Cordero (33 page)

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Authors: Christopher Moore

—¿Cómo voy a ponerte té si tu taza ya está llena?

—¿Eh? —interrogué yo con elocuencia. Las parábolas nunca fueron mi punto fuerte. En mi opinión, si quieres decir algo, dilo y punto. Joshua y los budistas, por tanto, eran las personas ideales para que yo me relacionara con ellas, dado lo directo de su discurso.

Gaspar se sirvió un poco de té, aspiró hondo y cerró los ojos. Cuando había transcurrido tal vez un minuto, los abrió.

—Si ya lo sabes todo, ¿cómo voy a poder enseñarte? Debes vaciar tu taza antes de poder servirte el té.

—¿Y por qué no lo decías? —Levanté la taza, arrojé su contenido por la misma ventana por la que había arrojado el bastón de Gaspar y volví a dejarla sobre la mesa—. Ya estoy listo —le dije.

—Ve al templo y siéntate —me ordenó Gaspar.

—¿Sin té?

Era evidente que todavía estaba algo enfadado porque yo casi hubiera amenazado su vida. Retrocedí hasta la puerta, dedicándole reverencias (forma de cortesía que me había enseñado Dicha).

—Una cosa más —dijo Gaspar. Yo me detuve y esperé—. Número Siete estaba seguro de que no sobrevivirías a la noche. Y Número Ocho era de la misma opinión. ¿Cómo es posible entonces que no solo estés vivo, sino que no te haya sucedido absolutamente nada?

Yo lo pensé un segundo antes de responder, algo que no suelo hacer, y le dije:

—Tal vez esos monjes valoran en exceso sus opiniones. Solo espero que no hayan corrompido el pensamiento de nadie más.

—Ve a sentarte —repitió Gaspar.

Y sí, eso era lo que hacíamos; sentarnos. Aprender a sentarnos, permanecer inmóviles y escuchar la música de la naturaleza, para eso habíamos recorrido medio mundo, claro. Liberarnos del ego, no de la individualidad, sino de lo que nos distingue de todos los demás seres.

—Cuando estás sentado, estate sentado. Cuando respiras, respira. Cuando comes, come —decía Gaspar, queriendo expresar que todo tu ser ha de estar en el momento, completamente consciente del ahora, sin pasado, sin futuro, sin nada que nos separe de todo lo que es.

A mí, que soy judío, me resulta difícil permanecer en el momento. Sin pasado, ¿dónde está la culpa? Y, sin futuro, ¿dónde está el temor? Sin culpa ni temor, ¿quién soy?

—Tu piel es lo que te conecta con el universo, no lo que te separa de él —me explicó Gaspar en una ocasión en que intentaba enseñarme qué significaba, en esencia, el concepto de iluminación, a pesar de admitir que, en realidad, no era algo que pudiera enseñarse. Lo que sí podía enseñar él era método: qué bien se sentaba Gaspar.

Contaba la leyenda (leyenda que yo fui completando a partir de lo que me contaban el maestro y sus monjes) que Gaspar había construido aquel monasterio para tener un lugar donde sentarse. Hacía muchos años, había llegado a China desde la India, donde había nacido príncipe, para enseñar al emperador y a su corte el verdadero significado del budismo, que se hallaba perdido tras años de malas interpretaciones de las escrituras.

Al llegar, el emperador le preguntó a Gaspar:

—¿Qué he alcanzado por todas mis buenas obras?

—Nada —le respondió Gaspar.

El emperador no salía de su asombro al pensar en que había sido generoso con su pueblo, durante tantos años, para nada.

Y le dijo:

—¿Y bien? ¿Cuál es entonces la esencia del budismo?

—Los grandes anfibios.

El emperador hizo que echaran a Gaspar del templo, momento en el que el monje, que a la sazón era joven, decidió dos cosas: una, que intentaría responder mejor la próxima vez que le formularan una pregunta; y dos, que sería mejor que aprendiera a hablar chino antes de entrevistarse con personalidades relevantes. Había querido decir: «el gran vacío», pero se había equivocado de palabras.

