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Authors: Christopher Moore

Cordero (26 page)

Agarró a Joshua del hombro y lo condujo al exterior de la biblioteca.

—Pues se acabó el espiar.

Dicha consultó el reloj de chi y le dio unas palmaditas a una vitrina llena de material de caligrafía.

—Sin duda esa pieza se monta sobre el cuerno del buey, hay que cambiarlo de sitio.

—Ya se han ido —protesté yo—. Ya no hace falta que sigamos fingiendo.

—¿Quién finge? Esta vitrina canaliza todo el yin hacia el salón, mientras que el yang vuela en círculos como un ave de presa.

—Dicha, ya basta. Sé bien que todo esto te lo inventas.

Ella bajó el reloj de chi.

—No me lo invento.

—Sí, te lo inventas. —Y acto seguido arriesgué un poco mi credibilidad, forcé el límite, para ver hasta dónde llegaba ella—. Ayer mismo revisé el yang de esta sala. Y estaba perfecto.

Dicha se puso a cuatro patas, se metió debajo de unas de las enormes mesas talladas con figuras de dragones, se acurrucó y se echó a llorar.

—Esto no se me da nada bien. Baltasar quiere que todas sepamos cómo funciona, pero yo nunca lo he comprendido. Si lo que quieres es que te haga la Elegante Tortura de las Mil Caricias Agradables, ningún problema; si lo que quieres es que envenene a alguien, o que lo castre, o que me lo cargue, aquí estoy yo. Pero todo esto del feng shui me parece tan... tan...

—¿Tonto?

—No, iba a decir difícil. Y ahora Baltasar se ha enfadado conmigo y no tenemos modo de saber qué sucede entre él y Joshua. Y tenemos que saberlo.

—Yo puedo averiguarlo —le dije, frotándome las uñas en la túnica—. Pero antes debo saber por qué me interesa averiguarlo.

—¿Cómo vas a averiguarlo?

—Conozco técnicas mucho más sutiles y eficaces que toda vuestra alquimia china y vuestra dirección de energías.

—¿Quién es el que se inventa las cosas ahora?

Yo ya había perdido gran parte de mi credibilidad recurriendo al truco del arcano conocimiento hebreo para la obtención de favores sexuales, y hasta me había atribuido la recepción de las Tablas de la Ley y de la construcción del Arca de la Alianza. (¿Qué? No es culpa mía. Era Joshua el que nunca me dejaba hacer de Moisés cuando jugábamos de niños.)

—Si lo averiguo, ¿me contarás qué está ocurriendo?

La jefa de las concubinas se mordió una uña elegante, esmaltada, mientras lo pensaba.

—¿Me prometes no contárselo a nadie si te lo digo? ¿Ni siquiera a tu amigo Joshua?

—Te lo prometo.

—En ese caso haz lo que quieras. Pero recuerdas las lecciones sobre El arte de la guerra.

Reflexioné sobre las palabras de Sun Tzu, que me había enseñado Dicha: «Sé extremadamente sutil, incluso hasta el punto de perder la forma. Sé extremadamente misterioso, incluso hasta el punto de no emitir el menor sonido. De ese modo podrás ser el director del destino de tu oponente». Y así, tras plantear cuidadosamente la estrategia a seguir, proponiendo y desechando mentalmente varias opciones, y tras escoger lo que parecía casi un plan a prueba de necios y asegurarme de que el momento fuera el más propicio, pasé a la acción. Aquella misma noche, mientras yo estaba tendido en mi cama y Joshua en la suya, invoqué todos mis poderes de sutileza y misterio.

—Oye, Josh —le dije—. ¿Baltasar te sodomiza?

—¡No!

—¿Y viceversa?

—¡Por supuesto que no!

—¿Y tú tienes la sensación de que a él le gustaría hacerlo?

Permaneció en silencio unos instantes antes de responder.

