Cordero (20 page)

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Authors: Christopher Moore

—Te conseguiré un mapa.

Y eso hizo. Por desgracia, el portero solo fue capaz de encontrar un mapa del mundo publicado por una aerolínea asociada con el hotel, de modo que tal vez no resulte demasiado preciso. En ese mapa, el siguiente tramo de nuestro viaje ocupa quince centímetros, y valdría treinta mil puntos canjeables por millas de vuelo. Espero que con eso lo entendáis mejor.)

El comerciante se llamaba Ahmad Mahadd Ubaidullaganji, pero dijo que podíamos llamarlo «señor». Nosotros lo llamábamos Ahmad. Nos condujo, a través de la ciudad, hasta la ladera de una colina en la que estaba acampada su caravana. Era propietario de cien camellos, que llevaba por la Ruta de la Seda junto con una docena de hombres, dos cabras, tres caballos y una mujer sin el menor encanto que respondía al nombre de Kanuni. Nos hizo entrar en su tienda, que era más grande que las casas en las que Joshua y yo habíamos crecido. Nos sentamos sobre mullidas alfombras, y Kanuni nos sirvió dátiles rellenos y vino de una jarra que tenía forma de dragón.

—¿Y bien? ¿Qué quiere el Hijo de Dios de mi amigo Baltasar? —preguntó Ahmad, que sin darnos tiempo a responder se echó a reír con tales carcajadas que estuvo a punto de derramar el vino. Tenía la cara muy redonda, los pómulos altos y unos ojos negros, pequeños, rodeados de arrugas, de tanto reírse y exponerse a los vientos del desierto—. Lo siento, amigos, pero hasta ahora no había estado en presencia del Hijo de Dios. Por cierto, ¿qué Dios es tu padre?

—El único Dios —me adelanté yo.

—Sí —corroboró Joshua—. Ese.

—¿Y cuál es el nombre de tu Dios?

—Papá —dijo Joshua.

—Se supone que no podemos pronunciar su nombre.

—¡Papá! —repitió Ahmad—. Me encanta. —Y soltó una risita—. Ya sabía que erais hebreos, y no se os permite pronunciar el nombre de vuestro Dios. Pero quería ver si vosotros lo hacíais. «Papá». Es genial.

—No es mi intención ser grosero —tercié yo—, y sin duda nos encantan los refrescos que nos has servido, pero se nos hace tarde, y nos has dicho que nos llevarías a ver a Baltasar.

—Y eso haré. Saldremos por la mañana.

—¿Salir? ¿Hacia dónde?

—Hacia Kabul, que es donde Baltasar vive ahora.

Yo no había oído hablar jamás de Kabul, y me parecía que aquello, en sí mismo, no era un buen augurio.

—¿Y Kabul queda muy lejos?

—En camello, no deberíamos tardar más de dos meses —dijo Ahmad.

De haber sabido entonces lo que sé ahora, tal vez me hubiera levantado y hubiera exclamado: «Cáspita, señor, pero si solo está a quince centímetros y a treinta mil puntos canjeables por millas de vuelo». Pero como no lo sabía, me limité a exclamar: «¡Mierda!».

—Os llevaré a Kabul —prosiguió Ahmad—, pero ¿sabéis hacer algo que os ayude a pagaros el viaje?

—Yo sé carpintería —respondió Joshua—. Mi padrastro me enseñó a reparar las sillas de los camellos.

—¿Y tú? —me preguntó—. ¿Qué sabes hacer tú?

Pensé en mi experiencia de cantero, pero la desestimé al momento. Y mis prácticas como tonto del pueblo, a las que yo creía que siempre podría recurrir, tampoco me iban a servir de gran cosa. Había descubierto, sí, una habilidad nueva como educador sexual, pero, no sé, me parecía que no iba a serme de gran utilidad en un viaje de dos meses con catorce hombres y una mujer poco agraciada. ¿Qué sabía hacer yo que pudiera allanarme el camino a Kabul?