La leyenda decía también que Gaspar llegó entonces a la cueva en la que después se erigiría el monasterio, y se sentó a meditar, decidido a permanecer ahí hasta que la iluminación llegara a él. Nueve años después bajó de la montaña, y las gentes de la aldea le esperaban con alimentos y regalos.

—Maestro, buscamos tu guía sagrada: ¿qué puedes decirnos?

—Tengo muchas ganas de hacer pis —dijo el monje.

Y aquellas palabras hicieron saber a todos los aldeanos que Gaspar había alcanzado el estadio mental de todos los budas, o la «no mente», como la llamábamos.

Los aldeanos imploraron al maestro que se quedara con ellos, y le ayudaron a construir el monasterio en la cueva en la que había alcanzado la iluminación. Durante su construcción, fueron brutalmente atacados por bandidos en multitud de ocasiones, y aunque él creía que no había que asesinar a nadie, también le parecía que aquella gente debía contar con algún medio para defenderse, por lo que meditó al respecto hasta idear un método de autodefensa basado en varios movimientos que aprendió de los yoguis en su India natal, que enseñó a los aldeanos, y después a todos los monjes, a medida que éstos iban ingresando en el monasterio. A aquella disciplina la llamó kung-fu, que significa «método por el que unos tipos calvos y bajitos pueden matarte a patadas».

Nuestro adiestramiento en la práctica del kung-fu se inició con el salto de estacas. Después del desayuno y las meditaciones matutinas, el monje Número Tres, que parecía ser el más anciano de todos, nos condujo al patio del monasterio, donde encontramos un montón de estacas, de tal vez un brazo de largo y un palmo de diámetro. Nos dijo que colocáramos las estacas en vertical, y en fila, con una separación de medio paso entre una y otra. Después nos dijo que saltáramos sobre una de las estacas y mantuviéramos el equilibrio sobre ella. Tras pasarnos casi toda la mañana cayéndonos al suelo y volviéndonos a subir a las estacas, descubrimos que éramos capaces de sostenernos en ellas con un solo pie.

—¿Y qué hacemos ahora? —pregunté.

—Ahora nada —respondió el monje—. Quedaros ahí de pie, eso es todo.

Y eso hicimos. Durante horas. El sol atravesó el cielo y empezaron a dolerme las piernas y la espalda, y volvimos a caernos una y otra vez, con la diferencia de que, entonces, el monje Número Tres nos gritaba para que volviéramos a subirnos a las estacas. Cuando empezaba a oscurecer y ya llevábamos varias horas de pie, sin caernos, el Número Tres nos dijo:

—Y ahora, saltad a la siguiente estaca.

Yo oí que Joshua suspiraba profundamente. Miré la hilera de postes que se extendía frente a nosotros y comprendí el dolor que nos esperaba si teníamos que recorrerla toda. Joshua estaba detrás de mí, ocupando la última estaca, por lo que tendría que saltar a la que en ese momento ocupaba yo. De modo que no solo tendría que saltar a la siguiente estaca y aterrizar en ella sin caerme, sino que debería asegurarme de no tumbar la que ocupaba.

—¡Ahora!

Salté, pero no caí donde debía. El poste se movió bajo mis pies y caí al suelo de cabeza. Un destello cegó mis ojos, y me ardió el cuello. Todavía no había recobrado del todo el conocimiento cuando sentí que Joshua tropezaba y caía sobre mí.

—Gracias —me dijo, alegrándose por haber caído sobre un judío blandito, y no sobre la dura piedra.

—¡Arriba otra vez! —ordenó el monje.

Levantamos de nuevo las estacas y volvimos a saltar sobre ellas. En esa ocasión, Joshua y yo lo logramos a la primera. Esperamos la orden de saltar a la siguiente. La luna se elevó en el cielo, llena, y los dos observábamos la hilera de estacas, preguntándonos cuánto tiempo tardaríamos en recorrerla toda, preguntándonos cuánto tiempo nos haría permanecer Número Tres en aquella posición, recordando que, según se contaba, Gaspar se había pasado nueve años sentado. Yo no recordaba haber experimentado nunca un dolor como aquel, lo que no es poco, cuando un yak te ha pasado por encima. Intentaba imaginar cuánto cansancio y cuánta sed sería capaz de soportar antes de desplomarme cuando el monje dijo:

—Suficiente. Id a acostaros.

