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Authors: Christopher Moore

Cordero (28 page)

—¿Qué ha dicho? —me preguntó Dicha.

—Dice que eres como un dulce de una delicadeza extraordinaria.

—No me lo creo. No ha dicho eso.

—Créeme. Mi traducción es más fiel a la verdad de lo que tú desearías.

Oí un ruido horrendo, una especie de crujido que provenía del interior del túnel cuando nosotros ya nos asomábamos al repecho e iniciábamos el ascenso por la escalera de cuerda que había de conducirnos a lo alto de la meseta. Dicha me ayudó a subir, y a continuación retiró la escalera de su sitio. Corrimos hacia el establo en el que se guardaban las sillas de los camellos y las provisiones. Allí solo descansaban los tres camellos que se habían llevado Baltasar y Joshua, y ni un solo caballo, por lo que no comprendí por qué estábamos perdiendo el tiempo de ese modo hasta que vi que Dicha llenaba dos pellejos de agua en la cisterna situada detrás del establo.

—Jamás llegaremos a Kabul sin agua —dijo.

—¿Y qué pasará cuando lleguemos a Kabul? ¿Alguien allí podrá ayudarnos? ¿Qué diablos es esa cosa?

—¿Crees que si lo supiera habría abierto esa puerta?

Hablaba con una calma insólita, para tratarse de alguien que acababa de perder a sus amigas en las garras de una bestia espantosa.

—Supongo que no. Pero yo no la he visto salir de ahí. He sentido algo, pero ni mucho menos algo de ese tamaño.

—Colleja, no pienses; actúa.

Me alargó un pellejo con agua y yo lo hundí en la cisterna, aguzando el oído por si, entre el burbujeo del agua, oía acercarse al monstruo. Pero el único sonido que llegaba hasta nosotros era el ocasional balido de alguna cabra, y el latido de mi propio corazón, que resonaba en mis orejas. Dicha le puso el tapón a su pellejo y abrió los corrales de las cabras y los cerdos, agitando las manos para que los animales se dispersaran por la meseta.

—¡Vamos! —me gritó, enfilando el sendero que descendía en dirección al camino oculto. Yo saqué mi pellejo de la cisterna y la seguí lo más deprisa que pude. La luna iluminaba lo bastante como para que el viaje resultara seguro en general, pero como yo no había visto nunca aquel camino, ni siquiera a la luz del día, no quería enfrentarme a sus peligrosos recovecos sin la ayuda de un guía. Ya casi habíamos recorrido la primera legua del trayecto cuando oímos un alarido desagradable, y acto seguido algo pesado aterrizó en el suelo polvoriento, frente a nosotros. Cuando recobré la respiración, di un paso al frente y descubrí que se trataba del esqueleto ensangrentado de una cabra.

—Ahí —dijo Dicha, señalando en dirección a la ladera de la montaña, donde algo se movía por entre las rocas. En ese momento alzó la vista y nos mostró sus inconfundibles ojos amarillos, resplandecientes.

—Atrás —dijo Dicha, apartándome del camino.

—¿Éste es el único modo de bajar?

—A menos que quieras lanzarte por el precipicio. Esto es una fortaleza, ¿recuerdas? La idea es que no ha de resultar fácil entrar ni salir.

Regresamos hasta la escalera de cuerda, la descolgamos sobre la pared vertical e iniciamos el descenso. Cuando Dicha llegó al repecho y empezaba a meterse en el túnel, algo pesado me golpeó en el hombro derecho. El impacto me adormeció todo el brazo, y solté la cuerda de la escalera. Afortunadamente, los pies se me enredaron a los peldaños mientras caía, y me encontré colgado, boca abajo, observando la entrada de la cueva en la que se encontraba la concubina. Oía los gritos aterrados de la cabra que había impactado en mi hombro, y que proseguía su caída libre hacia el abismo. Al poco, se oyó un ruido sordo, distante, y los balidos cesaron.

—Eh, muchacho, tú eres judío, ¿verdad? —me preguntó el monstruo desde arriba.

—Eso no es asunto tuyo —le respondí.

Dicha sujetó la escalera y me metió en la cueva, con cuerdas y todo, en el momento en que otra cabra pasaba junto a mí, balando. Caí boca abajo sobre la tierra y escupí, al tiempo que intentaba respirar.

—Hace mucho tiempo que no me como a un judío. Un buen judío te llena la panza. El problema con los chinos es ese, que te comes seis o siete y, a la media hora, ya vuelves a tener hambre. Dicho sin ánimo de ofender, señorita.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Dicha.

—Dice que le gusta la comida kosher. ¿Resistirá su peso la escalera?

—La fabriqué yo misma.

—Qué bien.

Y entonces oímos el crujido de las cuerdas, que indicaba que el monstruo acababa de montarse en la escalera.

15

Joshua y Baltasar llegaron a Kabul tan tarde que por sus calles solo pululaban asesinos y putas (estas ofrecían descuentos a los asesinos a partir de las doce de la noche, para animar un poco el negocio). El anciano brujo se había quedado dormido, mecido por el paso acompasado de su camello, algo que asombraba a Joshua casi tanto como la historia de aquel demonio, pues él pasaba casi todo el tiempo en que iba montado en su animal haciendo esfuerzos por no vomitar (mal del desierto, lo llaman). Joshua le dio un golpecito en la pierna con el extremo de la brida, y el mago despertó sobresaltado, ahogando un ronquido.

