábola, si no la cosa apesta a falsos dioses.

—Nuestro pueblo no ha tenido nunca suerte con los falsos dioses. No sé, están como mal vistos. A nosotros nos matan y nos esclavizan cuando tonteamos con ellos.

—Iré con cuidado.

El Kama Sutra dice:

Cuando una mujer se sube a una mesa e inhala el vapor del eucalipto en infusión mientras hace gárgaras con una mezcla de limón, agua y miel, y el hombre la sujeta por las orejas y la penetra desde atrás mientras mira por la ventana a la muchacha que, al otro lado de la calle, pone la ropa a secar, esa postura se llama «Tigre distraído zumbándose una bola de pelo».

—Como esta no la encontraba en el libro, ella me la dictó de memoria.

—Está hecha toda una erudita, esa Kashmir.

—Estaba resfriada, pero acabó dándome la clase de todos modos. Creo que se está colgando de mí.

—¿Y cómo iba a ser de otro modo? Eres un tipo encantador.

—Vaya, gracias, Josh.

—De nada, Colleja.

—Y ahora cuéntame tú esas cositas tuyas del yoga.

El Bhagavad Gita dice:

Lo mismo que el viento que se mueve ampliamente está siempre presente en el espacio así todas las criaturas existen en mí. ¡Compréndelo para ser una de ellas!

—¿Y ése es un consejo que dar a alguien que se dirige a la batalla? Más bien parecería que Krishna debería decir algo así como: «¡Cuidado! ¡Una flecha! ¡Agáchate!».

—Sería lógico, sí —dijo Josh, suspirando.

El Kama Sutra dice:

La posición del «Mono rampante recogiendo cocos» se consigue cuando la mujer introduce los dedos en las fosas nasales del hombre y realiza un movimiento de vaivén con sus caderas y el hombre, al tiempo que acaricia con firmeza la campanilla de la mujer con los pulgares, restriega el lingam alrededor de su yonien dirección contraria a la de un líquido al colarse por un desagüe. (Se ha observado que, según el lugar, los líquidos se cuelan por los desagües girando en distintas direcciones. Esto es un misterio, pero un consejo genérico para lograr la posición del mono rampante es hacerlo en la dirección contraria a la del giro del líquido en el desagüe de la casa de cada quién.)

—Tus dibujos van mejorando —dijo Joshua—. En el primero que hiciste, parecía que ella tuviera rabo.

—Recurro a las técnicas de caligrafía que aprendimos en el monasterio, pero en este caso las aplico al dibujo de figuras. Josh, ¿estás seguro de que no te importa que hablemos de todas estas cosas, teniendo en cuenta que a ti nunca te estarán permitidas?

—No, me resultan interesantes. ¿A ti no te importa que yo te hable del cielo, verdad?

—¿Debería importarme?

—¡Mira! ¡Una gaviota!

El Katha Upanishad dice:

Para el hombre que lo ha conocido,

resplandece la luz de la verdad.

Para quien no lo ha conocido

hay tinieblas.

El sabio que lo ve en todo ser,

al abandonar esta vida,

alcanza la vida inmortal.

—Eso era lo que tú andabas buscando, ¿no? Lo de la chispa divina.

—No es para mí, Colleja.

—Josh, yo no soy un saco de arena. No me he pasado tanto tiempo estudiando y meditando sin vislumbrar siquiera un atisbo de eternidad.

—Me alegra saberlo.

—Claro que siempre ayuda que los ángeles se aparezcan de vez en cuando, y que tú vayas por ahí haciendo milagros, y esas cosas.

—Bueno, sí, supongo que algo debe de ayudar.

—Pero eso no es malo. Podemos usar esa chispa cuando regresemos a casa.

—No tienes ni idea de qué estoy hablando, ¿verdad?

—Ni la más remota.

Nuestros aprendizajes duraron otros dos años más, hasta que yo vi la señal que nos indicaba que debíamos regresar a casa. La vida transcurre lenta junto al mar, pero resulta agradable. A Joshua se le daba cada vez mejor multiplicar la comida, y mientras él insistía en llevar una vida austera, para no verse alterado por el mundo material, yo iba reuniendo algo de dinero. Además de pagarme con él mis lecciones, pude decorar mi cueva (con unos pocos dibujos eróticos, unas cortinas, varios cojines de seda), y comprar algunos artículos personales, un zurrón nuevo, una barra de tinta, unos pinceles, y una elefanta.

