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Authors: Christopher Moore

Cordero (19 page)

Lo único remotamente parecido que yo había visto en mi vida era la hilera de peregrinos que se dirigía a Jerusalén en los días de celebración, pero allí no había visto tanto colorido, oído tanto ruido ni sentido tanta excitación.

Nos detuvimos frente a un puesto y le compramos una bebida caliente, negra, a un anciano arrugado que llevaba el esqueleto de un pájaro teñido a modo de sombrero. Aquel hombre nos enseñó cómo se preparaba aquel brebaje con las semillas de unas bayas que antes se tostaban, después se molían hasta obtener un polvo que luego se mezclaba con agua hirviendo. Todo aquello nos lo explicó por señas, pues el hombre no hablaba ninguna de las lenguas con las que nosotros estábamos familiarizados. Mezcló aquel líquido con miel y nos lo ofreció, pero aun así, cuando lo probé, me pareció que le faltaba algo. Era, no sé, demasiado oscuro. Vi que por allí pasaba una mujer que llevaba una cabra, y, quitándole la taza a Joshua, corrí tras ella. Con permiso de la cabrera, ordeñé un poco al animal, y vertí unas gotas de leche en cada taza. El anciano protestó, dándome a entender que había cometido una especie de sacrilegio, pero la leche había salido tibia y espumosa, y sirvió para rebajar un poco el amargor de aquella bebida negra. Joshua apuró la suya, y le pidió dos tazas más al viejo, al tiempo que entregaba a la cabrera una moneda pequeña, de cobre, por las molestias. A continuación, ofreció al hombre la segunda taza, para que la probara, y éste, tras mucha gesticulación, dio un sorbo. Al momento, una sonrisa se dibujó en su boca desdentada, y antes de que nosotros nos fuéramos ya parecía haber llegado a un acuerdo con la cabrera. Yo vi que molía más semillas en un cilindro de cobre, mientras la mujer ordeñaba a la cabra y recogía la leche en un cuenco hondo de barro cocido. Al lado había un vendedor de especias, y hasta mí llegó el aroma de la canela, el clavo y las demás variedades expuestas en canastos que descansaban en el suelo.

—Pues también podríais —le dije a la mujer en latín—, cuando os hayáis puesto de acuerdo, espolvorear un poco de canela sobre la bebida. Creo que quedaría perfecta.

—Tu amigo se va —me respondió ella.

Y, en efecto, al girarme, vi la cabeza de Joshua, quien estaba a punto de doblar una esquina que llevaba al mercado de Antioquía, y de perderse entre una muchedumbre. Corrí para darle alcance.

Joshua se chocaba con la gente al pasar, y al parecer lo hacía a propósito, mientras murmuraba en un tono lo bastante alto como para que yo lo oyera cada vez que golpeaba a alguien con el hombro o con el codo.

—Ese tipo, curado. Ésa también. He detenido su sufrimiento. A ése lo he curado. A ése le he dado consuelo. Ah, cómo apestaba ése. Curada. Oh, vaya, ése se me ha escapado por los pelos. Curado. Curado. Consolada. Calmado.

La gente se volvía a mirar a Joshua como se gira uno cuando alguien le pisa un pie, con la diferencia de que aquellos parecían sonreír, o se mostraban perplejos, pero en ningún caso enojados, como habría sido de esperar.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.

—Practicando —me respondió—. ¡Vaya, menudo asco de pie!

Giró sobre sus talones, y a punto estuvo de perder la sandalia. Acto seguido, le dio una palmadita en la nuca a un hombrecillo calvo.

—Eso está mejor.

El calvo se giró a ver quién le había golpeado. Josh ya se había puesto en marcha de nuevo.

—¿Qué tal el dedo gordo del pie? —le preguntó en latín.

—Bien —respondió él, esbozando una sonrisa feliz, embobada, como si su dedo gordo del pie acabara de enviarle un mensaje diciéndole que, en el mundo, todo iba estupendamente.

—Ve con Dios y... —Josh se dio la vuelta, dio un salto, apoyó las dos manos en los hombros de un desconocido y exclamó—: ¡Sí, curación doble! Id con Dios, amigos, dos veces con Dios.

