Authors: Christopher Moore
—¿De veras? —dijo Raziel, y le quitó el sonido al televisor por primera vez en días, o eso me pareció a mí, al menos—. Entonces, dime, Levi, al que llaman Colleja, si viendo esto estoy abusando de la poca libertad que se me ha otorgado mientras llevo a cabo esta misión, entonces ¿qué dirías tú de tu gente?
—Por mi gente te refieres a los seres humanos, ¿no? —Intentaba ganar tiempo. No recordaba que el ángel hubiera tenido razón nunca, hasta ese momento, y no estaba preparado para ello—. Eh, a mí no me mires, que llevo muerto dos mil años. Yo no habría permitido que sucediera algo así.
—Sí, sí, claro —dijo el ángel, cruzándose de brazos y componiendo un gesto de incredulidad que había aprendido de uno de aquellos raperos delincuentes que salían en la MTV.
Si algo había aprendido de Juan el Bautista era que cuanto antes confiesas tus errores, antes puedes irte a cometer más. Bueno, eso y que es mejor no provocar la ira de Salomé.
—Está bien, de acuerdo, la hemos cagado sí.
—Eso digo yo, colega —dijo el ángel, con cara de absoluta satisfacción.
¿Ah, sí? ¿Dónde estaba él cuando lo necesitábamos, a él y a su espada de la justicia, en la fortaleza de Baltasar? Probablemente en Grecia, viendo torneos de lucha.
Entretanto, cuando llegamos a la biblioteca, Baltasar estaba sentado junto a la pesada mesa de dragones, comiendo un pedazo de queso y dando sorbos al vino, mientras Túneles y Vainas de Guisante vertían una cera amarilla, pegajosa, sobre su calva y la extendían con unas palas pequeñas, de madera. Las pizarras y los caballetes que se usaban durante mis lecciones habían sido apartados y se apoyaban en unos estantes llenos de pergaminos y códices.
—El azul te sienta bien —comentó Baltasar.
—Sí, eso dicen todos. —La pintura, una vez se secó, no se iba, pero al menos había dejado de picarme la piel.
—Entrad, sentaos. Bebed un poco de vino. Esta mañana han traído queso de Kabul. Probad un poco.
Joshua y yo ocupamos las sillas que quedaban del otro lado de la mesa, frente al mago. Josh, fiel a sí mismo, ignoró mi consejo y le preguntó a Baltasar a bocajarro lo de las puertas de hierro.
Al instante, el semblante alegre del brujo se tornó grave.
—Hay algunos misterios con los que uno debe aprender a convivir. ¿Acaso no le dijo vuestro Dios a Moisés que nadie debía alzar la vista para verle el rostro, y el profeta lo aceptó? Así también vosotros debéis aceptar que no podéis saber qué encierra esa estancia de las puertas de hierro.
—Conoce la Tora, y los Profetas, y los Escritos también —me comentó Joshua—. Baltasar sabe más de Salomón que cualquiera de los rabinos y sacerdotes de Israel.
—Qué guay, Josh. —Le alargué un pedazo de queso para mantenerlo entretenido y, dirigiéndome a Baltasar, añadí—: Pero te olvidas del culo de Dios. —(Cuando uno se pasa la vida con el Mesías, acaba aprendiendo también él algo de la Tora.)
—¿Qué? —se sorprendió el mago. En ese instante las muchachas sujetaron los bordes del casco de cera solidificada que habían creado en la cabeza de Baltasar y se lo arrancaron con un movimiento rápido—. ¡Ah! ¡Arpías malvadas! ¿Es que no podéis advertírmelo antes? ¡Salid de aquí!
Las jóvenes soltaron unas risitas y ocultaron sus sonrisas satisfechas tras unos delicados abanicos con pinturas de faisanes y ciruelos en flor. Y al instante abandonaron la biblioteca dejando un rastro de risas infantiles en la estancia.
