Cordero (31 page)

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Authors: Christopher Moore

—Para el sexo. ¿Los ángeles no practican el sexo?

—Bueno, sí, pero no usamos eso.

—¿Entonces hay ángeles machos y ángeles hembras?

—Sí.

—Y tú practicas el sexo con ángeles hembras.

—Correcto.

—¿Y con qué lo practicas?

—Ya te lo he dicho, con ángeles hembras.

—No, me refiero a si tienes órgano sexual.

—Sí.

—Enséñamelo.

—No lo llevo encima.

—Ah.

Y en ese momento llegué a la conclusión de que había cosas que prefería no saber.

Bueno, en cualquier caso, Raziel no escribió nada en el cielo; la verdad es que no volvimos a verlo, pero los monjes nos dejaron entrar en el monasterio transcurridos tres días. Nos dijeron que hacían esperar tres días a todo el mundo. De ese modo se libraban de los falsos.

Todo el edificio, de dos plantas, estaba construido con piedras irregulares, ninguna de ellas tan grande que no hubiera podido ser levantada por un solo hombre. La parte trasera del edificio se hundía en la ladera de la montaña. Parecía que la estructura hubiera aprovechado un saliente de la roca, por lo que la parte del tejado expuesta a los elementos era mínima, y estaba recubierta de tejas de barro cocido que formaban una fuerte pendiente, sin duda para impedir grandes acumulaciones de nieve.

Un monje bajito y calvo, que llevaba una túnica color azafrán, nos condujo hasta un patio exterior cubierto de losas irregulares y, desde allí, a través de un austero portalón, accedimos al monasterio. Allí el suelo era de piedra y, aunque de una pulcritud inmaculada, no parecía mejor acabado que el del patio. Había solo unas pocas ventanas, que en realidad no eran sino aspilleras estrechas que se abrían en lo alto de las paredes y que, una vez la puerta frontal se cerraba, permitían el paso de una luz mortecina. El aire estaba impregnado de incienso, y reverberaba con el zumbido de unas voces masculinas que entonaban un cántico rítmico que parecía provenir de todas partes y, al mismo tiempo, de ninguna. Yo sentí que la caja torácica y las rodillas vibraban desde dentro. No sabía en qué lengua cantaban, no entendía qué decían, pero el mensaje quedaba muy claro: aquellos hombres invocaban algo que trascendía este mundo.

El monje nos condujo por una escalera estrecha hasta un pasadizo largo y angosto en el que, a intervalos, se sucedían unas aberturas no más anchas que mi cintura. Al pasar junto a ellas deduje que debía tratarse de las celdas de los monjes. Sus dimensiones apenas permitían que un hombre pequeño se tendiera del todo en las colchonetas tejidas que, a tal efecto, reposaban en el suelo. En un extremo de estas, enrolladas, se adivinaban unas mantas de lana, pero allí no había ni rastro de pertenencias personales ni de espacio para almacenarlas, como tampoco había puertas que preservaran la intimidad. En resumen, que aquellos espacios se asemejaban mucho a las habitaciones en las que nos habíamos criado, algo que, en realidad, no me alegraba especialmente. Los casi cinco años transcurridos en la opulencia relativa de la fortaleza de Baltasar me habían acostumbrado mal. Anhelaba un lecho blanco, y media docena de concubinas chinas que me pusieran la comida en la boca y me dieran masajes con aceites perfumados. (Ya os lo he dicho, me había acostumbrado mal.)

Finalmente, el monje nos condujo hasta una cámara espaciosa, abierta, con el techo alto, de piedra, y me di cuenta de que no nos encontrábamos en una estructura construida sino en una amplia cueva natural. En su extremo más alejado se erigía la estatua de un hombre sentado con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, y las manos frente a él con los pulgares y los índices formando sendos círculos cerrados. Iluminado por la luz anaranjada de las velas, con una nube de incienso rodeando su cabeza rasurada, parecía orar. El monje, nuestro guía, desapareció en la oscuridad, a un lado de la cueva, y Joshua y yo nos aproximamos a la estatua cautelosamente, caminando de puntillas.