—Últimamente se ha mostrado muy atento conmigo. Y todo lo que digo le parece gracioso. ¿Por qué?

—Porque Dicha opina que no es bueno que se enamore de ti.

—Desde luego, si espera sodomía, bueno no es, eso te lo aseguro. En ese caso, acabará siendo un mago decepcionado.

—No, no, es algo peor. No ha querido decírmelo, pero parece que es algo malísimo.

—Colleja, imagino que tal vez a ti no te lo parezca, pero, según lo veo yo, sodomizar al Hijo de Dios es algo muy pero que muy malo.

—Tienes razón. Pero creo que ella se refiere a algo que tiene que ver con lo que está detrás de la puerta de hierro. Hasta que lo averigüe, tienes que impedir que Baltasar se enamore de ti.

—Seguro que el de la mirra fue él —dijo Josh—. El muy cabrón me trae el regalo más barato y ahora quiere sodomizarme. Mi madre me contó que la mirra se estropeó al cabo de una semana.

¿Había comentado antes que Josh no es muy amante de la mirra?

14

Entretanto, de nuevo en la habitación del hotel, Raziel ha abandonado toda esperanza de convertirse en luchador profesional y ha retomado su ambición de ser Spiderman. Se trata de una decisión que tomó cuando yo le comenté que, en el Génesis, Jacobo lucha con un ángel y gana. O sea, que, resumiendo, un ser humano venció a un ángel. Raziel no dejaba de insistir en que no recordaba que eso hubiera sucedido, y yo estuve a punto de sacar la Biblia que tenía escondida en el baño para demostrárselo, pero acabo de empezar a leer el Evangelio según Marcos, y si el ángel lo descubriera me quedaría sin libro.

Ya me pareció que Mateo se había pasado mucho saltando directamente del nacimiento de Joshua a su bautismo, pero es que Marcos no se molesta siquiera en hablar del nacimiento. Es como si Joshua brotara directamente, ya adulto, de la cabeza de Zeus. (Está bien, lo reconozco, la metáfora es mala, pero ya me entendéis). Marcos empieza con el bautismo. ¡A los treinta años! ¿De dónde sacaron esas historias los tipos esos? «Una vez conocí a un tío en un bar que conocía a un tío que tenía una hermana cuyo mejor amigo estuvo en el bautismo de Joshua hijo de José de Nazaret, y ahora os voy a contar todo lo que recordaba sobre él.»

Bueno, al menos Marcos me menciona, aunque solo sea una vez. Y aunque esté totalmente fuera de contexto, como si yo estuviera ahí sentado, sin hacer nada, y Joshua apareciera por ahí y me pidiera que le acompañara. Y también habla de un demonio que se llama Legión. Sí, ya me acuerdo de Legión. Comparado con lo que Baltasar conjuró, Legión era un mequetrefe.

—Le he preguntado a Baltasar si sentía algo por mí —dijo Joshua mientras cenábamos.

—Oh, no —se lamentó Dicha.

Cenábamos en los aposentos de las muchachas. Olía divinamente, y ellas nos daban masajes en los hombros mientras comíamos. Era justo lo que necesitábamos tras una dura jornada de estudio.

—Se suponía que él no debía enterarse de que sospechábamos nada. ¿Qué te ha respondido?

—Me ha respondido que acababa de pasar por una ruptura dolorosa y que no estaba preparado para iniciar otra relación, porque le hacía falta pasar algún tiempo conociéndose a sí mismo, pero que le encantaría que siguiéramos siendo amigos.

—Miente —concluyó Dicha—. Hace más de cien años que no rompe con nadie.

—Josh —intervine yo—, eres tan ingenuo... Los hombres siempre mienten sobre esas cosas. Ése es uno de los problemas que tienes por no poder conocer a mujeres: significa que no comprendes la naturaleza más básica de los hombres.

—¿Qué es?

—Que somos unos cerdos mentirosos. Capaces de decir lo que sea para conseguir lo que queremos.