—¿No hay un modo más sencillo de obtener el mismo resultado? —le preguntó Joshua.
Baltasar lo miró con desdén.
—¿No crees que, después de doscientos años, si hubiera un modo más sencillo, lo habría descubierto?
Joshua soltó el queso.
—¿Doscientos años?
En ese momento yo me sumé a la conversación.
—Cuando uno encuentra un estilo de peinado que le gusta, lo mejor es no cambiar. Bueno, digo peinado por decir algo.
A Baltasar no le divirtió mi comentario.
—¿Qué es eso del culo de Dios?
—Y digo estilo por decir algo también, ya que estamos —añadí, poniéndome en pie y dirigiéndome al estante en el que había visto un ejemplar de la Tora. Por suerte se trataba de un códice —parecido a un libro moderno—, porque de otro modo me habría pasado veinte minutos desenrollando un pergamino, y se habría perdido la tensión dramática. Apenas lo abrí, me fui derecho al Éxodo:
»Exacto, ésta es la parte de la que hablabas: «Dijo más: No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá». ¿De acuerdo? Pues bien, Dios cubre a Moisés con su mano cuando este pasa, pero le dice: «Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro».
—¿Y? —preguntó Baltasar.
—¿Y? Pues que Dios sí deja que Moisés le vea el culo, de modo que, recurriendo a tu ejemplo, nos debes el culo de Dios. O sea que, cuéntanos, ¿qué pasa en esa estancia de las puertas de hierro?
Me había quedado genial. Hice una pausa y me miré el azul de mis uñas mientras saboreaba la victoria.
—Es la tontería más grande que he oído en mi vida —dijo Baltasar. Su pérdida momentánea de compostura se vio reemplazada por la actitud sosegada y ligeramente divertida propia de un maestro—. ¿Y si te dijera que es peligroso para vosotros saber qué se esconde tras esa puerta ahora, pero que una vez hayáis recibido la formación adecuada, no solo llegaréis a saberlo, sino que obtendréis un gran poder gracias a ese conocimiento? Cuando crea que estáis preparados, te prometo que te mostraré qué hay detrás de esa puerta. Pero tú debes prometerme que estudiarás y que aprenderás tus lecciones. ¿Lo harás?
—¿Nos estás prohibiendo que formulemos preguntas?
—No, no, sencillamente os estoy negando algunas de las respuestas, hasta que pase un tiempo. Y, creedme, tiempo a mí no me falta.
Joshua se volvió hacia mí.
—Todavía no sé qué es lo que se supone que debo aprender aquí, pero estoy seguro de que todavía no lo he aprendido.
Yo notaba que, con la mirada, me suplicaba que no insistiera más con el tema. Y yo decidí hacerle caso. Entre otras cosas, no me seducía la idea de que me envenenaran de nuevo.
—¿Cuánto tiempo nos llevarán? —pregunté—. Las lecciones, quiero decir.
—Hay alumnos que tardan muchos años en aprender la naturaleza del chi. Mientras estéis aquí, tendréis cubiertas las necesidades.
—¿Años? ¿Podemos pensarlo un poco antes de decidirlo?
—Tomaos el tiempo que queráis. —Baltasar se puso en pie—. Ahora debo ir a los aposentos de las muchachas. Les gusta frotar sus pechos desnudos en mi calva justo después de que me la hayan depilado, que es cuando está más suave.
Tragué saliva. Joshua sonrió y clavó la vista en la mesa. Yo muchas veces me preguntaba, no solo entonces, sino casi siempre, si mi amigo tenía la capacidad de desconectar su imaginación cuando le hacía falta. Debía tenerla. De otro modo, no entiendo que venciera las tentaciones. Yo, por mi parte, era un esclavo de mi imaginación, que en aquel momento estaba del todo desbocada recreando la imagen de aquel masaje de cabeza de Baltasar.
—Nos quedaremos. Aprenderemos. Haremos lo que haga falta —dije.