—Si alguien en la caravana la palma, yo soy un plañidero de primera —dije al fin—. ¿Quieres oír un canto fúnebre?

Ahmad se rió hasta no poder más, y luego llamó a Kunani para que le trajera el zurrón. Cuando lo tuvo en sus manos, lo abrió y extrajo de él las salamandras secas que le había comprado a la arpía.

—Tomad, esto os va a hacer falta —dijo.

Los camellos muerden. Sin el menor motivo, los camellos te escupen, te pisan, te patean, te gritan, eructan y se echan pedos a tu paso. Son testarudos en el mejor de los casos, malhumorados en el peor. Si los provocas, te muerden. Si introduces un anfibio deshidratado por el culo de un camello, éste se siente provocado, y doblemente si dicha operación se efectúa mientras el animal está dormido. Los camellos son sigilosos. Y muerden.

—Yo puedo curarte eso —me dijo Joshua, sin apartar los ojos de las inmensas marcas de dientes de camello que me recorrían la frente. Formábamos parte de la caravana de Ahmad, que recorría la Ruta de la Seda, que no estaba hecha de seda y que, en realidad, no era sino un sendero estrecho que se abría paso a través de un paisaje desértico, inhóspito y elevado que corresponde a lo que hoy es Siria, y se dirigía a un paisaje desértico, inhóspito y bajo que corresponde a lo que hoy es Irak.

—Él dijo que eran sesenta días a camello. ¿No quiere decir eso que deberíamos ir montados sobre los animales, y no andando?

—Echas de menos a tus amiguitos los camellos, ¿verdad? —Joshua me mostró aquella sonrisita arrogante de Hijo de Dios. Aunque tal vez fueran imaginaciones mías y se tratara solo de una sonrisa normal y corriente.

—Es que estoy cansado, nada más. Me he pasado media noche vigilando a esos.

—Ya lo sé. Y yo he tenido que levantarme al alba para arreglar una de las sillas antes de partir. Las herramientas de Ahmad dejan bastante que desear.

—No, claro, Josh, el mártir eres tú. Lo que yo me he pasado toda la noche haciendo no tiene la menor importancia. Lo que digo es que deberíamos ir montados en un camello, y no ir a pie.

—Ya lo haremos —dijo Joshua—. Pero todavía no.

Los hombres que integraban la caravana iban todos montados en los animales, aunque algunos de ellos, lo mismo que Kanuni, viajaban a caballo. Los camellos cargaban con grandes fardos que contenían herramientas de hierro, tintes en polvo y sándalo, productos todos ellos destinados a los mercados de Oriente. Al llegar al primer oasis de las tierras altas, Ahmad cambió los caballos por cuatro camellos más, y, entonces sí, a Joshua y a mí nos permitieron montar. De noche comíamos con el resto de los hombres, compartíamos con ellos legumbres hervidas o pan con pasta de sésamo, algún que otro pedazo de queso, puré de garbanzos con ajo, de tarde en tarde carne de cabra, y en ocasiones aquella bebida negra y caliente que habíamos descubierto en Antioquía (mezclada con azúcar de dátil y con leche de cabra espumosa, así como con un toque de canela, a sugerencia mía). Ahmad cenaba solo en su tienda, mientras los demás lo hacíamos bajo el toldo abierto que nos habíamos construido para que nos protegiera en las horas más calurosas del día. En el desierto, la temperatura se incrementa con el paso de las horas, por lo que cuando hace más calor es a media tarde, justo antes de que el sol, en su descenso, traiga unos vientos calientes que te arrebatan la poca humedad que te queda en la piel.