A la elefanta le puse de nombre Vana, que en sánscrito significa «viento», y aunque sin duda se merecía aquel nombre, lamento que no fuera precisamente porque corriera a gran velocidad. Dar de comer a Vana no era difícil, gracias al don de Joshua para convertir un puñado de hierba en una granja de forraje, pero por más que mi amigo intentó enseñarle yoga, ella nunca logró meterse en mi cueva: no cabía. (Yo tranquilizaba a Joshua, le decía que era más bien porque no sabía trepar, y no porque él fuera un mal maestro de yoga. «Si tuviera dedos, Josh, ahora mismo estaría aquí acurrucada, conmigo y con las gaviotas.») A Vana no le gustaba encontrarse en la playa cuando subía la marea y se le metía arena entre los dedos de las patas, por lo que vivía en unos pastos que quedaban por encima de los acantilados. A pesar de ello, nadar le entusiasmaba, y algunos días, en lugar de ir montado en ella, siguiendo la línea de la costa, hacia Nicobar, la hacía nadar hasta el puerto por debajo del agua, sacando solo la trompa. Yo me colocaba de pie, sobre su frente.

—¡Mira, Kashmir, camino sobre las aguas! ¡Camino sobre las aguas!

Mi princesa erótica se mostraba tan impaciente por que la estrechara en mis brazos que en lugar de admirar el espectáculo, como hacían los demás lugareños, solo lograba replicar:

—Aparca a la elefanta en la parte de atrás.

(Las primeras veces que lo dijo creí que se trataba de alguna postura del Kama Sutra que no habíamos aprendido, tal vez por haber pasado dos páginas a la vez, pero no, resultó que no tenía nada que ver.)

Kashmir y yo intimábamos cada vez más, a medida que nuestros estudios avanzaban. Una vez hubimos practicado dos veces las posturas del Kama Sutra, ella decidió que yo ya estaba preparado para pasar al siguiente nivel, que implicaba introducir la disciplina tántrica en nuestras artes amatorias. Y alcanzamos tal destreza en el arte de la cópula meditativa que incluso durante nuestros arrebatos más apasionados, Kashmir era capaz de sacarle brillo a sus joyas, contar el dinero o incluso preparar varias exquisiteces. Yo, por mi parte, había aprendido a controlar tanto las eyaculaciones que, con frecuencia, no era hasta que me encontraba ya camino de casa que conseguía derramar mi semilla.

Y así, un día, iba camino de casa, después de haber estado con Kashmir —Vana y yo pasábamos por el mercado, porque quería mostrar a mis amigos, los muchachos ex mendigos, las posibles recompensas que aguardaban a los hombres de disciplina y carácter (a saber, yo era propietario de un elefante, y ellos no)— cuando vi, recortada en la pared del templo de Vishnu, una mancha de agua sucia que las humedades, el moho y el polvo levantado por el viento habían creado, y que, con su forma, componía el rostro de María, la madre de mi mejor amigo.

—Sí, a veces lo hace —me comentó Joshua cuando trepé hasta el borde de su cueva y le anuncié la noticia. Melchor y él habían estado meditando, y el anciano, como de costumbre, parecía estar muerto—. Cuando éramos niños lo hacía constantemente. A Jaime y a mí nos mandaba a limpiar las paredes, para que la gente no lo viera. A veces su rostro aparecía en gotitas de agua que se posaban sobre el polvo, a veces se formaba con las pieles de las uvas que caían de la prensa del vino. Pero casi siempre era en las paredes.

—No me lo habías contado nunca.

—No podía. Con lo mucho que la idolatrabas, habrías convertido aquellas imágenes en santuarios.

—¿Es que salía desnuda en aquellos retratos?

En aquel momento Melchor carraspeó, y los dos nos volvimos a mirarlo.

—Joshua, o tu madre o Dios te han enviado un mensaje. Da igual quién lo envíe, el mensaje es el mismo. Ha llegado el momento de que regreses a casa.

Partiríamos a la mañana siguiente, rumbo al norte, y Nicobar quedaba al sur, por lo que dejé a Joshua solo, empaquetando nuestras cosas y cargándolas en Vana, mientras yo me dirigía a pie hasta la ciudad, para informar a Kashmir.

—Vaya, hasta Galilea. ¿Tienes dinero para el viaje?

—Un poco.

—¿Pero ahora no lo llevas encima?

—No.

—Bueno, está bien. No importa.

Juraría que vi lágrimas en sus ojos cuando cerró la puerta.

A la mañana siguiente, la elefanta ya cargada con mis dibujos y mi material artístico, mis cojines, cortinas y alfombras, mi cafetera de latón, mi tetera, mi incensario; mi par de mangostas en su jaula de bambú; mi juego de tambores y mi parasol; mi túnica de seda, mi sombrero para el sol, mi sombrero para la lluvia, mi colección de figurillas eróticas talladas, y el cuenco de Joshua, nos reunimos en la playa para despedirnos. Melchor se plantó frente a nosotros, con su taparrabos por todo atuendo. El viento hacía ondear los mechones de su barba y de su pelo blancos, que rodeaban su rostro como nubes veloces. No había tristeza en su gesto, pero, claro, había entregado su vida a distanciarse del mundo material, del que nosotros formábamos parte. Él ya se había despedido de nosotros hacía mucho tiempo.

Joshua hizo ademán de abrazar al anciano, pero cambió de opinión y le posó la mano en el hombro. Y entonces, solo por una vez, vi sonreír a Melchor.

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