—Eso es cierto —corroboró Dicha, mientras las otras muchachas asentían.

—Pero —dijo Josh—, el hombre superior no actúa en contra de la virtud, según Confucio, ni siquiera por el espacio de tiempo de una comida.

—Sí, claro —tercié yo—. Pero es que el hombre superior puede acostarse con alguien sin necesidad de mentir. Yo estoy hablando del resto de los hombres.

—¿Entonces? ¿Debería preocuparme ese viaje que quiere que emprenda con él?

Dicha asintió, muy seria, y las otras muchachas la imitaron.

—No veo por qué —dije yo—. ¿Qué viaje es ese?

—Dice que solo nos ausentaremos dos semanas. Quiere acudir a un templo que se encuentra en una ciudad de las montañas. Cree que se trata de un templo construido por Salomón, y se llama el templo del Sello.

—¿Y por qué tienes que acompañarlo tú?

—Quiere mostrarme algo.

—Oh, oh —dije yo.

—Oh, oh —repitieron las muchachas, a modo de coro griego, aunque ellas hablaban en chino, claro.

La semana anterior a la partida de Joshua y Baltasar, conseguí convencer a Vainas de Guisante para que asumiera un riesgo inmenso durante su turno en el lecho del mago. No la escogí a ella porque fuera la más atlética y ágil de todas, que lo era; ni porque fuera la más ligera de pies, y la más sigilosa, que también lo era. La escogí porque era la que me había enseñado a hacer sellos de bronce con los caracteres que componían mi nombre, y de ella podía esperarse que obtuviera la copia más exacta de la llave que Baltasar llevaba al cuello, prendida de una cadena. (Sí, por supuesto, existía una llave que abría las puertas de hierro. A Dicha, sin querer, se le había escapado dónde la guardaba el mago, pero era demasiado leal como para robársela. Vainas de Guisante, por su parte, era más inconstante en sus lealtades, y últimamente yo había pasado bastante tiempo con ella.)

—Cuando vuelvas, yo ya sabré qué es lo que sucede aquí —le comenté a Joshua cuando se montaba en su camello—. Tú, durante el viaje, averigua todo lo que puedas sobre Baltasar.

—Lo haré, pero ve con cuidado. No hagas nada en mi ausencia. Creo que este viaje, sea lo que sea lo que vayamos a ver, guarda relación con la casa de la perdición.

—Tranquilo, yo me limitaré a observar un poco. Tú ve con cuidado.

Las muchachas y yo permanecimos en lo alto de la meseta, agitando las manos hasta que Joshua y el mago —que llevaba un camello más para cargar en él las provisiones— se perdieron de vista, y entonces, una por una, todas descendieron por la escalera de cuerda colgada de la pared del precipicio. La entrada al pasadizo y el túnel, durante tal vez treinta varas, era apenas lo bastante ancha como para que pasara por ella un hombre agachado, y yo siempre me rasguñaba un codo o un hombro, lo que me permitía demostrar mi habilidad para maldecir en cuatro idiomas.

Cuando llegué a la cámara de los elementos, donde practicábamos el arte de los Nueve Elixires, Vainas de Guisante tenía el hornillo encendido al rojo vivo, y se dedicaba a introducir unos lingotes de latón en un cacillo de piedra. De la copia en cera había logrado crear un duplicado de la llave, del que habíamos obtenido un molde de escayola, que a su vez habíamos llevado al fuego para que se fundiera la cera. A partir de ahí, contábamos con una sola oportunidad de fabricar la llave, porque una vez el metal se enfriara en el interior del molde de escayola, el único modo de sacarla sería rompiéndola.

—Menuda llave —comenté yo. Los únicos cerrojos que yo había visto eran grandes candados de hierro, nada que ver con una llave tan elegante como aquella.