(Hacía tiempo que las imágenes talladas habían dejado de sorprendernos e indignarnos. El mundo que habíamos conocido, y el arte que habíamos admirado durante nuestros viajes, habían hecho que incluso aquel serio mandamiento pareciera menos serio. «Panceta», me respondía siempre Joshua cuando yo le preguntaba por él.)

Aquella gran estancia era el origen de los cánticos que no habíamos dejado de oír desde nuestra llegada al monasterio, y después de ver las celdas de los monjes dedujimos que debían ser unos veinte los que sumaban sus voces para crear aquella especie de zumbido, aunque el eco que producía la bóveda de la cueva hacía verosímil que hubiera podido tratarse de uno solo, o de mil. Al acercarnos más a la estatua, tratando de determinar de qué piedra estaba hecha, vimos que abría los ojos.

—¿Eres tú, Joshua? —preguntó, en perfecto arameo.

—Sí.

—¿Y quién es ese?

—Es mi amigo Colleja.

—Pues a partir de ahora, cuando tengas que llamarlo, será Veintiuno, y tú serás Veintidós. Mientras estéis aquí, no tendréis nombre.

La estatua, claro está, no era ninguna estatua, sino Gaspar. La luz anaranjada de las velas y su absoluta inmovilidad e inexpresividad lo hacían parecer esculpido en piedra. Supongo que, además, nos sorprendió, porque esperábamos encontrarnos con un chino, y aquel hombre parecía más bien originario de la India. Tenía la piel más oscura incluso que la nuestra, y llevaba aquel punto rojo marcado en la frente que habíamos visto lucir a los mercaderes indios en Kabul y Antioquía. No resultaba fácil determinar qué edad tenía, pues carecía por completo de pelo, de barba, y de arrugas en la piel.

—Él es el Mesías —le aclaré yo—. El Hijo de Dios. Tú fuiste a verlo cuando nació.

Gaspar seguía sin expresar nada con el rostro.

—El Mesías —dijo—, debe morir, si es que habéis venido a aprender. Matadlo mañana.

—¿Perdón? ¿Cómo dices?—le pregunté yo.

—Mañana aprenderéis. Dadles de comer —ordenó Gaspar.

Otro monje, que parecía casi idéntico que el primero, surgió de la penumbra y agarró a Joshua por el hombro. Nos condujo al exterior de la capilla y nos llevó a las celdas, mostrándonos las que iban a ser las nuestras. Nos quitó los zurrones y se fue. Regresó transcurridos unos minutos con dos cuencos de arroz y dos tazas de un té muy aguado. Tras dárnoslos se alejó una vez más. No había pronunciado ni una sola palabra desde que nos había llevado a nuestros aposentos.

—Es parlanchín, el muchacho —comenté.

Joshua se llevó un puñado de arroz a la boca y torció el gesto. Estaba frío, y soso.

—¿Debo preocuparme por eso que ha dicho de que el Mesías debe morir mañana? ¿Qué opinas tú?

—¿Verdad que tú no has estado nunca seguro del todo de si eras el Mesías o no?

—Sí.

—Pues mañana, a menos que te maten a primerísima hora de la mañana, coméntalo.