Joshua se echó a reír, y no habló hasta que se hubo calmado lo bastante como para poder articular palabra.
—Sí, nos quedaremos y aprenderemos, Baltasar, pero antes debo ir a Kabul a resolver unos asuntos.
—Por supuesto. Puedes salir mañana mismo. Pediré a una de las muchachas que te muestre el camino, pero ahora debo despedirme de vosotros. Buenas noches.
El brujo desapareció tras la puerta. Apenas se hubo ido, a Joshua le dio un ataque de risa floja, mientras yo me preguntaba si me quedaría bien la cabeza rasurada.
A la mañana siguiente, Dicha llegó a nuestros aposentos vestida con el atuendo propio de un mercader del desierto: una túnica holgada, botas de piel fina y bombachos. Llevaba el pelo recogido bajo un turbante, y sostenía una fusta con la mano derecha. Nos condujo por un pasadizo largo y angosto que se adentraba en la montaña, hasta que fuimos a dar a un repecho que sobresalía junto a un precipicio. Valiéndonos de una escalera de cuerda llegamos a la cima, donde Almohadas y Sue nos esperaban con tres camellos ensillados y pertrechados para un viaje breve. En la meseta que se divisaba desde el borde del despeñadero se adivinaba una granja pequeña, con varios corrales de gallinas y una pocilga. Algunas cabras pastaban por las inmediaciones.
—Nos va a costar un poco hacer bajar a los camellos por esa escalera —comenté.
Dicha torció el gesto y se envolvió el rostro con un extremo del turbante, de modo que solo los ojos quedaban al descubierto.
—Ése es el sendero que debemos tomar para bajar —dijo, y golpeando suavemente el lomo de su camello con la fusta, emprendió la marcha, dejándonos solos. Como pudimos, Joshua y yo nos montamos en nuestros animales y la seguimos.
El camino que descendía desde la meseta era lo bastante ancho para permitir el paso de un camello pero, una vez se llegaba abajo, a la llanura desértica, como sucedía con el cañón en el que se abría la entrada de la fortaleza, si uno no sabía que estaba ahí, jamás la habría encontrado. Una medida de seguridad añadida que no estaba de más, en mi opinión, teniendo en cuenta que aquella fortificación carecía de guardias.
Joshua y yo intentamos trabar conversación con Dicha en varias ocasiones, durante el viaje hacia Kabul, pero ella se mostraba malhumorada y arisca, y en muchas ocasiones se alejaba de nosotros.
—Supongo que debe deprimirla el hecho de no poder torturarme —aventuré.
—Es comprensible que se deprima por ello —replicó Joshua—. No sé, si al menos lograras que tu camello te mordiera. A mí eso siempre me alegra el ánimo.
Seguí camino sin decir nada más. No hay nada más irritante que inventar algo tan revolucionario como es el sarcasmo y descubrir que unos aficionados hacen uso y abuso de él.
Una vez en Kabul, Dicha emprendió la búsqueda de nuestro guardia ciego preguntando por él a todos y cada uno de los mendigos privados de visión con que nos cruzábamos en el mercado.
—¿Has visto a un arquero ciego que llegó en una caravana de camellos hará poco más de una semana?
Joshua y yo caminábamos varios pasos por detrás de ella, y hacíamos grandes esfuerzos por no sonreír cada vez que volvía la vista atrás. Joshua era partidario de señalarle el error de su procedimiento, pero a mí me apetecía regodearme un poco más en su incompetencia. Era mi venganza pasiva por el envenenamiento al que me había sometido. Ahí, en Kabul, no quedaba ni rastro de la competencia y el aplomo que había demostrado en la fortaleza. Se notaba que se encontraba fuera de su elemento, y a mí me gustaba presenciar su torpeza.
—Lo que está haciendo Dicha es irónico, aunque no sea su intención. Ésa es la diferencia entre la ironía y el sarcasmo, ¿entiendes? La ironía puede ser espontánea, mientras que para el sarcasmo hace falta voluntad. El sarcasmo hay que crearlo.