A mí todo aquello empezaba a incomodarme. La gente se había puesto a seguirnos entre la multitud. No es que fueran muchos, pero sí algunos. Tal vez cinco o seis, y todos con aquella sonrisa seráfica dibujada en los labios.

—Joshua, tal vez deberías... calmarte un poco.

—¿Te puedes creer que toda esta gente necesite sanar? A ese lo he curado. —Se acercó más a mí y me susurró al oído—: Ese tipo de ahí tenía la viruela. Y ahora podrá orinar sin dolor por primera vez en años. Disculpa.

Y volvió a confundirse entre la muchedumbre.

—Curado, curada, aliviado, consolado.

—Aquí no nos conoce nadie, Josh, y estás llamando la atención. Tal vez no sea del todo seguro...

—No es como si fueran ciegos ni tullidos. Si nos encontramos con cosas más serias, tendremos que parar, sí. ¡Curado! Dios te bendiga. ¿No hablas latín? ¿Griego? ¿Hebreo? ¿No?

—Ya se lo imaginará, Josh —le dije—. Deberíamos ir a buscar a la anciana.

—Ah, sí. ¡Curada! —Josh le dio un bofetón considerable a una mujer hermosa. Su marido, un hombre corpulento que llevaba una túnica de piel, no pareció precisamente complacido. Desenvainó una daga que llevaba al cinto y se dirigió hacia Joshua—. Lo siento, señor —dijo él sin dar un solo paso atrás—. No he podido evitarlo. Tenía un pequeño demonio, y he tenido que quitárselo. Se lo he enviado a ese perro de ahí. Id con Dios. Gracias, gracias, muchas gracias.

La mujer sujetó el brazo de su esposo y le dio la vuelta. Todavía tenía los dedos de Joshua marcados en la mejilla, pero sonreía.

—¡He vuelto! —le dijo—. He vuelto.

Lo zarandeó, y la ira pareció abandonarlo de todo. Observó a Joshua con tal expresión de asombro y miedo que temí que fuera a desmayarse. Soltó el arma y abrazó a su mujer. Joshua se acercó corriendo a ellos, y los rodeó a los dos con sus brazos.

—¿Quieres parar, por favor? —le imploré.

—Pero es que yo amo a toda esta gente.

—La amas, ¿verdad?

—Sí.

—Pues él ha estado a punto de matarte.

—Esas cosas pasan. Pero eso es solo porque no entendía. Ahora ya entiende.

—Me alegro de que lo haya pillado. Vamos a buscar a la anciana.

—Sí, y después volvemos y nos tomamos otra de esas bebidas calientes —propuso Joshua.

Encontramos a la bruja vendiendo un montoncito de pies de mono a un comerciante gordo, vestido con túnica rayada, de seda, y tocado con un sombrero cónico confeccionado con una especie de hierba áspera.

—Pero si todas estas patas son traseras —protestaba el comerciante.

—Tienen los mismos poderes mágicos, pero salen más baratas —le respondió ella, echando hacia atrás el pañuelo que le cubría un lado de la cara y mostrando, al hacerlo, un ojo blanco, lechoso. Se trataba, sin duda, de una técnica intimidatoria.

El comerciante no pensaba dejarse convencer.

—Es un hecho conocido que la pata delantera de un mono es el mejor talismán para predecir el futuro, pero la pata trasera...

—En ese caso el mono tendría que ver lo que se le venía encima —comenté yo en voz alta, y los dos se volvieron y me miraron como si acabara de estornudar encima de sus falafels. La vieja retrocedió un poco, a punto, al parecer, de lanzarme un maleficio, o tal vez una piedra—. Si eso fuera cierto —proseguí—, me refiero a que se pudiera adivinar el futuro gracias a la pata de un mono... bueno... que lo que quiero decir es que el mono tiene cuatro patas, ¿no?, y... esto... no importa, dejadlo.

—¿Cuánto cuestan estas? —preguntó entonces Joshua, levantando un puñado de salamandras secas de una de las cestas.