A la mañana siguiente, el monje Número Siete nos despertó golpeándonos las plantas de los pies con una caña de bambú. En su defensa diré que, cuando finalmente logré apartarme las legañas de los ojos, vi que sonreía, aunque lo cierto es que su sonrisa no me sirvió de gran consuelo. Número Siete era bajito y delgado, tenía los pómulos prominentes y los ojos muy separados. Llevaba una túnica larga de color naranja, tejida en un algodón muy basto, y andaba descalzo. Iba totalmente afeitado, con la cabeza rasurada salvo por una coleta pequeña que le crecía en la coronilla y que se anudaba con una cuerda. Tanto podía tener diecisiete años como treinta y cinco, era imposible saberlo con seguridad. (Si el aspecto de los monjes del Dos al Seis os despierta curiosidad, así como el de los monjes del Ocho al Veinte, imaginad al monje Siete y multiplicadlo por diecinueve. Yo, como mínimo, los veía así durante los primeros meses. Después, estoy seguro de ello, exceptuando el hecho de que éramos más altos y teníamos los ojos más redondos, Joshua y yo, es decir, los monjes Veintiuno y Veintidós, habríamos encajado en esa misma descripción. Cuando uno intenta desprenderse de la carga del ego, la uniformidad en el aspecto exterior resulta una ventaja. Por eso, precisamente, se le llama «uniforme». Ah, pero ya vuelvo a anticiparme...

Número Siete nos condujo hasta una ventana que se usaba como letrina (resultaba evidente), y esperó a que la usáramos. Luego nos llevó hasta un cuarto pequeño en el que Gaspar se encontraba sentado, con las piernas cruzadas en una postura aparentemente imposible, frente a una mesa pequeña. El monje le dedicó una reverencia y abandonó la estancia, y solo entonces Gaspar nos pidió que nos sentáramos, recurriendo una vez más al arameo, nuestra lengua materna.

Le obedecimos, tomando asiento en el suelo, frente a él; no, de hecho eso no es exacto. Más que sentarnos, nos tendimos en el suelo, de lado, apoyados en un codo, como era costumbre en nuestro país. Solo nos sentamos después de que Gaspar sacara una caña de bambú de debajo de la mesa y, con un movimiento más rápido que el ataque de una cobra, nos golpeara a los dos en la cabeza.

—¡He dicho que os sentéis! —atronó.

Y, entonces sí, entonces nos sentamos.

—¡Jesús! —solté yo, frotándome la marca que ya empezaba a enrojecerme la oreja.

—Escuchad bien —dijo Gaspar, levantando la vara para aclarar exactamente a qué se refería.

Y nosotros lo escuchamos con gran atención, como si estuviera a punto de agotarse el sonido en cualquier momento y nosotros tuviéramos que hacer acopio de él. No estoy seguro, pero creo que durante un rato dejé de respirar y todo.

—Bien —prosiguió Gaspar bajando la caña y sirviendo té en tres cuencos sencillos que reposaban en la mesa.

Nosotros nos limitamos a observar el té humeante. Nada más. Gaspar se rió como un niño, y toda la seriedad y la autoridad de la que hacía apenas un instante estaba revestido desapareció de su rostro. Podría haber sido un tío nuestro, viejo y benévolo. De hecho, salvo por los rasgos indios, me recordaba mucho a José, el padre de Joshua.

—Nada de Mesías —dijo, esta vez en chino—. ¿Lo comprendéis?

—Sí —respondimos los dos al unísono.

En cuestión de segundos, la caña de bambú volvía a estar en su mano y el otro extremo se balanceaba sobre la cabeza de Joshua. Yo me cubrí la mía con los brazos, pero el segundo golpe no llegó a producirse.

—¿He golpeado al Mesías? —le preguntó Gaspar a Joshua.

Éste parecía sinceramente desconcertado. Estaba ahí sin moverse, frotándose apenas la cabeza, allí donde había recibido el golpe, cuando otro le alcanzó la oreja. El chasquido del impacto, seco y contundente, resonó en la pequeña estancia.

—¿He golpeado al Mesías? —insistió Gaspar.

Los ojos marrones oscuros de Joshua, no demostraban dolor, ni temor, sino confusión, un desconcierto tan profundo como podría sentir el cordero al que el sacerdote del templo acaba de cortar el pescuezo.

La vara volvió a silbar, rasgando el aire, pero en esa ocasión yo la intercepté en pleno vuelo, se la quité a Gaspar y la arrojé por el estrecho ventanuco que quedaba tras él. Acto seguido entrelacé las manos y las apoyé en la mesa que tenía delante.