—¿Y ya está? —preguntó Joshua, saltando de su poste y torciendo el gesto por el dolor en el momento de aterrizar—. ¿Por qué hemos clavado veinte estacas si solo íbamos a usar tres?

—¿Por qué pensabas en veinte estacas si solo puedes estar de pie sobre una? —respondió Número Tres.

—Tengo que hacer pis —tercié yo.

—Exacto —dijo el monje.

Ahí lo tenéis. El budismo.

Todos los días regresábamos al patio y disponíamos los postes de modo distinto, aleatoriamente. Número Tres añadía estacas de distintas alturas y diámetros. En ocasiones debíamos saltar de una a otra lo más deprisa posible, otras veces nos hacía permanecer en una sola durante horas, aunque tuviéramos que estar listos para saltar a otra en cualquier momento, apenas el monje nos lo ordenara. Al parecer, de lo que se trataba era de no prever nada, ni desarrollar ningún ritmo en el ejercicio. Nos obligaban a prepararnos para movernos en cualquier dirección, sin pensamiento previo. El monje Número Tres llamaba a aquello «espontaneidad controlada», y durante nuestros seis primeros meses de estancia en el monasterio, pasamos tanto tiempo encaramados a aquellas estacas como sentados, meditando. Joshua se entregó de inmediato al kung-fu, lo mismo que le había sucedido con la meditación. Yo era, como dicen los budistas, más denso.

Además de los deberes normales derivados del cuidado del monasterio y sus huertos, y del ordeñado del yak (afortunadamente, una tarea que nunca me era encomendada), cada diez días, aproximadamente, un grupo de seis monjes se dirigía a la aldea con sus cuencos a pedir limosna a los aldeanos, por lo general en forma de arroz y de té, aunque en ocasiones también nos daban unas salsas oscuras, o mantequilla de yak, o queso, y, en raras ocasiones telas de algodón con las que nos fabricábamos túnicas nuevas. Aunque durante el primer año ni a Joshua ni a mí nos permitieron abandonar el monasterio, yo empecé a fijarme en que se repetía un comportamiento extraño. Después de cada una de aquellas expediciones a la aldea, en busca de limosnas, los monjes desaparecían en las montañas durante varios días. Nada se comentaba jamás al respecto, ni cuando se iban ni cuando regresaban, pero parecía existir cierta rotación, según la cual los monjes solo salían de monasterio cada tres o cuatro veces, con la excepción de Gaspar, que lo hacía más a menudo.

Finalmente me armé de valor y le pregunté a Gaspar qué era todo aquello, y él me dijo:

—Se trata de una meditación especial. Tú no estás preparado para ella. Ve a sentarte.

La respuesta de Gaspar a la mayoría de preguntas era: «Ve a sentarte», y la rabia que me causaban aquellas palabras significaba que todavía no había empezado a perder el apego a mi yo, y que por tanto mis meditaciones no me llevaban a ningún lado. Joshua, por su parte, parecía encontrarse absolutamente cómodo con lo que hacíamos. Era capaz de permanecer horas sentado, sin moverse, y después subirse a las estacas como si se hubiera pasado una hora calentando.

—¿Cómo lo haces? —le pregunté—. ¿Cómo puedes no pensar en nada y no quedarte dormido?