—¿Qué sucede? ¿Ya hemos llegado?

—¿Puedes controlar a tu demonio, anciano? ¿Estamos lo bastante cerca como para que hayas recuperado ya el control?

Baltasar cerró los ojos, y Joshua temió que fuera a quedarse dormido de nuevo. Pero sus manos empezaron a temblar, movidas por un esfuerzo desconocido en él hasta entonces. Transcurridos unos segundos, los abrió y dijo:

—No lo sé.

—Sin embargo, sí has sabido que había escapado.

—Eso ha sido como una oleada de dolor en el alma. No siempre mantengo un contacto íntimo con el demonio. Lo más probable es que todavía estemos bastante lejos el uno del otro.

—Caballos —dijo Joshua—. Son más rápidos. Vamos a despertar al dueño del establo. —Joshua encabezó su expedición por las calles, en dirección al establo en el que habíamos dejado los camellos cuando acudimos a la ciudad para curar al bandido ciego. No había lámparas encendidas en su interior, pero una ramera medio desnuda se contoneaba, seductora, junto a la puerta.

—Precio especial para asesinos —dijo en latín—. Dos por uno, pero no devuelvo el dinero si el viejo no es capaz de acabar el trabajo.

Hacía tanto tiempo que Joshua no oía hablar en latín que tardó unos instantes en responder.

—Gracias, pero nosotros no somos asesinos —dijo, pasando junto a ella y aporreando la puerta. Mientras esperaba a que le abrieran, ella le pasó una uña por la espalda.

—¿Qué eres entonces? Tal vez tenga descuento para ti también.

Joshua no se molestó siquiera en mirarla.

—Éste es un viejo brujo que tiene doscientos sesenta años, y yo, yo o bien soy el Mesías, o un rematado impostor.

—Pues sí, para impostores creo que tenemos un precio especial, pero el brujo tendrá que pagar la tarifa completa.

Joshua oyó voces en el interior de la casa del dueño del establo, alguien que le pedía que sujetara un momento sus caballos, que es lo que los dueños de los establos dicen siempre que hacen esperar a alguien junto a la puerta. Joshua se volvió hacia la ramera y le acarició la frente con suavidad.

—Ve y no peques más —le dijo en latín.

—Sí, claro, ¿y qué hago para ganarme la vida, tonto del culo?

En ese preciso momento el dueño del establo abrió la puerta de par en par. Era bajito, tenía las piernas muy separadas y lucía un bigote muy largo, que le daba el aspecto de un bagre disecado.

—¿Qué es tan importante que no puede resolverlo mi esposa?

—¿Tu esposa?

La puta recorrió con el dedo la nuca de Joshua al pasar junto a él y entrar en casa.

—Has perdido tu oportunidad —dijo.

—A propósito, mujer, ¿qué estás haciendo tú aquí? —le preguntó el dueño del establo.

Dicha salió como pudo al repecho y extrajo una daga corta y de filo ancho de los pliegues de su túnica. Los extremos de la escalera de cuerda oscilaban frente a ella, marcando el descenso del monstruo.

—No, Dicha —le dije yo, asomándome para meterla de nuevo en el túnel—. No puedes hacerle nada.

—Eso ya lo veremos.

Se volvió hacia mí y sonrió, antes de pasar dos veces el filo de la daga por la gruesa cuerda de uno de los lados, dejándola sujeta apenas por unos hilillos. A continuación, alargó el brazo y cortó la otra soga, sin seccionarla del todo. A mí me asombraba la facilidad con la que cortaba aquellas cuerdas.

Cuando lo hubo hecho regresó al pasadizo y levantó el filo de su arma para que reflejara la luz de las estrellas.

—Es de cristal —me aclaró—. De un volcán. Mil veces más afilado que cualquier filo de hierro. —Se guardó la daga y me empujó hacia el interior del túnel, hasta un punto desde el que, a salvo, podíamos ver la entrada y el repecho.

Oí que el monstruo se acercaba, y una inmensa zarpa se recortó en la entrada, seguida de la otra. Contuvimos la respiración mientras aquel ser alcanzaba el tramo cortado de la escalera. Ya casi se le veía un muslo entero, y una de sus manos, que eran como garras, descendía para agarrarse de nuevo cuando las cuerdas cedieron. De pronto el monstruo se ladeó y empezó a oscilar, sujeto solo por una cuerda, junto a la entrada. Nos miró fijamente, la furia de sus ojos amarillos reemplazada momentáneamente por una expresión de asombro. Presa de la curiosidad, irguió las orejas apergaminadas, de murciélago, y dijo:

—¿Eh?

Y entonces se rompió la segunda cuerda, y desapareció de nuestra vista.

Corrimos hacia el repecho y miramos desde el borde. Había al menos trescientos metros de precipicio oscuro. Nosotros veíamos apenas los primeros, pero en ellos no se adivinaba ni rastro de él.