La anciana se volvió para mirarlo.

—No puedes usar tantas a la vez —le dijo.

—¿Ah, no?

—Esas patas no sirven de nada —intervino el comerciante, agitando las patas traseras de dos ex monos y medio, que eran como pies de persona pero en miniatura, aunque cubiertas de pelo, y con los dedos más largos.

—Supongo que si eres mono te resultarán prácticas para no dejar que el culo te arrastre por el suelo —tercié yo, siempre conciliador.

—¿Y bien? ¿Cuántas necesito? —preguntó Joshua. Sin saber bien cómo, su estrategia para salvarme había desembocado en una negociación para adquirir salamandras crujientes.

—¿Cuántos camellos estreñidos tienes? —preguntó la arpía.

Joshua dejó los lagartos secos en la cesta.

—Bueno, pues...

—¿Funcionan? —preguntó el mercader—. Para los camellos estreñidos, quiero decir.

—No fallan nunca.

El mercader se rascó la barba puntiaguda con una pata de mono.

—Acepto el precio de estas inútiles patas de mono si me regalas un puñado de salamandras.

—Trato hecho —dijo.

El mercader abrió el zurrón que llevaba al hombro y metió dentro las patas de mono, seguidas de un puñado de salamandras.

—¿Y cómo funcionan? ¿Las preparas en infusión y se la das de beber a los camellos?

—No, de beber no. Por el otro extremo. Y se meten enteras. Cuenta hasta cien y apártate.

El mercader abrió mucho los ojos, y luego los entrecerró y se volvió hacia mí.

—Muchacho —me dijo—, si sabes contar hasta cien, tengo un trabajo para ti.

—Le encantaría trabajar para usted, señor —respondió Joshua—. Pero debemos encontrar a Baltasar, el rey mago.

La bruja ahogó un grito y retrocedió hasta un rincón de su tenderete, cubriéndose toda la cara menos el ojo blanco.

—¿De qué conocéis a Baltasar? —Se llevó las manos a la cara, unas manos que eran como zarpas, y vi que toda ella temblaba.

—¡Baltasar! —le grité yo, y la anciana estuvo a punto de incrustarse en la pared que tenía a su espalda. Me eché a reír, y estaba a punto de asustarla pronunciando de nuevo aquel nombre cuando Joshua me interrumpió.

—Baltasar partió de aquí rumbo a Belén para ser testigo de mi nacimiento —dijo—. Busco su consejo. Su sabiduría.

—¿Invocarías la oscuridad, te casarías con demonios y volarías con un espíritu maligno como es Baltasar? No te quiero cerca de mi puesto. Aléjate de aquí. —Hizo un gesto para protegerse del mal de ojo, algo redundante, en su caso.

—No, no —tercié yo—. Nada de eso. El mago se dejó... un poco de incienso en casa de Joshua. Y tenemos que devolvérselo.

La anciana me miró con el ojo bueno.

—Mientes.

—Sí, miente.

—¡Baltasar! —le grité yo en la cara. Pero no generó en ella el mismo efecto que la primera vez, y yo me sentí algo decepcionado.

—Basta ya —me recriminó ella.

Joshua se adelantó para sujetarle la mano decrépita.

—Abuela —le dijo—, el capitán de nuestro barco, Tito Inventio, nos ha dicho que tú sabrías dónde encontrar a Baltasar. Por favor, ayúdanos.

La anciana pareció relajarse, y cuando yo creía que estaba a punto de sonreír, arañó la mano de mi amigo y dio un paso atrás.

—Tito Inventio es un bribón.

Joshua se miró la sangre que inundaba los surcos que le habían dejado aquellas uñas largas, y por un momento temí que fuera a desmayarse. Siempre le sorprendían las muestras de violencia y maldad de los demás, pues no las comprendía. Probablemente, tendría que pasarme medio día explicándole por qué aquella anciana lo había arañado, pero en aquel instante me sentía furioso.

—¿Sabes qué? ¿Sabes qué? ¿Sabes qué? —le decía, apuntándole la nariz con el índice—. Acabas de arañar al Hijo de Dios. Que lo sepas, eso es lo que has hecho.