Aquel había sido uno de mis principales obstáculos en el camino hacia la iluminación: si me quedaba sentado, sin moverme, durante mucho rato, me quedaba dormido, y, claro, el resonar de los ronquidos por todo el templo perturbaba las meditaciones de los demás monjes. La cura que solía recomendarse para combatir ese problema era beber cantidades ingentes de té verde, que a mí, en efecto, me ayudaban a mantenerme alerta, pero a la vez convertían mi estado de «no mente», en un pensamiento constantemente relacionado con mi vejiga. De hecho, en menos de un año, alcancé un estado de conciencia «vejigal» absoluto. Joshua, por su parte, era capaz de liberarse por completo de su ego, tal como le habían enseñado. Y fue durante el noveno mes de nuestra estancia en el monasterio, en mitad del invierno más crudo que jamás hubiera imaginado, cuando Joshua, habiendo dejado atrás todas las creaciones del yo y la vanidad, se volvió invisible.

18

He salido y me he mezclado con vosotros, he comido, y he hablado, y he caminado, caminado y caminado sin tener que dar media vuelta a causa de algún muro que se interpusiera en mi camino. El ángel me ha despertado esta mañana y me ha entregado ropas nuevas, curiosas al tacto, que no a la vista (ya las conocía por la tele). Unos vaqueros, una sudadera, unas zapatillas deportivas, además de calcetines y calzoncillos bóxer.

—Póntelo. Te saco a pasear —me dijo Raziel.

—Como si fuera un perro.

—Exacto. Como si fueras un perro.

El ángel también llevaba el atuendo americano moderno, y aunque seguía siendo extraordinariamente apuesto, se lo veía más incómodo que si le hubieran clavado la ropa al cuerpo con lanzas ardientes.

—¿Dónde vamos?

—Ya te lo he dicho, a la calle.

—¿De dónde has sacado estas cosas?

—He llamado a recepción y Jesús las ha subido. Hay una tienda de ropa en el hotel. Vamos.

Hemos salido, Raziel ha cerrado la puerta y se ha metido la llave de la habitación en el bolsillo, junto al dinero. Yo me preguntaba si era la primera vez que tenía bolsillos. A mí no se me hubiera ocurrido usarlos. No he pronunciado ni una palabra mientras bajábamos en ascensor hasta el vestíbulo y abandonábamos el edificio por la puerta principal. No quería estropearlo, decir algo que hiciera reaccionar al ángel y le devolviera la cordura. El ruido de la calle me ha parecido glorioso: los coches, los martillos hidráulicos, los dementes que hablan solos... ¡La luz! ¡Los olores! Es posible que me encontrara conmocionado cuando llegamos por primera vez desde Jerusalén, porque no recordaba que todo fuera tan vivido.

Me he puesto a dar saltos por la calle, y el ángel me ha agarrado del hombro. Sus dedos se han clavado como garras en mis músculos.

—Sabes que no puedes escapar, que si corres te atraparé y te partiré las piernas, y entonces ya no podrás correr nunca más. Sabes que incluso si lograras escapar unos minutos, nunca podrías ocultarte de mí. Sabes que puedo encontrarte, como ya encontré una vez a todos los que son como tú. Todas esas cosas las sabes, ¿verdad?

—Sí, suéltame. Y sigamos caminando.

—No soporto caminar. ¿Has visto alguna vez a un águila mirar a una paloma? Pues así me siento yo contigo y con tus ganas de caminar.

Supongo que debería aclarar a qué se refería Raziel cuando ha dicho eso de los que son como tú. Según parece hizo algunos trabajos como Ángel de la Muerte hace siglos, pero fue relevado de sus tareas porque no se mostraba particularmente dotado para ellas. Él mismo reconoce que le perdían las historias truculentas (tal vez por eso le gusten tanto los culebrones). En cualquier caso, cuando leemos en la Tora que Noé llegó a vivir novecientos años, y que Moisés vivió ciento cuarenta, pues eso, ¿a que no sabéis quién dirigía aquello de «desprenderse de la envoltura mortal»? Ahí fue donde adoptó aquel aspecto, aquellas alas negras de las que he hablado antes. Aunque lo echaron, le dejaron quedarse con el traje. (¿No es increíble que a Noé le consintieran posponer la muerte ochocientos años solo porque le decía al ángel que iba retrasado con el papeleo? No era de extrañar que Raziel resultara tan incompetente en su actual tarea.)

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