—Bonito —le dije a Dicha.

—Tenemos que irnos. Ahora mismo.

—¿No crees que con esto bastará?

—¿Has oído el golpe de algún impacto al final de la caída?

—No.

—Yo tampoco —dijo ella—. Será mejor que nos vayamos de aquí.

Habíamos dejado los pellejos de agua en lo alto de la meseta, y Dicha quería recoger otros en la cocina, pero yo la agarré por el cuello de la túnica y la arrastré hasta la entrada.

—Tenemos que alejarnos de aquí lo más que podamos. Morirme de sed es lo que menos me preocupa ahora mismo.

Una vez llegamos a la zona principal de la fortaleza descubrimos que había luz suficiente como para avanzar sin lámparas, y menos mal, porque yo no dejaba que Dicha se detuviera a encender ninguna. Al llegar a la tercera planta, por la escalera, Dicha tiró de mí con tal fuerza que casi me levantó del suelo, y yo me volví hacia ella furioso como un gato.

—¿Qué? ¡Salgamos de aquí! —le grité.

—No. Éste es el último nivel que tiene ventanas. No pienso salir por esa puerta sin saber si la cosa esa se encuentra fuera.

—No seas ridícula. Un hombre al galope, a lomos de un corcel veloz, tardaría media hora en llegar hasta aquí desde el otro lado.

—Pero ¿y si no ha caído hasta abajo? ¿Y si ha trepado hasta arriba?

—Tardaría horas en hacerlo. Vamos, Dicha. Podríamos estar muy lejos cuando llegue aquí desde el otro lado.

—¡No! —Me agarró por los pies y me tiró al suelo de piedra. Cuando me levanté, ella ya se había metido en la estancia delantera y estaba asomada a la ventana. Al acercarme a ella, se llevó el índice a los labios—. Está ahí abajo —me susurró—. Esperando.

La aparté y miré yo también. En efecto, la bestia acechaba frente a la puerta de hierro, esperando para agarrar el borde con una zarpa y abrirla de par en par apenas nosotros le quitáramos los cerrojos.

—Tal vez no pueda entrar —le susurré—. La otra puerta de hierro no era capaz de franquearla.

—Tú no has comprendido el significado de los símbolos que cubrían ese otro cuarto, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Eran símbolos de contención, se usan para contener a los genios malignos y a los demonios. La puerta principal no los tiene, o sea que puede entrar si quiere.

—¿Y entonces, por qué no lo hace?

—¿Por qué va a perseguirnos si nosotros vamos a arrojarnos en sus brazos?

En ese instante el monstruo alzó la vista, y yo me retiré de la ventana.

—Creo que no me ha visto —susurré, cubriendo de saliva a Dicha.

Y entonces el monstruo se puso a silbar. Se trataba de una melodía alegre, ligera, de esas cosas que se silban cuando uno está sacándole brillo a la calavera de su última víctima.

—Yo no estoy persiguiendo nada, ni a nadie —dijo el monstruo, en voz mucho más alta de la que habría empleado si estuviera hablando consigo mismo—. No. Yo no. Solo me he detenido aquí un momento. Pero bueno, aquí no hay nadie, o sea que supongo que tendré que irme. —Se puso a silbar de nuevo, y oímos que unos pasos se alejaban, perdían intensidad, lo mismo que la melodía. Dicha y yo miramos por la ventana y vimos que la inmensa bestia daba unas zancadas exageradas, haciendo como que andaba al tiempo que acallaba su silbido.

—¿Qué? —le grité yo, enfadado—. ¿Creías que no miraríamos?

El monstruo se encogió de hombros.

—Merecía la pena intentarlo. He supuesto que no estaba tratando con un genio, porque si lo fueras, para empezar no habrías abierto la otra puerta.

—¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? —insistió Dicha detrás de mí.

—Ha dicho que no le pareces muy lista.

—Dile que no soy yo la que se ha pasado todos estos años encerrada, a oscuras, jugando consigo misma.

Me retiré de la ventana y miré a Dicha.

—¿Crees que cabe por esta ventana?

Ella le echó un vistazo.

—Sí.

—En ese caso, mejor no le digo nada. A lo mejor se enfada.

Dicha me apartó a un lado, se subió al alféizar, se dio la vuelta, se levantó la túnica y orinó de espaldas. Tenía un sentido del equilibrio asombroso. Y, a juzgar por los gruñidos que llegaron de abajo, supongo que con el de la puntería tampoco se quedaba atrás. Cuando terminó bajó al suelo de un salto. Yo me asomé y constaté que, en efecto, el monstruo se sacudía la orina de las orejas como si fuera un perro recién bañado.

—Perdón —dije—. Hemos tenido un problema lingüístico. No sabía cómo traducirte lo que quería decir.

El monstruo rugió y, por debajo de las escamas, se le tensaron los músculos de los hombros. Transcurridos unos segundos liberó la tensión en forma de puñetazo, que logró traspasar la primera lámina de hierro de la puerta.

—¡Corre! —me dijo Dicha.

—¿Hacia dónde?

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