—¿Cuándo vas a usarla? —me preguntó Vainas de Guisante, abriendo tanto los ojos que parecía una niña emocionada. En ocasiones como aquella yo me sentía casi enamorado de ella, aunque por suerte siempre acababa distraído por la sofisticación de Dicha, los consejos maternales de Almohada, la destreza de Número Seis, o cualquiera de los demás encantos con los que todas me asaltaban a diario. Comprendía perfectamente la estrategia de Baltasar para impedir enamorarse de cualquiera de ellas. La situación de Joshua, por otra parte, resultaba más difícil de imaginar, porque a él le gustaba pasar buenos ratos con las muchachas, contarles historias de la Tora a cambio de que ellas le relataran leyendas sobre los dragones de tormenta y el rey mono. Decía que en las mujeres se daba una bondad innata que jamás había visto en un hombre, y disfrutaba cuando se rodeaba de ellas. Su fortaleza a la hora de resistir sus encantos físicos me asombraba tal vez más que otros hechos milagrosos que le había visto protagonizar a lo largo de los años. Que resucitara a un muerto no tenía nada que ver conmigo, pero que rechazara las proposiciones de una mujer hermosa, para mí, era algo que requería de un valor que excedía mi capacidad de comprensión.

—A partir de aquí me ocupo yo —le dije a Vainas de Guisante. No quería que se implicara más, por si las cosas no salían bien.

—¿Cuándo? —me preguntó ella, refiriéndose a cuándo intentaría yo abrir las puertas de hierro.

—Esta noche, cuando todas os hayáis sumido en el mundo de los bellos sueños. —Le pellizqué la nariz, cariñosamente, y ella soltó una risita. Fue la última vez que la vi entera.

De noche, los muros de la fortaleza los iluminaba la luz de la luna y de las estrellas, que se colaba por las ventanas. Fuéramos donde fuésemos, siempre llevábamos con nosotros lamparillas de barro cocido, que hacían que las curvas de los pasadizos se asemejaran todavía más a las tripas de unas criaturas inmensas, pues engullían la escasa luz anaranjada. Tras varios años en compañía de Baltasar, yo era capaz de recorrer los aposentos principales de la fortificación sin ayudarme de luz alguna, de modo que llevaba la lámpara apagada, y así me acerqué a los aposentos de las muchachas, antes de detenerme junto a la puerta recubierta de cuentas y acercar la oreja para oír sus suaves ronquidos.

Cuando ya me encontraba lejos de ellas, encendí la lámpara con uno de los bastoncillos de fuego que había inventando usando los mismos productos químicos que había empleado en la fabricación del polvo explosivo. El bastoncillo de fuego chasqueó sordamente cuando lo froté contra la pared de piedra, y habría jurado que oí que su eco resonaba en el salón contiguo. Cuando me dirigía a la puerta de hierro, me llegó el olor de azufre quemado, y me pareció raro que el aroma del bastoncillo de fuego me hubiera seguido hasta allí. Pero entonces vi a Dicha de pie junto a la puerta, sosteniendo una lámpara de aceite y el bastoncillo apagado pero humeante que había usado para encenderla.

—Déjame ver la llave —me pidió.

—¿Qué llave?

—No te hagas el tonto. Vi los restos del molde en la cámara de los elementos.

Extraje la llave del cinto, donde la había ocultado, y se la alargué a Dicha, que la examinó a la luz de la lámpara, girándola a un lado y a otro.

—Éstas las hace Vainas de Guisante —dijo como si tal cosa—. ¿Fue ella también la que tomó el modelo?

Asentí. Dicha no parecía enfadada, y Vainas de Guisante era la única de las muchachas lo bastante avezada en el arte de la metalurgia como para haber creado la copia, por lo que me pareció absurdo negarlo.

—Conseguir el modelo debe de haber sido lo difícil —comentó Dicha—. Baltasar guarda celosamente su llave. Tendré que preguntarle qué hizo para distraerlo. Podría resultarme práctico aprenderlo. Para nosotros dos, digo.

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