—Con todos mis respetos, señor —le dije—, si vuelves a pegarle, te mato.

Gaspar se puso en pie, pero a mí me daba miedo mirarle (y a Joshua también).

—Ego —dijo el monje, que abandonó la estancia sin decir nada más.

Joshua y yo permanecimos sentados en silencio unos minutos más, pensando, frotándonos los verdugones. Si, había sido un viaje interesante y demás, pero Joshua no iba a aprender gran cosa de eso de ser Mesías de alguien que le golpeaba con una caña cada vez que se mencionaba el tema y aquella, me parecía a mí, era la causa de que estuviéramos allí. De modo que adelante. Me bebí el té que tenía enfrente, seguido del que se había dejado Gaspar.

—Dos sabios vistos, nos queda uno —dije—. Será mejor que desayunemos algo, si es que debemos reanudar el viaje.

Joshua me miró con la misma perplejidad con la que había mirado a Gaspar hacía unos minutos.

—¿Crees que le hace falta esa vara?

El monje Número Siete nos entregó nuestros zurrones y nos dedicó una gran reverencia. Entró de nuevo en el monasterio y cerró la puerta, dejándonos a Joshua y a mí ahí plantados, junto al gong. La mañana era clara, y veíamos el humo de las chimeneas que se elevaba desde la aldea, más abajo.

—Deberíamos haber pedido que nos dieran algo de desayuno —comenté—. El descenso es largo.

—Yo de aquí no me muevo —dijo Joshua.

—Estás de broma.

—Todavía me quedan muchas cosas por aprender aquí.

—¿A recibir palizas, por ejemplo?

—Tal vez.

—No estoy seguro de que Gaspar me deje entrar. No me ha parecido que le cayera muy bien.

—Has amenazado con matarle.

—No es cierto. Le he advertido que le mataría, que es muy distinto.

—¿Entonces? ¿Vas a quedarte?

Y, en efecto, esa era la gran pregunta. ¿Iba a quedarme con mi mejor amigo, a comer arroz frío, a dormir en un suelo frío, a aceptar los malos tratos de un monje loco hasta que, muy probablemente, terminara con la cabeza abierta? ¿O iba a irme? ¿Irme adonde? ¿A casa? ¿A Kabul, con Dicha? A pesar del largo viaje, me resultaba más sencillo regresar por donde había venido. Al menos me esperaba cierto grado de familiaridad al final del trayecto. Pero, si se trataba de tomar la decisión más fácil, ¿qué estaba haciendo yo allí de entrada?

—¿Estás seguro de que tienes que quedarte aquí, Josh? ¿No podemos ir en busca de Melchor?

—Sé que tengo cosas que aprender si me quedo. —Joshua levantó la maza e hizo sonar el gong. Al poco se abrió el ventanuco y un monje al que no habíamos visto hasta entonces asomó el rostro por él.

—Marchaos. Vuestra naturaleza es densa, y el aliento os huele a culo de yak. —Y la cerró de golpe.

Joshua volvió a llamar.

—A mí todo eso de matar al Mesías no me gusta nada, Josh. No puedo quedarme. No si piensa seguir pegándote.

—Tengo la sensación de que me va a pegar unas cuantas veces más, hasta que aprenda lo que quiere que aprenda.

—Tengo que irme.

—Sí, tienes que irte.

—Pero podría quedarme.

—No. Confía en mí. Tienes que dejarme solo ahora, así no me abandonarás más tarde. Volveremos a vernos.

Y, dicho esto, se alejó de mí y se dirigió a la puerta.

—Sí, claro, resulta que no sabes nada, y ahora, de golpe, eso sí lo sabes, ¿no?

—Sí. Vete, Colleja. Adiós.

Inicié el descenso por el sendero estrecho, tropecé y estaba a punto de caerme por un precipicio cuando oí que el ventanuco de la puerta se abría.

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