Ninguno de los hombres de Ahmad hablaba arameo ni hebreo, pero sí algo de latín y de griego, lo bastante como para burlarse de Joshua y de mí en relación con diversos temas, siendo, entre todos ellos, su favorito, y como no podía ser de otro modo, mi trabajo como «desatascador» de camellos. Aquellos hombres procedían de distintas tierras, y de algunas de ellas nosotros no habíamos ni oído hablar. Los había negros como etíopes, con frentes altas y extremidades largas y elegantes, y los había bajos y paticortos, de hombros poderosos, pómulos prominentes y bigotes finos, como los de Ahmad. Pero ninguno de ellos era gordo, débil ni lento. Cuando no hacía ni una semana que habíamos salido de Antioquía, ya habíamos aprendido que bastaba con dos hombres para cuidar y guiar una caravana de camellos, por lo que nos extrañaba que alguien tan astuto como Ahmad contratara a tantos empleados superfluos.

—Bandidos —dijo Ahmad, moviendo el cuerpo hasta dar con una postura más cómoda en lo alto de su camello—. No me haría falta más que un par de zoquetes como vosotros si se tratara solo de cuidar de los camellos. Mis hombres son guardias. ¿Por qué creéis que todos van armados con arcos y con lanzas?

—Sí —intervine yo, dedicando a Josh una mirada de reproche—. ¿Es que no has visto las lanzas? Son guardias. Esto... Ahmad, ¿no te parece que Joshua y yo también deberíamos llevar lanzas... cuando... bueno... cuando pasemos por la zona de los bandidos?

—Hace cinco días ya que los bandidos nos siguen —fue la respuesta de Ahmad.

—Nosotros no necesitamos lanzas —anunció Joshua—. No pienso permitir que ningún hombre cometa el pecado del latrocinio. Si alguien quiere algo que es mío, solo tiene que pedírmelo, y yo se lo daré.

—Dame el resto de tu dinero —le reté.

—Ni hablar —dijo él.

—Pero si acabas de decir que...

—Sí, pero no hablaba de ti.

La mayoría de las noches Joshua y yo dormíamos al aire libre, junto a la tienda de Ahmad, entre los camellos, y con tal de guarecernos de los vientos soportábamos sus ronquidos y sus gruñidos. Los hombres dormían en tiendas de a dos, excepto la pareja que montaba guardia toda la noche. Con frecuencia, mucho después de que el campamento hubiera quedado ya en silencio, Joshua y yo permanecíamos tumbados boca arriba, despiertos, contemplando las estrellas y rumiando sobre las grandes preguntas de la vida.

—Josh, ¿tú crees que los bandidos nos robarán y nos matarán, o que solo nos robarán?

—Diría que primero nos robarán, y después nos matarán. Aunque, si les parece que no encuentran algo y creen que lo tenemos escondido, tal vez nos torturen para averiguar su paradero.

—Bien pensado.

—¿Tú crees que Ahmad se acuesta con Kanuni? —me preguntó Joshua.

—No es que lo crea, es que lo sé. Me lo ha dicho él.

—¿Y cómo crees que es? Entre ellos dos, quiero decir. Él es muy gordo, y ella... bueno, ya sabes.

—Sinceramente, Josh, prefiero no pensar en ello. Pero gracias por introducirme esa imagen en la mente.

—Quieres decir que eres capaz de imaginártelos juntos.

—Ya basta, Joshua. No puedo contarte cómo es el pecado. Tendrás que pecar por ti mismo. ¿Qué va a ser lo siguiente? ¿Voy a tener que matar a alguien para poder explicarte qué es eso de matar?

—Pero es que yo no quiero matar.

—Pues tal vez tengas que hacerlo, Josh. No creo que los romanos vayan a retirarse solo porque se lo pidamos.

—Ya se me ocurrirá algo. Lo que pasa es que todavía no lo sé.

—¿No sería gracioso que al final resultara que no eres el Mesías? Toda la vida absteniéndote de conocer mujer, para descubrir, al final, que no eras más que un profeta menor.

—Sí, sería muy divertido —dijo Josh. Pero no sonreía.

—Bueno, un poco divertido sí sería.

El viaje parecía avanzar mucho más deprisa una vez supimos que nos seguían los bandidos. Nos daba algo de que hablar, y sentíamos la espalda más ligera, pues nos pasábamos el día girándonos en las sillas y oteando el horizonte. Fue casi algo triste cuando, tras diez días siguiéndonos los pasos, se decidieron a atacar.