—El mago ha abandonado Antioquía, y de buena nos hemos librado —soltó la bruja con su voz aguda.

El comerciante gordo lo había presenciado todo sin decir nada, pero en ese momento se echó a reír con tal fuerza que yo apenas oía a la vieja lanzar sus maldiciones.

—O sea, que quieres encontrar a Baltasar, ¿verdad, Hijo de Dios?

Joshua abandonó al fin la contemplación ensimismada de sus heridas, y miró al comerciante.

—Sí, señor. ¿Usted lo conoce?

—¿Para quién crees que son estas patas de mono? Sígueme.

Y, tras dar media vuelta, se alejó sin decir nada más.

Mientras los seguíamos por una callejuela tan estrecha que sus hombros casi rozaban las paredes, me giré y me dirigí por última vez a la vieja arpía:

—¡La has hecho buena, bruja! ¡Recuerda bien mis palabras!

Ella emitió una especie de silbido, y volvió a protegerse del mal de ojo con un gesto.

—Esa mujer asusta un poco —dijo Joshua, mirándose de nuevo los rasguños de la mano.

—No deberías juzgar tanto a los demás, Josh, tú mismo también asustas un poco, a veces.

—¿Adónde crees que nos lleva este hombre?

—Seguramente, a algún lugar en el que pueda asesinarnos y matarnos.

—Sí, o al menos una de esas dos cosas.

11

Desde mi intento de fuga, no hay manera de que el ángel abandone el dormitorio en ningún momento. Ni siquiera por su querido Culebrones Digest. (Sí, cuando salió a comprar el primero, habría sido un buen momento para escapar, pero en aquel momento yo no tenía intención de hacerlo, o sea que a callar.) Hoy le he pedido que me trajera un mapa.

—¿Que por qué? Porque nadie va a saber de qué sitios hablo —le he dicho—. Tú quieres que escriba en este idioma para que la gente entienda lo que digo, ¿no? Entonces, ¿Por qué voy a usar nombres de lugares que llevan miles de años desaparecidos? Necesito un mapa.

—No —ha dicho el ángel.

(¿Sabíais que, en los hoteles, atornillan las lámparas a las mesillas de noche, lo que las inutiliza para ser empleadas como instrumento de persuasión cuando uno intenta convencer a un ángel testarudo para que haga lo que se le pide? Me ha parecido que era algo que debíais saber. Y es una lástima, pues en este caso, la lámpara se ve maciza.)

—¿Pero cómo voy a dar cuenta de las acciones heroicas del arcángel Raziel si no puedo hablar de los lugares en que dichas acciones tuvieron lugar? ¿Qué quieres que escriba? «Y entonces, en un punto indeterminado, que más bien quedaba a la izquierda de la Gran Muralla, el cabrón de Raziel se apareció con una pinta horrible, pues probablemente había recorrido una larga distancia, o tal vez no?» ¿Es eso lo que quieres? ¿O prefieres esto: «Y entonces, a apenas un kilómetro y medio del puerto de Ptolemaida, fuimos de nuevo agraciados con la fulgurante magnificencia del arcángel Raziel»? Vamos, dímelo, ¿cuál de las dos versiones prefieres?

(Sé lo que estáis pensando, que el ángel me salvó la vida cuando Tito me lanzó por la borda, y que yo debería ser más comprensivo con él. Que no debería manipular a una pobre criatura a la que le han concedido un ego, pero no el libre albedrío, ni la capacidad de generar pensamiento creativo, ¿verdad? Y sí, estoy de acuerdo, tenéis razón, pero tened en cuenta que el ángel solo intervino para salvarme porque Joshua rezó por mi rescate. Y no olvidéis que podría habernos ahorrado muchas dificultades a lo largo de los años si hubiera acudido en nuestra ayuda más a menudo. Y recordad que, a pesar de que quizá sea la criatura más hermosa que he visto en mi vida, Raziel es tonto del culo. Sea como fuere, lo de apelar a su ego funcionó.)

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