—¿En serio? —preguntó Josh.
—No sé por qué malgasto mi tiempo contigo.
Dejamos que Dicha pasara una hora más buscando al arquero ciego antes de sugerirle que concentrara sus pesquisas en personas videntes, y más concretamente en miembros de su misma caravana de camellos. Una vez nos hizo caso, no tardaron mucho en indicarnos que nos dirigiéramos a un templo que, al parecer, nuestro hombre había escogido como territorio para pedir limosna.
—Ahí está —dijo Joshua, señalando un montón de harapos bajo los que se intuía un ser humano que reclamaba la atención de los fieles.
—Parece que no le han ido demasiado bien las cosas —comenté yo, extrañado de que el guardia, uno de los hombres más vitales (y temibles) que yo había visto en toda mi vida, se hubiera visto reducido a la criatura patética que era en un espacio de tiempo tan breve. Pero, claro, yo no tenía en cuenta que hacía mucho teatro también.
—Con él se ha cometido una gran injusticia —dijo Josh y, acercándose a él, le plantó la mano en el hombro, con delicadeza—. Hermano, estoy aquí para aliviar tu sufrimiento.
—Apiádate de un ciego —balbució el arquero agitando un cuenco de madera.
—Ahora cálmate —prosiguió Joshua, cubriéndole los ojos con una mano—. Cuando retire la mano, volverás a ver.
Me fijé en que el rostro de mi amigo se retorcía del esfuerzo que le suponía sanar al guardia. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas y caían sobre las losas del suelo. Recordé lo fáciles que le habían resultado sus curaciones en Antioquía, y comprendí que la dificultad no nacía de la curación en sí, sino de la culpa que sentía por haber sido él el causante de su ceguera. Cuando retiró la mano y dio un paso atrás, tanto él como el arquero se estremecieron.
Dicha se alejó de nosotros y se cubrió el rostro, como para protegerlo de un mal aire.
El guardia miró al vacío, igual que hacía un momento, cuando pedía limosna, pero ya no ponía los ojos en blanco.
—¿Ves? —le preguntó Joshua.
—Veo, pero lo veo todo mal. La gente tiene la piel de color azul.
—No, no es que veas mal, es que éste es azul. ¿No te acuerdas de él? Es mi amigo Colleja.
—¿Y siempre has sido azul?
—No, lo es desde hace poco.
Entonces el guardia miró a Joshua como si lo viera por primera vez, y su expresión de asombro dio paso a otra de odio. Se abalanzó sobre él y, mientras lo hacía, extrajo una daga que llevaba oculta entre los harapos. Si Dicha no se hubiera lanzado a sus pies de un salto y le hubiera hecho caer, el arquero le habría clavado el arma en los pulmones con un movimiento certero.
Pero, aun así, se puso en pie en un instante, dispuesto a atacar por segunda vez. No sé cómo, logré levantar la mano a tiempo y le di en los ojos, mientras Dicha le propinaba una patada en la nuca que lo abatía una vez más, y hacía que se retorciera de dolor.
—¡Mis ojos! —exclamó.
—Lo siento —me disculpé. De un puntapié, Dicha apartó el cuchillo de su alcance. Yo rodeé el pecho de Joshua con un brazo para alejarlo de allí.
—Debes poner algo de distancia entre él y tú antes de que vuelva a recuperar la vista.
—Pero si yo solo quería ayudarle —insistió Joshua—. Dejarlo ciego fue un error.
—Josh, a él no le importa. Él solo sabe que tú eres el enemigo. Solo sabe que quiere destruirte.
—No sé qué estoy haciendo. Incluso cuando intento obrar bien, me sale mal.
—Debemos irnos —terció Dicha y, sujetando a Joshua por un brazo, mientras yo tiraba de él, lo alejamos de allí antes de que el guardia recobrara del todo el conocimiento y embistiera de nuevo.