Ahmad, que solía encabezar la caravana, retrocedió y se colocó a nuestro lado.

—Los bandidos nos tenderán la emboscada en el interior de ese paso que viene ahora —nos informó. El camino serpenteaba, internándose en un cañón de laderas empinadas a ambos lados, rematadas por hileras de grandes rocas y torres de piedra erosionadas por el viento—. Se ocultan tras esas rocas, a ambos lados. No miréis o nos delataréis.

—Si sabéis que van a atacarnos, ¿por qué no paramos y nos defendemos?

—Nos atacarán de todos modos. Mejor caer en una emboscada de la que ya tenemos conocimiento que en una que ignoremos. Además, ellos no saben que nosotros lo sabemos.

Me fijé en que los guardias bajos y fornidos, los de los bigotes finos, extraían unos arcos cortos de unos sacos que llevaban bajo las sillas, y con la delicadeza que otro usaría para apartarse una telaraña de un ojo, los tensaban. Quien los observara desde lejos apenas se percataría de sus movimientos.

—¿Qué quieres que hagamos? —le pregunté a Ahmad.

—Intentad que no os maten. Sobre todo tú, Joshua. Baltasar se enfadará mucho si me presento ante él contigo muerto.

—Un momento —dijo Joshua—. ¿Baltasar sabe que vamos?

—Sí, claro —se rió Ahmad—. Fue él quien me dijo que cuidara de ti. ¿Tú te crees que ayudo a todos los mequetrefes que caminan perdidos por el mercado de Antioquía?

—¿Mequetrefes? —Por un momento había olvidado lo de la emboscada.

—¿Cuánto tiempo hace que te pidió que nos buscaras?

—No lo sé. Inmediatamente después de que dejara Antioquía para instalarse en Kabul, hará unos diez años. Pero eso no importa ahora. Debo regresar junto a Kanuni. Los bandidos la espantan.

—Pues deja que esos bandidos la miren bien a ella. Ya veremos quién espanta a quién.

—No miréis hacia los peñascos —se limitó a repetir Ahmad mientras se alejaba de nosotros.

Los bandidos descendieron por las laderas del congosto como una avalancha sincronizada, forzando al máximo el equilibrio de sus camellos, y arrastrando a su paso un río de piedras y de arena. Eran veinticinco, tal vez treinta, todos ellos vestidos de negro, la mitad a lomos de camellos, blandiendo espadas o estacas, la otra mitad a pie, con unas lanzas largas pensadas para degollar a los jinetes.

Una vez iniciada la carga, cuando todos los bandidos descendían ya colina abajo, nuestros guardias separaron la caravana en dos y dejaron un espacio vacío en el camino, allí donde debía consumarse el choque. Los atacantes avanzaban con tal impulso que no pudieron cambiar de dirección. Tres de sus camellos cayeron sobre la arena en su intento de frenar.

Nuestros guardias se dividieron en dos grupos, tres hombres delante, con las lanzas largas, y los arqueros inmediatamente después. Cuando éstos ocuparon sus puestos, lanzaron sus flechas contra los bandidos, y cada vez que alguna alcanzaba el blanco, el herido arrastraba a dos o tres más en su caída, por lo que, en cuestión de segundos, la carga se había convertido en una avalancha de piedras, hombres y camellos. Éstos gritaban, y oíamos el chasquido de huesos al partirse, y a los hombres chillar mientras rodaban, convertidos en una bola sangrienta, en dirección al sendero. Algunos se levantaban y pretendían atacar, pero una sola flecha de nuestros hombres bastaba para abatirlos de nuevo. Un bandido, montado a lomos de su camello, se dirigía a la retaguardia de la caravana, donde los tres lanceros lograron descabalgarlo, con grandes salpicaduras de sangre. Todos los movimientos que se producían en el cañón eran recibidos con el disparo de una flecha. Otro de los atacantes, con una pierna rota, ascendía a gatas por la ladera, pero una flecha le alcanzó la nuca y detuvo su avance.

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